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Psicoanálisis y Economía

viernes, 20 de marzo de 2009

La muerte de la pena

Sebastián Plut


“Todavía hoy lo que nuestros niños aprenden
en la escuela como historia universal es, en lo esencial,
una seguidilla de matanzas de pueblos”
(Freud, De guerra y muerte)


En los últimos días, a partir de los dichos de una conocida conductora televisiva, se ha reinstalado el debate acerca de la pena de muerte. En rigor, son varios los debates que se han generado. Por un lado, pues, sobre la pena de muerte como solución al problema de la inseguridad; por otro lado, la comprensión del estado anímico de quien por sufrir una pérdida puede lanzar afirmaciones exageradas o con las que, quizá, no esté del todo de acuerdo una vez que recupera la calma; por último, cuál es el efecto que pueden tener las palabras de una persona que tiene algún grado de influencia sobre un sector de la población.
En lo que sigue, entonces, me centraré en el primer punto no sin antes formular algún comentario sobre los dos restantes. En rigor, sólo deseo señalar que si bien la ira, la desesperación o un profundo dolor pueden “explicar” ciertas reacciones, ello no debería conducir a su “justificación”. Efectivamente, considero que el ejercicio de la ciudadanía –y quizá más aun cuando se trata de una persona representativa, influyente- supone una exigencia particular de renuncia, renuncia al impulso de decir sin más lo que uno siente o piensa, precisamente, en estado de desesperación.

Pero vayamos ahora al problema de la pena de muerte.
El horror que nos provoca la violencia nos permite imaginar que somos ajenos a ella, no obstante la fascinación que nos promueve denuncia que nos involucra. Recordemos que el mandamiento que reza «No matarás» sólo es entendible en tanto pertenecemos al linaje de una interminable cadena de generaciones de asesinos. Como ha señalado Frazer (citado por Freud, 1913, Tótem y tabú, pág. 126) “la ley sólo prohíbe a los seres humanos aquello que podrían llevar a cabo bajo el esforzar de sus pulsiones”.
Tal como señala Freud (1915, De guerra y muerte), sólo mediante una ilusión podemos imaginar un mundo en que está ausente la violencia pues no hay desarraigo posible de la maldad. En una línea afín, Lacan refiere que el malestar en la cultura desnuda “la articulación misma de la cultura con la naturaleza” (1950, Introducción teórica a las funciones del psicoanálisis en criminología, pág. 119). Es decir, el malestar en la cultura no sería sino la evidencia de un fondo de naturaleza nunca eliminable en toda civilización. Creo, entonces, que sigo la orientación freudiana al pensar que mientras la violencia es constitutiva del sujeto, los imperativos éticos son una conquista de la humanidad.
La violencia será todo acto que desestime la existencia vital y subjetiva del prójimo. La violencia perturba “el significado de las impresiones que nos asedian y sobre el valor de los juicios que formamos” (Freud, 1915, De guerra y muerte, pág. 277). Asimismo, la ética, entendida como la tentativa de darle cabida a la diferencia, supone la renuncia al ejercicio de la crueldad. En suma, en un extremo la violencia, en el otro, la dimensión semántica y ética del sujeto, no obstante ambos extremos conviven en el hombre.
El párrafo previo indica una parte del efecto de la violencia, aunque sin embargo también sostendré la posibilidad de pensar la violencia como la resultante de suponerse no representado en el otro (este otro podrá ser un prójimo, el Estado, etc.).

En 1916 Freud escribe un conjunto de tres ensayos uno de los cuales (Algunos tipos de carácter dilucidados por el trabajo psicoanalítico) dedica al problema de la delincuencia. Tanto el artículo señalado como los dos restantes (sobre las excepciones y los que fracasan al triunfar) pueden encuadrarse en el estudio de aquello que no responde a una racionalidad esperable. Así, un crimen constituye la suspensión de la regla con que nuestras conciencias pretenden que se organice el mundo. Allí Freud señala la evidencia que indica que ciertos delitos no son la causa del sentimiento de culpa sino, más bien, su consecuencia.
Por otro lado, Freud se cuestiona si esta hipótesis –la de la culpa como factor determinante de la fechoría- permite comprender la comisión de delitos. En tal caso, dice, será necesario deslindar cuanto menos dos grupos de delincuentes: aquellos que no poseen ningún sentimiento de culpa y aquellos otros en los que sí se presenta dicho sentimiento. Respecto de este segundo grupo la hipótesis freudiana encuentra cabida, mientras que el primer grupo quedaría excluido de la misma. Recordemos también que para Freud el código penal estaba hecho para los casos en que la culpa precede al crimen. No hay duda que buenas lecciones podrán extraer de ello los juristas.
Podemos pesquisar, cuanto menos tres alternativas en relación con el delito:
1) Apatía criminal à caracterizada por la ausencia de culpa y subjetividad.
2) Los que delinquen por conciencia de culpa (en cuyo caso la culpa es, a la vez, el punto de partida y el punto de llegada).
3) Aquellos en quienes la culpa interfiere en la comisión del hecho culpógeno.
La apatía criminal nos permite pensar en aquellos sujetos en quienes su crimen no posee los rasgos de la perversidad. Sus actos no procuran solamente la obtención de un bien material a costa de otros, sino que pretenden reducir el estado psíquico del destinatario de la violencia al propio, a la misma condición inerte de quien lo perpetra. Su propósito, entonces, es el de nivelar por lo bajo. Para el caso 2) el derecho opera como castigo, como punición, mientras que para el caso 3) como prohibición. Finalmente, puede advertirse que en esta rudimentaria tipología no hallamos casos en los cuales el sentimiento de culpa sea consecuencia del acto delictivo.

Pasemos ahora a examinar la lógica del castigo.
Existen numerosos estudios que se han dedicado a objetar la efectividad y la legitimidad de la pena de muerte. Los primeros han mostrado que, en los hechos, la tasa de criminalidad no disminuye por efecto de la aplicación de la pena máxima. Los autores que cuestionan su legitimidad, a su vez, sostienen que la ley no puede, en ningún caso, avalar un asesinato.
Koestler (1960, Reflexiones sobre la horca) y Camus (1960, Reflexiones sobre la guillotina) plantean cuestionamientos de distinta naturaleza, los cuales comprenden los dos tipos de objeciones (eficacia y legitimidad). No me detendré en citar los argumentos correspondientes sino que prefiero centrarme en los efectos de la aplicación de la pena capital. Koestler, por su parte, señala que con la pena de muerte la “barbarie legal se convierte en barbarie común” (op. cit., pág. 47). El autor no desconoce que todo ser humano abrigue impulsos vengativos, pero estos no deben ser ratificados por la ley aun cuando formen parte de nuestra herencia biológica.
Camus recuerda que, frecuentemente, las legislaciones consideran más grave el crimen premeditado que el crimen por impulso. Así, con fina ironía afirma que la pena de muerte no sería otra cosa que un crimen premeditado. El autor también se ocupa del fundamento que justificaría la pena de muerte en función de la ejemplaridad de la misma y lo refuta en virtud de que tal “ejemplo” no amedrenta a ningún criminal. Puedo agregar que el “asesinato legal” no se traduce en una reflexión sobre lo que podría ocurrirle a quien comete un crimen. Más bien, considero que se transforma en un ejemplo del grado de violencia del que es capaz un ser humano o la sociedad. Podemos afirmar que la “mano dura” (como se suele llamar a quienes promueven el endurecimiento del código penal) quizá logre reducir a los delincuentes pero dudosamente cumpla con la meta de reducir la inseguridad.

Hace un tiempo escuché el relato sobre un joven quien luego de asesinar a sus padres pidió clemencia al tribunal por ser un pobre huérfano. Maniobra discursiva que a través del cinismo logra concordar con los hechos y nos conduce a pensar que la pena de muerte no es otra cosa que la muerte de la pena. Que la pena muera es una afirmación de doble sentido, ya sea que tomemos el término “pena” como expresión de un sentimiento, ya sea que lo tomemos en su vertiente legal, como castigo.
En efecto, cuando muere la pena, tendemos a eliminar todo sentimiento que permita captar la subjetividad ajena, tendemos a refutar el imperativo que exige darle cabida a la vitalidad del otro.
Asimismo, la pena de muerte consume (agota) el castigo posible pero no logra eliminar el sentimiento de culpa. Quiero decir, si un crimen da paso al castigo necesario para un sentimiento de culpa, el castigo absoluto libera la culpabilidad para que sean necesarios otros actos delictivos ¿No se trata en esos casos de que la sociedad ya está “resarcida por completo”, y con ello promueve un reinicio del circuito culpa à delito? Quizá tengamos que admitir (soportar) la conveniencia de dejar que una porción (simbólica) del delito siga ocurriendo.

Freud sostuvo que la neurosis es el negativo de la perversión, hipótesis que le permitió rastrear el destino de las pulsiones y también identificar posiciones subjetivas diversas al interior de una familia (una esposa neurótica con un marido perverso). Sin embargo, no deseo centrarme ahora en la problemática de las estructuras clínicas sino en el término “negativo”. Esto es, el axioma freudiano no supone la negatividad como equivalente de “inverso”; antes bien implica que una –la neurosis- sólo se constituye a condición de la sofocación de la otra –perversión. En este sentido, gran parte del texto sobre el asesinato del padre de la horda primordial puede leerse en clave de “negación”. Para decirlo de otro modo, afirmaré que la sociedad es el negativo del crimen. Comprender la organización social como el negativo del parricidio supone que la gran fechoría (como Freud designa al parricidio) es así motivo (dio origen) y límite (lo que debe permanecer irrealizado) de la sociedad.

Recordemos que en la modernidad, precisamente, es el Estado quien exige conservar el monopolio de la violencia. Podemos conjeturar que la atribución del monopolio estatal de la violencia deriva de la prescripción totémica de un sacrificio sólo permitido como acción colectiva. El Estado, pues, como instancia que representa al conjunto sería el único ejecutor legítimo de la violencia. Si bien esta delegación tiene por finalidad cierta seguridad social, también entraña determinados riesgos derivados de la concentración de tales magnitudes de hostilidad.

También se discute, por ejemplo, si la delincuencia aumenta o no con el nivel de pobreza. En este caso, mientras los defensores de una perspectiva “garantista” argumentan que el nivel de inseguridad es consecuencia de la desigualdad social, los liberales refutan que exista un nexo entre ambos problemas. Podemos formular la siguiente hipótesis: es probable que un nivel creciente no sólo de pobreza sino de injusticia social tenga por consecuencia un aumento de los niveles de inseguridad. Asimismo, también consideramos que la inseguridad es –al menos parcialmente- un efecto del debilitamiento de los lazos sociales.

La violencia dio paso a la construcción del derecho a partir de reconocer que la unión de muchos (débiles) podía contrarrestar la violencia del más fuerte. Es decir, la unión quebranta la violencia y da origen al derecho que es el poder de una comunidad. Claro que allí no acaba el proceso, pues nada cambiaría si la unidad se formara sólo para combatir al más poderoso y se diluyera tras su doblegamiento. Dicha unidad logrará ser duradera a través de las ligazones de sentimiento. Un primer paso, entonces, es cómo se origina la unión, luego, cómo perdura y, finalmente, cómo se perpetúa. Todos estos pasos entrañan riesgos en tanto la comunidad se compone de elementos de poder desigual. Por ello, las leyes de esta asociación determinan la medida en que el individuo debe renunciar a la libertad personal de aplicar su fuerza.
He aludido ya al estado de fascinación y horror en que podemos quedar frente a la criminalidad, y con ello afirmé también que no debemos abordar esta problemática como si fuera ajena. En efecto, frente al interrogante común sobre cómo es que han de ocurrir tales atrocidades, la teoría freudiana sugiere partir de un interrogante inverso: no sólo por qué puede imponerse la tendencia a la supresión de lo vital, sino cómo ha podido crearse un universo complejo en que predominen la ética, la solidaridad y la ternura.

(Un fragmento de este trabajo fue publicado en el Diario Página/12 el día 19 de marzo de 2009).