Presentando el Blog

Psicoanálisis y Economía

sábado, 23 de febrero de 2013

De insultos y la política

Sebastián Plut (Febrero, 2013)

“Un alfabeto convencional del oprobio
define también a los polemistas”
(Jorge Luis Borges, “Arte de injuriar”)


Recientemente fueron noticia los agravios e insultos dirigidos, unos, contra Cristina Fernández de Kirchner, y otros contra Axel Kicillof (1), los cuales me produjeron un inocultable desagrado, sensación que motiva este breve escrito. No me anima el propósito de defender al Gobierno Nacional ni tampoco de cuestionar a la oposición. En efecto, tiene en mí más fuerza e importancia la necesidad de encarar reflexivamente la violencia ya que es el modo en que, considero, puedo realizar alguna contribución y también, por qué no, neutralizar en mí mismo la hostilidad que este tipo de eventos despierta.

Inicialmente, y sin duda por el malestar que me generaron aquellas ofensas, procuré conversar con diferentes personas sobre estos episodios, en particular el padecido por la familia Kicillof. También leí y escuché las numerosas opiniones que mostraron los medios durante varios días seguidos.
El abanico de juicios expresados fue el esperable: hubo quienes manifestaron un repudio absoluto y otros que plantearon una adhesión acrítica con los atacantes. Algo más moderadamente, también estuvieron quienes rechazaron la forma (insultos) aunque entendían que esa reacción era fruto de las actitudes del propio Gobierno. En este sector de opiniones, encontré que algunos argumentaron así una explicación de la conducta hostil, mientras otros avanzaron hacia una justificación de la misma.

Me pregunté, entonces, sobre el origen y sentido de las agresiones. Reconocer la existencia, tan natural como esperable, de una gran cantidad de argentinos disconformes con la política del actual Gobierno, no me parece ni sorprendente ni una razón muy sólida para interpretar estos hechos. ¿Acaso no hay siempre un importante número de personas que no votó a quien gana las elecciones?
Paralelamente, consideré la dispersión que reina en los partidos opositores, los cuales, al menos por ahora, no parecen tener un vigor considerable. Siendo así, conjeturé que los ciudadanos que no se sienten representados por el Gobierno Nacional, al menos muchos de ellos, pueden estar padeciendo una vivencia particular, la de no suponerse representados por nadie. Dicha vivencia, sabemos, es habitualmente una fuente de sentimientos de desamparo y, en consecuencia, de furia.

Tampoco quiero pecar de candidez ya que, si las diferencias ideológicas son una realidad insoslayable, los pensamientos hostiles no me parecen una expresión del Apocalipsis. No me asombran ni me asustan, ni puedo decir que me sean ajenos, pues, por qué no, yo mismo puedo tener pensamientos descalificatorios sobre algún dirigente.
Lo que también creo es que este tipo de pensamientos corresponden al ámbito de la intimidad, de lo privado. Cuando uno se reserva el agravio para su terreno privado, y lo expresa, por ejemplo, al hablar con un amigo, ya no se trata de “insultar a una persona” sino de “contarle” al otro lo que uno piensa. No es una diferencia menor, más aun, de ese modo se transforma la esencia de lo dicho. Ya no insulto públicamente a Pedro, sino que le transmito a Juan lo que pienso de Pedro. Ya no es agravio desaforado, sino información contenida.
De lo contrario, el diálogo político deviene farándula en cuanto hacemos público lo que debe permanecer privado. En tal caso, se trastoca el sentido del término “público” que deja de referir al “espacio común”, a la “ciudadanía”, y tras ese despojo semántico el vocablo solo resta como sinónimo de espectáculo (tal como el público observa la intimidad de un famoso).

Suele decirse, al compás de la venta del paradigma de la crispación (inconfundible desfiguración de la percepción de la Cris-pasión), que actualmente hay viejos amigos que ya no se hablan entre sí, o familiares que ya no se reúnen como antes, porque las discusiones políticas alcanzan grados insoportables de violencia. Se sugiere también que los kirchneristas serían tan agresivos e intolerantes que resulta imposible todo diálogo.
No seré el primero en afirmar que, luego de los ’90, con el kirchnerismo se ha reinstalado el debate político, debate que, efectivamente, suele ser apasionado, incluso quizá más de lo que a mí mismo me gustaría.
Entonces, ¿es la intensidad de la pasión con que se expresan ciertas posturas y, sobre todo, el modo en que lo hacen quienes defienden las políticas “K”, la causa de este presunto imposible diálogo? ¿No será, más bien, que el resurgimiento del debate puso de manifiesto la sordera habitual que padecemos los seres humanos, sordera inadvertida en tiempos de apatía cívica?

Algunos señalaron que los insultos a Kicillof se trataron de un escrache. Si nos atenemos a la definición de este término debemos concluir que no fue tal o, al menos, no lo fue en su variante política: “Es un tipo de manifestación en la que un grupo de activistas se dirige al domicilio o lugar de trabajo de alguien a quien se quiere denunciar. Tiene como fin que los reclamos se hagan conocidos a la opinión pública, pero en ocasiones también es utilizado como una forma de intimidación y acoso público, para lo cual se realizan diversas actividades generalmente violentas”.
Contrastemos esta definición con los hechos: a) los que se manifestaron contra Kicillof no eran activistas; b) tampoco fueron a su domicilio o lugar de trabajo; c) el supuesto “denunciado” no tiene ninguna denuncia en su contra por delitos, corrupción, etc.; d) no se expresaron reclamos para que sean conocidos por la opinión pública; e) finalmente, entonces, queda solo la última parte de la definición: “forma de intimidación y acoso público, para lo cual se realizan diversas actividades generalmente violentas”.

La teoría según la cual las agresiones serían un “efecto” del estilo “kirchnerista” merece una reflexión detenida que incluya tanto el examen de su validez cuanto el alcance que tendrían sus consecuencias. En efecto: a) si abonamos esa explicación fundada en la lógica “te agredo porque vos lo hiciste antes”, ¿qué deberían hacer ahora CFK con Del Sel o Kicillof con los pasajeros del Buquebus?; b) no es ocioso tener en cuenta que muchos de los términos utilizados para atacar a Kicillof no fueron “técnicamente” (por así decir) insultos: judío, marxista, puto. Esta cualidad agrava el hecho, pues la transformación de estos términos en insultos ya requiere en sí misma de una operación violenta. Es decir, para usar el adjetivo “marxista”, por ejemplo, como si fuera un insulto, primero fue preciso haber descalificado a aquellos que tienen esa filiación ideológica; c) otra variable es que los insultos (o palabras utilizadas con esa función) fueron expresados en singular y no en plural. A Kicillof no le gritaban “ladrones, putos, marxistas”. O sea, lo estaban atacando a él en singular y no como representante de un gobierno, partido político, etc. En todo caso, como los marxistas, homosexuales o judíos –para los agresores- serían criticables per se, por lo tanto, Kicillof también lo sería; d) por último, creo que el otro argumento que deberían tener en cuenta los mismos opositores es que bajo la teoría de la “reacción” (según la cual Kicillof no habría sido víctima sino victimario) es que aquellos, de ese modo, solo quedan en la posición de objeto y no de sujetos y sus acciones solo resultarían ser una “respuesta” a lo bueno o malo que proviene desde afuera.

Dicho todo esto, afirmar que el episodio del Buquebus tiene algún sentido (origen o finalidad) democrático, es como creer que los norteamericanos que defienden la libre compra-venta de armas, de verdad lo hacen para defender la Primera Enmienda de su Constitución. Esto es, las ofensas prodigadas sobre la familia Kicillof o sobre CFK no pueden estimarse como resultantes de ciertas políticas o acciones del Gobierno, sino como pensamientos preexistentes al acecho, a la espera de una ocasión en que –impunemente- pudieran desplegarse.


(1) Un humorista devenido dirigente político (Miguel Del Sel) se refirió a la Presidenta de la Nación con términos como “yegua” e “hija de puta”. En el otro caso, Kicillof y su familia viajaban en un barco y fue insultado por un grupo de pasajeros que advirtieron su presencia.

jueves, 7 de febrero de 2013

Reflexiones a partir del Bicentenario de la Asamblea del Año XIII

Sebastián Plut


“Y aquel entendimiento debería ser al mismo tiempo histórico y psicológico:
dar noticia de las condiciones bajo las cuales se desarrolló esa peculiar institución,
así como de las necesidades anímicas que ella expresaba”
(Freud, Tótem y tabú)


El tiempo
En su Historia de la eternidad, Borges nos recuerda –y utilizo deliberadamente este verbo- que el tiempo es un “tembloroso y exigente problema”; y allí concurren, sin exclusividad alguna, la historia y el psicoanálisis para que captemos algo si no de la esencia del tiempo, al menos del encadenamiento de los sucesos que en él transcurren.
Por ejemplo, es evidente el nexo causal entre el asesinato del soldado Carrasco y la derogación del Servicio Militar Obligatorio en 1994, aunque no parecería ser solo un azar que ese año habrían ingresado a la “colimba” los nacidos en 1976, año que comenzó la última dictadura militar. Como un justo saldo del destino los que nacieron bajo el gobierno asesino ya no tuvieron la obligación de servirles.
El mismo interrogante, aunque con mayor creatividad e ironía, plantea el chiste que Rudy y Paz publicaron en la tapa de Página/12 del 1/02/13: una mujer comenta “doscientos años de la Asamblea que abolió las torturas” y otra concluye: “ahí empezó la inseguridad”. Como decía Stefan Zweig: “Todo instante de nuestra jornada viviente es sumergido por las olas de un pasado aparentemente olvidado”.
Acaso la historia sea el conjunto variable de respuestas que, en diversas épocas, las personas damos a los mismos problemas.
Para quienes carecemos de erudición historiográfica, la mención de la “Asamblea del Año XIII” suele evocar automáticamente la terna “mita, encomienda y yanaconazgo” y, con cierto esfuerzo, luego podremos mencionar la abolición de la esclavitud, la eliminación de los mayorazgos y títulos de nobleza, la supresión de la inquisición y la tortura, la constitución del Estado de las Provincias Unidas, etc. Lo cierto es que aun hoy, al igual que los asambleístas, también buscamos soluciones a problemas en materia de derechos humanos, política fiscal, derecho laboral o penal.
Tal es, de hecho, la cualidad de la evocación mítica, en que se rememora un suceso que no cesa de ocurrir en la medida que se mantiene su empuje en el presente.
En suma, solo en la superficie la temporalidad es lineal ya que en sus venas operan eficazmente otros criterios. La historia, en efecto, se atiene a la compulsión a la repetición (como, por ejemplo, la jura de la bandera), la anticipación y la retroacción (a posteriori). Asimismo, podemos deslindar dos tipos de acontecimientos. Por un lado, están aquellos sucesos (decisiones, acciones) que resultan determinantes de una estructura (una comunidad, institución, etc.) y, por otro lado, están los acontecimientos que se desarrollan cuando la organización social ya está constituida.
El análisis que Freud hace del mito de Prometeo propone que la precondición para el avance cultural consiste en la renuncia a una satisfacción pulsional. La adquisición del fuego supone no solo hallar la forma de prenderlo sino también de conservarlo. Dicho de otro modo, todo universo vincular (familiar, grupal, social) asume tres desafíos: cómo se origina la unión, cómo perdura y cómo se perpetúa. No podemos desconocer, pues, que el esfuerzo de aquella Asamblea ya bicentenaria no solo se continúa hoy por sus logros, sino por la transmisión de un gesto constituyente que nos toca sostener en cada ámbito en que participemos. No de otra cosa hablaba Goethe cuando sentenció: “lo que has heredado de tus padres, adquiérelo para poseerlo”.
En otro terreno, alcanza con ser durmiente, sin que sea necesario ser psicoanalista, para reconocer la habitualidad con que soñamos tener un examen pendiente. Esta producción onírica prototípica admite cuanto menos una doble interpretación: por un lado, y como el humor, provee una suerte de consuelo. Así lo interpreta el propio Freud: “no temas el mañana; mira la angustia que tuviste antes del examen, y después nada malo te sucedió”. Por otro lado, contiene una frase subyacente que podemos expresar del siguiente modo: la tarea no ha concluido.

Afinidad y diferencia
Ya sea, entonces, en el orden criminológico, laboral o impositivo, entre otros, la definición de derechos y obligaciones resulta de la pregunta por el lugar del otro, de la forma y contenido con que pensamos la alteridad.
Guillermo de Baskerville, el protagonista de la genial novela de Umberto Eco (El nombre de la rosa) entendía que “la belleza del cosmos no procede sólo de la unidad en la variedad sino también de la variedad en la unidad”. Dicho de otro modo, la posición del otro y, por qué no, del propio sujeto, exige una reflexión sobre la afinidad y la diferencia.
En efecto, Guillermo identifica afinidades donde la rigidez de los monjes solo encuentra diferencias absolutas. Asimismo, Guillermo también detecta diferencias donde los miembros de la abadía tienden a reconocer solo identidades totales (por ejemplo, dentro del grupo de herejes). Quizá podamos establecer un cierto parentesco entre ortodoxia y perversión, en cuanto se trata de la hegemonía de un fragmento a costa del resto. Es en una discusión con el Abad que Baskerville exclama: “¡No es lo mismo! No podéis medir con el mismo rasero a los franciscanos del capítulo de Perusa y a cualquier banda de herejes que ha entendido mal el mensaje del evangelio convirtiendo la lucha contra las riquezas en una serie de venganzas privadas o de locuras sanguinarias”. En síntesis, el sabueso pesquisa la diferencia en la afinidad, para aventar el riesgo de la negación de la diferencia (por ejemplo, no todos los herejes son iguales ni tampoco son lo mismo los monjes) y la existencia de la afinidad en la diferencia, para precaverse del riesgo de suprimir la afinidad (por ejemplo, entre simples y autoridades).
La ética requerida como requisito para la participación comunitaria supone el lugar para lo diferente. En este sentido Freud sostuvo que “podía suponerse que los grandes pueblos habían alcanzado un entendimiento suficiente acerca de su patrimonio común y una tolerancia hacia sus diferentes que «extranjero» y «enemigo» ya no podían confundirse en un solo concepto”.
En nuestras investigaciones sobre violencia social (criminología, fundamentalismo, etc.) hemos considerado varios interrogantes, entre ellos: ¿cuál es el destino que un cierto colectivo le da al que es diferente? Y también: las prácticas sociales (legales, mediáticas, etc.) ¿favorecen o no la desaceleración de la violencia?
Frente al interrogante sobre cómo es que ocurren ciertos delitos, la teoría freudiana sugiere partir de un interrogante inverso: no sólo por qué puede imponerse la tendencia a la supresión de lo vital, sino cómo ha podido crearse un universo complejo en que predominen la ética, la solidaridad y la ternura. Si en lugar de este interrogante (sobre como pueden aparecer la ternura y la solidaridad) solo expulsamos proyectivamente lo que ingenuamente creemos ajeno, quedaremos injustificadamente sorprendidos por su irrupción (retorno). A su vez, si solo atendemos a la conducta sádica, a la cual respondemos con el sadismo institucionalizado (derecho penal) será ingenuo creer que con ello disminuirá la violencia social.
El psicoanálisis plantea que la tendencia originaria a la aniquilación del otro deriva de una tentativa de liberarse de un riesgo mayor, la autodestrucción, no obstante este camino hostil solo conduce al reencuentro con ese destino por mediación del prójimo. El despliegue agresivo es una forma de poblar la exterioridad de una violencia que regresa inevitablemente como camino para acelerar la propia muerte. Solo el encuentro con una realidad diferente, que transforme la recepción de esta violencia expulsiva en llamado, y responda a él, abre ciertas posibilidades a un intercambio no mortífero. Claro que el encuentro con lo diferente –como reaseguro del retorno a una monotonía inerte- está acotado (y complementado) por otro rasgo, la afinidad necesaria como para que ninguno de los términos arrase con el otro.
El debate sobre la sensación de inseguridad alterna entre quienes sostienen que su aumento se explica por el incremento de los delitos mientras otros afirman que es producida por los medios y no refleja el índice de criminalidad. Respecto de la primera perspectiva, es necesario definir cuáles son los delitos incluidos en la estadística, ya que no suelen mencionarse, por ejemplo, los económicos (estafas, quiebras fraudulentas, evasión, etc.) o las muertes por cierres de hospitales, entre otras alternativas. Igualmente, un mayor número de delitos no objeta la hipótesis de un clima social alimentado por los medios de comunicación. Por otro lado, y aun sobre los nexos entre violencia social e inseguridad, podemos también invertir la dirección del vector de enlace: es probable que el aumento de la inseguridad social también sea determinante de sucesos de violencia; la fragilidad de la cohesión social podrá colocarse razonablemente como un estado que dispone a una mayor violencia. Asimismo, la inseguridad también tiene otros orígenes, ajenos a los delitos concretos o a su difusión periodística (problemas ambientales, económicos, etc.). A su vez, deseo subrayar que la percepción (sensación) de ciertas amenazas es, inconfundiblemente, transitoria, ya que se despierta ante el el avance creciente en la conciencia sobre la diversidad.