Sebastián Plut
Hay afirmaciones que parecen constituir mitos pero, en rigor, ni
siquiera son tal cosa, son más bien lugares comunes. Es decir, son
afirmaciones que padecen de simplicidad y que, por eso mismo, a veces
las damos por ciertas, como si, al mismo tiempo, quisieran decir algo
valioso y fueran por su misma expresión una demostración de su
veracidad.
Una de tales afirmaciones
es la que distingue una supuesta “vieja política” de una que,
pareciera, sería “nueva”. En ocasiones, la variable no dicha pero
subyacente sería la edad del político al que se acusa de pertenecer a la
“vieja política”, pues, por ejemplo, se habla de la cantidad de años
que hace que interviene u ocupa ciertos cargos. Si así fuera,
supongamos, Nelson Mandela debería haber sido excluido mucho antes de su
deceso.
Entonces se dirá que no, que no es una cuestión de edad,
sino de la forma en que se hace política. Y aquí, entonces, la
afirmación pierde aun más sentido, y ello por varias razones: a) porque
no se sabe bien qué es lo que queda designado bajo el mote de “vieja
política”; b) porque se engloba de modo abusivo –como si antaño se
hubiera hecho política solo de una única manera-; c) porque se creería
que la “nueva” política es toda buena; d) y porque tampoco queda muy
claro qué sería esta “nueva” política.
Sin ir más lejos, ayer
me dispuse a ver el programa de María Laura Santillán, que entrevistó a
algunos miembros de UNEN y cuando hablaban de la “vieja política” la
referían a las “mentiras”, por ejemplo. Suponer que eso describe lo
“viejo” es, entonces, una simplificación absurda, pues ni lo viejo es
solo eso, ni hay razón para suponer que alguna nueva política carezca de
mentiras, y porque es una ingenuidad creer que las “mentiras” son un
problema –y patrimonio- de la política.
Con eso podemos pasar a
otro lugar común, consistente en hablar de “los políticos”. Nuevamente,
hay aquí otra generalización y, en tanto tal, abusiva y carente de
fundamento.
Es curioso que, actualmente, rechazamos toda
generalización porque sabemos que son portadoras de prejuicios, sea que
hablemos de “los chinos”, “los homosexuales”, “los judíos”, etc. Sabemos
que no podemos emitir juicio alguno sobre un sujeto, englobándolo en la
categoría de algún grupo del cual sea parte. ¿Por qué no actuamos igual
con los políticos? ¿Por qué creemos que cuando decimos “los políticos
son…” estamos, per se, afirmando algo verdadero y aceptable y no un
prejuicio?
Otro lugar común es el que se produce cuando para
refutar una afirmación de un político, el objetor dice: “basta con salir
a la calle y ver que no es así”. La referencia al “salir a la calle”
daría la impresión de una observación realista y concreta, cuando en
rigor, no constituye demostración de nada, ya que la “calle” no es un
dato y, mucho menos, es una realidad homogénea. Huelga decir que, si es
por eso, en “la calle” estamos dispuestos a ver lo que deseamos ver.
Vale también una humorada que solía hacer cuando era chico. Cuando me
preguntaban si hacía frío en la calle, yo respondía: “no sé, yo venía
por la vereda”.
Un último lugar común es el que cuestiona
cierta retórica política basada en la construcción de antagonismos. Este
lugar común también simplifica y falsea, pues el discurso político no
es sin dicha construcción. De hecho, quien lo cuestiona también lo hace
en virtud de un cierto antagonismo, de una rivalidad entre intereses
contrapuestos.
Puedo agregar, incluso, que la retórica del
antagonismo, en definitiva, reconoce a ese otro (con quien disiente),
mientras que la ilusión de una unidad son conflictos solo se construye a
costa de la exclusión, desconocimiento y hasta abolición del otro.
Finalmente, suele decirse que la “palabra está devaluada” como
consecuencia de las frecuentes mentiras de los políticos. Al respecto,
puedo hacer dos comentarios. Por un lado, si la palabra está devaluada
no será tanto por las mentiras sino, precisamente, por la simplificación
y banalización del lenguaje que se produce con la proliferación de
afirmaciones propias de los lugares comunes. Por otro lado, la que está
devaluada no es la palabra sino la confianza. Hoy parecería que la
desconfianza es garantía de lucidez, cuando también puede ser
incapacidad de confiar en la palabra.
Presentando el Blog
Psicoanálisis y Economía
martes, 29 de abril de 2014
viernes, 4 de abril de 2014
La responsabilidad linchada
Sebastián Plut
Desde hace ya unos días
escribí varias opiniones breves sobre los recientes hechos de “linchamiento”
que quiero ahora reunir y retomar acá. Asimismo, he dedicado numerosos textos
al problema de la violencia, sea al investigar los vínculos familiares, las vicisitudes
laborales o el discurso político. En varias ocasiones, a su vez, suscribí la propuesta
de Freud según la cual no alcanza con preguntarnos el por qué de la violencia,
sino que el interrogante que nos debe orientar es cómo ha de surgir algo
diverso de ella, cómo despertar la ternura.
Hablar de la ternura en este
contexto no supone ninguna mirada ingenua sobre los actos delictivos ni una
visión romántica respecto de los sujetos que los llevan a cabo. Tampoco
presupongo que el sistema judicial-punitivo tenga un funcionamiento óptimo
pero, a la vez, no creo que el endurecimiento penal –que muchos arengan-
constituya solución alguna.
De todos modos, sobre los
problemas criminológicos y/o el sentimiento de inseguridad ya he escrito en
otras ocasiones y, ahora, deseo referirme a los sucesos que ocurrieron en las
últimas semanas, cuando grupos de personas apalearon (en algún caso hasta la
muerte) a sujetos que –probadamente o no- habrían cometido algún delito (por
cierto, menor).
En estos días escuché o leí
tres posiciones: quienes repudiaron bajo todo punto de vista los linchamientos
(entre quienes me incluyo); quienes los criticaron pero argumentan que serían
la consecuencia de un Estado ausente; quienes los defienden bajo el supuesto de
que “es la única solución que hay” (o expresiones más o menos similares).
¿Resulta, pues, explicativa la
hipótesis según la cual el linchamiento deriva de una ausencia del Estado?
Claro que antes de admitir o
refutar esta presunción, quien la sostenga deberá justificar o mostrar que
efectivamente hay un Estado ausente. Cuanto menos, hallamos aquí una
generalización excesiva toda vez que aun con imperfecciones y defectos de todo
tipo no parece ser el caso (de más está decir que muchos de quienes sostienen
esto, en otras ocasiones acusan al Estado de un intervencionismo extremo). De
hecho, una de las situaciones de linchamiento ocurrió a posteriori de un
tiroteo con un policía. Tampoco hay, como algunos señalan, un Estado abolicionista
en materia penal, de lo cual dan cuenta las cárceles llenas y los juzgados
correspondientes desbordados de trabajo.
Ahora bien, si por un momento
suspendemos la objeción a este primer sector de la explicación (que habría un
Estado ausente), resta aun verificar el nexo antes mencionado (que es dicha
ausencia la que daría lugar a los linchamientos). Aquí, pues, deberíamos
suponer que estas “prácticas” (por llamarlas de algún modo) constituyen formas
o vías de restituir aquello que se supone ausente.
Por caso, podemos mencionar
que en la década del ’90, ante el avance del neoliberalismo y, ahí sí, cuando
el Estado se retiraba, florecieron las denominadas ONG’s, organizaciones del
tercer sector con fondos privados pero con fines públicos. Más allá de la
valoración singular o global que podamos hacer de aquéllas, efectivamente
procuraron compensar la ausencia de políticas públicas en variadas áreas.
Dicho esto, sostengo que los
linchamientos no constituyen ni un camino de restablecimiento de la justicia
(ya que solo son actos vengativos y de despliegue sádico) ni tampoco emergen
como presunto síntoma de la ausencia estatal.
Considero, además, que la
hipótesis que pretende explicar los linchamientos en virtud de la ausencia del
Estado, aun cuando quienes la esgrimen reprueben tales actos, no solo
desacierta en el nexo causal, sino que también abona una política de
des-responsabilización de los sujetos.
Yo mismo sostuve la conexión
entre los discursos de algunos políticos o medios de comunicación (que decían,
por ejemplo, que con el nuevo código penal todos los delincuentes saldrían a la
calle) y los inmediatos posteriores linchamientos. Aun cuando sigo intuyendo la
validez de este enlace, ello no exime de responsabilidad alguna a los
agresores. Es curioso que cuando se cuestiona el accionar de los medios de
comunicación, haya quienes insisten en que no se les puede imputar por nada de
lo que hacen algunos ciudadanos. Es curioso, digo, porque por un lado se habla
de la importancia que tienen los medios en la sociedad, pero luego se pretende
que no tengan responsabilidad alguna.
La solidez que se pretende
atribuir a la (ficticia) ausencia del Estado como factor decisivo, sí iría en
la línea de considerar que los linchamientos, aun siendo reprobables, fueron
realizados por sujetos que carecen de responsabilidad sobre sus actos.
En suma, antes que una
indeseada consecuencia de un Estado ausente, los linchamientos configuran una
tentativa de sustitución y/o ataque a la acción colectiva. Por eso mismo, no
podemos sino observar que estos actos son la respuesta al proceso colectivo que
elaboró y desarrolló una propuesta de código penal y propone una discusión
profunda y compleja en el terreno de los derechos.
A su vez, un sistema penal
debe ser “garantista” (que no es lo mismo que abolicionista) no solo porque así
respeta el derecho de todos los ciudadanos, sino porque también admite su
inevitable imperfección, asume la imposibilidad de una realización absoluta del
ideal de la justicia. Los linchamientos, por el contrario, son empujados por la
certeza, por la plena convicción acerca de lo que sucedió y de cuál es la
solución. “Garantista”, entonces, significa que el sistema penal tiene como
meta no solo la sanción de determinados actos sino, sobre todo, la limitación
de la posibilidad de satisfacción de los afanes vengativos. Dicha limitación se
realiza a través de la delegación de la justicia en otro (en ese caso, un poder
del Estado) y, también, en la admisión de una restricción de la intensidad (al
asumir un ideal como irrealizable).
En lo que sigue, entonces,
sintetizo lo esencial de los argumentos que considero refutan toda tentativa de
vincular los linchamientos a la supuesta ausencia del Estado:
- Como ya dije, no parece
verosímil afirmar dicha ausencia;
- Los actos por “mano propia”
no son consecuencia de lo que estaría ausente, sino formas de sustituir un
ordenamiento dado. Así ocurre no solo en los mal llamados hechos de “justicia
por mano propia”, sino también en lo que podríamos denominar “medicación por
mano propia” (como cuando alguien se automedica) o en los “impuestos por mano
propia” (cuando cada quien dibuja sus ingresos para evadir al fisco);
- En esta misma línea, quienes
deciden linchar a un sujeto no lo hacen porque “el Estado no está”, sino porque
el Estado no satisface sus pulsiones vindicativas;
- Así, el linchamiento no
expresa la “falta de justicia” sino una forma extremada de la “justicia” que
algunos proponen;
- También es expresión de cómo
los “linchadores” han quedado contagiados de la violencia ajena a la cual, a su
vez, multiplican;
- Se crea una paradoja al
cuestionar a la Justicia
(como poder del Estado) por sus limitaciones en la disminución de la violencia
y, luego, creer que la venganza tendría alguna legitimidad y/o eficacia.
Merle y De Saussure, en su
estudio sobre Hitler afirmaron que la “paz” que este último buscaba no suponía
la reunión armónica (y aun conflictiva) de la diversidad, sino aquella que
surge de la aniquilación de los enemigos.
Algo deberíamos aprender de la
historia.
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