Presentando el Blog

Psicoanálisis y Economía

martes, 29 de diciembre de 2009

Psicología de las finanzas o vivir en Wall “Stress”

Sebastián Plut


Quienes trabajamos en psicoterapia nos proponemos que las personas que nos consul-tan desarrollen o recuperen su capacidad para amar y trabajar. Claro que para cada individuo puede significar algo distinto qué entiende por amor o por trabajo.
Es decir, nuestras teorías no pueden desconocer la importancia de la singularidad de cada quien. Más bien es al contrario, tenemos que reconocer qué es lo que la persona desea, qué es lo que puede hacer y también qué es lo que debe hacer y, en todo caso, ayudarlo a lograr la mejor combinación de esas tres tendencias.
Lo que sí encontramos con bastante regularidad es que ya sea en el amor, ya sea en el trabajo, el dinero suele aparecer como un problema. Conflictos de pareja, alteraciones en las relaciones entre padres e hijos, desavenencias entre hermanos, distanciamientos con amigos, diferencias con un jefe o un colaborador, etc., se originan con el dinero.
Cuando hace algunos años detecté este tipo de problemas, me decidí a investigarlo con mayor profundidad. Quise comprender qué lugar, función y significado tenía el dinero en los diferentes ámbitos, con qué sentidos y objetivos las personas manejamos el dinero. Descubrí, entonces, que la psicología nos ayuda a reconocer un conjunto de factores que intervienen en la economía. Una observación superficial, de hecho, nos permite verificar que el lenguaje económico nuca prescinde de una visión psicológica. Veamos, a modo de ejemplo, algunos términos: comportamiento de los mercados, racionalidad, pánico inflacionario, creencia, descrédito, confianza (o desconfianza) en la moneda, etc.
Lo primero que encontré es que el dinero no siempre significa lo mismo para una mis-ma persona. Quiero decir, no necesariamente me sucede lo mismo cuando voy a un negocio a comprar algo, cuando le doy dinero a mi hijo o cuando realizo una inversión.
Así, respecto del dinero, podemos ganarlo, gastarlo, perderlo, ahorrarlo, invertirlo, de-berlo o, incluso, apostarlo; y en cada caso podrán variar nuestras formas de tomar decisiones, nuestras sensaciones y pensamientos.
En lo que sigue, entonces, quiero contarles una orientación particular que tomó mi trabajo: a partir de estas investigaciones comencé a trabajar con personas y grupos dedicados a la actividad financiera.

¿Somos racionales con nuestra economía?
Se ha dicho que en materia de dinero las personas nos comportamos como un homo economicus, es decir, que somos racionales al realizar una operación. Ser racional sig-nifica que sabemos bien qué cosas preferimos y que hacemos cálculos destinados a pagar el mejor precio. Sin embargo, basta con ir a un shopping para darnos cuenta que no es tan así. Pero ¡ojo! no ser racionales no significa ser “irracionales”, y tampoco está ni mal ni bien. Simplemente quiere decir que no somos computadoras ni nuestra mente funciona como una ecuación algebraica. Dicho de otro modo, la forma en que actuamos, pensamos y decidimos es mucho más compleja y variada. Cuando elegimos un auto, nuestro destino para las vacaciones, ayudamos a un amigo u optamos por un buen vino, intervienen deseos, fantasías y valores que no se limitan a la razón. Para-fraseando al filósofo, podemos decir que el gasto tiene razones que la razón no com-prende.
Y lo mismo sucede, aunque parezca extraño, en la compra de acciones, bonos, meta-les, o en la decisión de cuándo es el momento de vender o transferir activos. También allí, en el mercado de capitales, tienen importancia nuestros deseos, el modo en que imaginamos el futuro, nuestra tolerancia al riesgo y a la espera, nuestra actitud frente al pesimismo y la pérdida.
Los autores de la teoría del comportamiento financiero (Kahneman, Tversky, Shefrin, entre otros) han afirmado precisamente que el mundo de las finanzas es dominado por fenómenos psicológicos. Por ejemplo, nuestras decisiones están influidas por nuestra percepción del riesgo o de la injusticia, así como también importa el contexto y la vola-tilidad de los mercados. Si bien existen buenas teorías matemáticas sobre las probabi-lidades, no por ello haremos ciertamente pronósticos acertados.
En suma, mi experiencia me ha mostrado que en ningún ámbito de la economía pre-domina el simple cálculo, ya que ni siquiera pretender hacerlo resulta suficiente. Por el contrario, los humanos somos seres que damos sentido, atribuimos significados al mundo, a nuestras relaciones, y de allí surgen nuestras decisiones y nuestras acciones.

Time is money
Para entender la psicología financiera, comencemos por tres sencillas preguntas que me planteo con una persona (individual o grupalmente) al iniciar nuestro trabajo:
1) ¿Cuánto de su capital (qué porcentaje del mismo) invierte en operaciones especulativas?
2) ¿Cuánto de su actividad representa su actividad financiera?
3) ¿Cuánto de su cotidianeidad queda afectada por una pérdida?
El primer interrogante apunta a considerar la dimensión de los riesgos en que incurre con su patrimonio; el segundo procura establecer si la actividad financiera es hegemó-nica, complementaria o subordinada a otros proyectos; finalmente, la tercera pregunta trata de definir el impacto que tienen las pérdidas en su vida anímica.
Por otro lado, es habitual que los inversores presenten reacciones excesivas, desmesu-radas, ante las noticias, sean buenas o malas. Por eso es muy importante que cada uno conozca sus formas de: a) hacer pronósticos; b) responder ante una ganancia o una pérdida. Sobre lo primero, frecuentemente los inversores miran al futuro sin darse cuenta que, en realidad, solo están mirando hacia el pasado: aquellas acciones que bajaron son subvaluadas, y las que subieron se sobrevaloran.
Respecto de las “vivencias” que tienen ante ganancias y pérdidas, se trata de un asun-to complejo.
He advertido que el cierre de una operación –con resultado positivo- pocas veces arro-ja, como consecuencia, la sensación de satisfacción por haber tomado una buena deci-sión. Más bien, en tales ocasiones, el inversor suele pensar que podría haber ganado aun un poco más si no vendía sus títulos y que recién en ese momento hubiera logrado estar satisfecho. Sean cuales fueren las ganancias, surge la dificultad de conquistar el sentimiento de satisfacción como resultado de las operaciones económicas. En este tipo de situaciones suele estar más presente la problemática de la tensión-alivio que la del placer-displacer. Cuando están perdiendo, en cambio, suele persistir la expectativa de recuperar algo de lo perdido, aun cuando día a día la merma se incrementa. Creo que es preciso reconocer allí el valor de sentimientos de la gama de la humillación y la vergüenza, una vivencia de fracaso que impide admitir la pérdida. Más aun, encontra-mos que tanto el inversor como su agente comienzan a desplegar estrategias que tien-den a disimular el resultado negativo. En tales ocasiones, pues, pueden ser proclives a aumentar los riesgos, como si en lugar de decretar que “han perdido”, se convencieran de haber iniciado una nueva operación.
Este tipo de situaciones me ha permitido identificar dos problemas específicos a traba-jar: a) la actitud de negar la realidad; b) el tipo de vínculo que se establece entre el inversor y su agente.

Cuando la burbuja explota
Para finalizar, deseo agregar lo que hemos aprendido a partir de las burbujas financie-ras, en especial cuando terminan, cuando los mercados se desploman.
Nuestra experiencia nos ha sido muy útil para afrontar distintas situaciones con que nos encontramos en la reciente crisis financiera. Conocer la “psicología del mercado” nos permitió dimensionar las urgencias, no quedar invadidos por los rumores así como también restablecer un pensar acorde con los hechos. En efecto, una burbuja financie-ra no es simplemente un período alcista, sino, sobre todo, un momento de euforia y convicciones engañosas, un momento que nos invita a creer que el futuro será siempre igual al presente.
¿Por qué sucede que los economistas explican muy bien lo que ocurrió pero no acier-tan en sus pronósticos? Dicho de otro modo, ¿por qué resulta tan difícil “detectar” la burbuja? Creo que tres razones funcionan como un obstáculo. Por un lado, como ya he señalado, pues las personas tenemos una tendencia a “creer” –sin mucho fundamento- que el futuro será como lo deseamos; por otro lado, porque la burbuja nos fascina, nos promete un paraíso que no nos animamos a cuestionar. Por último, porque si “salimos” de la burbuja imaginamos que fracasaremos.

sábado, 26 de diciembre de 2009

lunes, 14 de diciembre de 2009

El resto que piensa

Variaciones sobre lo institucional
Sebastián Plut

Introducción
La ineludible combinación entre el azar y ciertas inquietudes personales me fue acercando, en mi desarrollo profesional, al trabajo con (y sobre) instituciones. Convocado bajo denominacio-nes diversas (analista institucional, supervisor o asesor) guardo una variada experiencia con organizaciones de diferente tipo (asistenciales, profesionales, etc.) aunque habitualmente desde una posición de cierta extraterritorialidad.
Gracias al esfuerzo de quienes nos precedieron y plasmaron sus hipótesis en textos y, también, por decantación de la práctica misma, pude comprender fenómenos complejos y definir las formas de intervención que creí adecuadas. Por ambos caminos obtuve respuesta a muchas preguntas, en tanto otras persisten pulsionando. Al mismo tiempo, advierto que coexiste un proceso inverso, a saber, que el recorrido hecho proporciona una serie de respuestas a la bús-queda de un conjunto de interrogantes.
En lo que sigue, entonces, expondré algunas de las reflexiones que fueron emergiendo en mí a partir de la experiencia mencionada. No me centraré en conceptos teóricos o desarrollos de otros autores, aunque tampoco deseo describir meramente los hechos empíricos. Más bien, pretendo desarrollar mis propios pensamientos clínicos, que se encuentran a mitad de camino entre las abstracciones generales y las manifestaciones concretas.

Interrogantes para una apertura
Quienes trabajamos en el marco del psicoanálisis institucional contamos con una profusión de teorías que dan cuenta acabadamente de problemas tales como la estructura de una organiza-ción, la demanda o motivo de consulta, la dinámica intersubjetiva, el malestar institucional, las relaciones entre del ideal del yo y el líder, etc. (Bion, 1972; Bleger, 1966, 1970; Dejours, 1998; Enriquez, 1989; Fornari, 1989; Freud, 1913, 1921; Fustier, 1989; Jaques y Menzies, 1960; Kaës, 1989, 1998; Kernberg, 1998a, 1998b; Lourau, 1988; Maldavsky, 1991, 1996; Mendel, 1993; Pagés, 1980; Pinel, 1998; Roussillon, 1989).
La enumeración precedente tiene por objeto no solo la referencia bibliográfica de rigor, sino expresar mi reconocimiento a tales autores y relevarme de la necesidad de exponer cada una de sus ideas. Prefiero, más bien, subrayar algunos interrogantes que no me resulta sencillo responder en cada ocasión en que soy consultado desde una institución. Entre ellos, por ejem-plo, suelo preguntarme cuál es el grado de analizabilidad –y cómo definirla- de una institu-ción. Los criterios que definen la analizabilidad de un caso, sabemos, no son estáticos, sino que se han ido modificando con el tiempo. En efecto, Freud sostuvo que ciertas patologías queda-ban por fuera del análisis así como también se preguntó si los niños serían analizables o bien si convenía analizar gerontes dada su pérdida de plasticidad psíquica .
El complemento de este interrogante es la pregunta sobre las metas u objetivos. Algunos autores, por ejemplo, propusieron que la finalidad del trabajo institucional consiste en despejar factores de la psicodinámica subyacente de modo tal que no interfiera en el cumplimiento de los objetivos manifiestos que se plantea la organización. Sin embargo, sin descartar ese proyec-to, podemos formular dos comentarios al respecto. Por un lado, encontramos un número de instituciones que despliegan las acciones necesarias para alcanzar sus fines y, aun así, prevale-ce un malestar creciente. Quizá, entonces pueda redefinirse dicho objetivo: cómo lograr que una organización procure sus fines sin un alto costo anímico de sus miembros. Por otro lado, aun reconociendo como válida aquella meta, veremos que no resulta lo suficientemente especí-fica.
En el contexto del trabajo clínico, Freud planteó una variedad de objetivos: que el sujeto recu-pere se capacidad de amar y trabajar, levantar represiones, suprimir síntomas e inhibiciones, que donde ello era advenga el yo, etc. Lejos de constituir propuestas excluyentes o contradicto-rias, cada una de ellas supone un nivel epistemológico distinto. Mientras recuperar la capacidad de amar y trabajar corresponde al nivel de las metas prácticas, la supresión de síntomas e in-hibiciones es inherente a las metas clínicas y levantar represiones, por ejemplo, pertenece al nivel de las metas teóricas. Hecha esta distinción, pues, se plantea que el programa clínico comprende la articulación del conjunto.
En el caso de las instituciones, y tomando el objetivo expuesto, que una organización pueda alcanzar sus fines sería equivalente a la recuperación de la capacidad de amar y trabajar. Con ello restaría definir las metas concernientes al nivel teórico, lo que nos llevaría a explorar el nexo entre institución y mecanismos de defensa.
En continuidad con lo anterior, nos formulamos un tercer interrogante: ¿conviene pensar las instituciones desde el modelo de la psicopatología? En todo caso, ¿la psicopatología institu-cional se corresponde con la psicopatología singular? Posteriormente, volveré sobre este punto cuando desarrolle lo que llamé “terrenos de pertinencia”. Por ahora, digamos que aun cuando, por ejemplo, pensemos el componente paranoide o las ansiedades psicóticas en las institucio-nes (Jaques y Menzies, 1960; Kernberg, 1998a) ello no coincide necesariamente con la presen-cia de tales patologías en uno o más de sus miembros. O bien, a pesar de la probabilidad de concurrencia, las estrategias y objetivos diferirán ya se trate del caso singular o se trate de un tipo de agrupamiento.
Para finalizar este apartado, pensemos en un cuarto interrogante derivado de los precedentes. ¿Cómo pensar la evolución clínica de una institución? ¿Qué factores ponderamos o qué pa-rámetros podemos tomar para decidir que el trabajo en una institución ha visto algún tipo de progreso?

Explicando el título
El título del presente artículo (El resto que piensa) pone de manifiesto un fragmento de mi pro-pio trabajo psíquico durante uno de los tantos encuentros quincenales con docentes y terapeu-tas de una institución. Se trata de una institución dedicada a la atención de niños autistas y en ella trabajan psicólogos, fonoaudiólogos, terapistas ocupacionales, kinesiólogos, psiquiatras, musicoterapeutas y docentes.
La escena, brevemente, fue la siguiente: luego de que una docente cuente un episodio de vio-lencia entre ella y el director de la institución, pregunté a todos: “¿El resto qué piensa?”. Inme-diatamente pensé en la palabra “resto” y registré –en mí- una sensación de desagrado por diri-girme de ese modo al conjunto de personas que estaban allí. Por un instante imaginé que al-guien podría suponer que aquella palabra tenía un sentido despectivo (como si los estuviera tratando de deshecho). Posteriormente –en parte por una cadena asociativa personal pero también en función del relato sobre el episodio de violencia- intuí que mi propia pregunta con-tenía algo más que la invitación a la asociación libre. Fue en ese momento que transformé la pregunta en una afirmación –tal como aparece en el título- y ya finalizada la reunión entendí que el “resto” correspondía a lo no expresado, lo no elaborado y que, a su vez, incitaba al pen-samiento colectivo. Claro que aquello no expresado o no elaborado, no siempre encuentra cabi-da en el pensamiento (en ocasiones resulta no tanto de lo impensado sino de lo impensable), no siempre logra un grado de figurabilidad psíquica tal que permita su circulación y tramitación intersubjetiva. Más aun, episodios de violencia como el que la docente relató, así como situa-ciones de apatía generalizada, entre otras, ponen de manifiesto –precisamente- los efectos de un resto enquistado, coagulado.
Sin llegar a configurar un concepto, la idea del resto abreva en los desarrollos de otros autores, tales como los elementos beta (Bion, 1972), el sincretismo (Bleger, 1970) y los espacios y tiem-pos intersticiales (Roussillon, 1989).
La existencia del resto, pues, constituye un supuesto de inicio, un punto de partida; es decir, considero que su presencia no resulta de una contingencia. Sin embargo, en cada caso institu-cional hallaremos tres dimensiones en las cuales se verifican sus variaciones. Para decirlo rápi-damente, el diagnóstico de una institución comprende la detección de los modos de producción, tratamiento y resolución de sus restos. A su vez, examinamos la posición de estos últimos según sean hegemónicos, estén contenidos o bien, excluidos. En el primer caso (hegemonía) los restos no elaborados son prevalentes en la dinámica institucional, a partir de lo cual abundan sucesos que oscilan entre la violencia y la indiferencia extrema . La segunda al-ternativa remite a la contención en un doble sentido: los restos están incluidos y acotados. Aquí se los identifica y reconoce, no llegan a vulnerar masivamente los procesos internos y se procu-ra alguna alternativa de elaboración. Finalmente, la exclusión se ubica en el contexto de las hipótesis sobre el clivaje, es decir, en la tentativa de expulsar –como si lo propio fuera ajeno- aquello que resulta amenazante, desestructurante. La espacialidad así constituida se organiza como un exterior, en ocasiones coincidente con el afuera institucional y en ocasiones como un exterior interior. Recuerdo una institución en la cual la apertura concreta de la puerta que daba a la calle era correlativa de severos conflictos, como si desde el exterior acechase un peligro imposible de afrontar.
Otro ejemplo se advierte en la novela El nombre de la rosa, de Umberto Eco, en relación con el lugar diferencial que el libro sobre la risa de Aristóteles tenía ya sea para Guillermo, ya sea para Jorge. Mientras que para el primero consistía en un objeto que debía circular y sobre el cual cabía una reflexión crítica, para el segundo suponía un objeto abominable que debía ser exclui-do de su circulación, si bien curiosa y paradójicamente, quedaba conservado secretamente en algún lugar de la enigmática biblioteca (González, 1998; Maldavsky, 1991).
Veamos otro ejemplo ocurrido en una sesión de trabajo con un grupo de profesionales que trabajan en una sala de internación pediátrica. Una de las personas allí presentes aludió a su cansancio por la cantidad de tareas que debía realizar y su angustia por no poder decir que no a nada de lo que se le solicitaba. Asimismo, decía que entre tales tareas, sentía que muchas no le correspondían, como por ejemplo, darle de comer a la gata. En ese momento, le pregunté qué pensaba que ocurriría si un día no le daba de comer a la gata y respondió que no pasaría nada. Luego, le pregunté qué pasaría si no le daba de comer dos días y no pudo emitir palabra e, incluso, nadie más pudo decir nada sobre ello. Al finalizar la reunión, cuando ya estábamos de pie, otra persona, en broma, dice que había que ir a darle de comer a la gata porque si no se iba a morir. Cabe agregar que entre el comentario inicial y la broma final, los profesionales transitaron por varios temas institucionales, en una combinación de queja y monotonía, entre los cuales resaltó el comentario de la nutricionista que se quejaba (y sospechaba) de que los pacientes no recibían la ración de leche diaria que ella estipulaba. La nutricionista decía que, según le informaban, cuando un chico no tomaba la cantidad de leche indicada podía ser, por ejemplo, porque ese paciente estaba con diarrea. Por otro lado, la nutricionista revelaba la for-ma en que advertía la cantidad de leche distribuida: lo hacía mirando cuántos saché de leche había en el tacho de basura. A la luz de los desarrollos de Roussillon (op. cit.) podemos conje-turar que la “broma” sobre la gata pudo ser expresada sólo en un tiempo intersticial, es decir, en el tiempo no estructurado de la reunión, mientras que la información que recogía la nutricio-nista correspondía a un tipo de espacio intersticial: el tacho de basura. Los contenidos no elabo-rados, entonces, remitían a la angustia por la muerte de los pacientes, incluidos quizá los pro-pios deseos homicidas .
En términos de Freud el resto puede enlazarse también con el concepto de masoquismo, en-tendiendo que éste puede adquirir expresiones y significaciones diversas. Es decir, aquello que resulta displacentero podrá ser semantizado de forma heterogénea, no obstante su contenido siempre tendrá el valor de algo dañoso y un efecto sufriente.
Para finalizar, deseo hacer un comentario sobre el concepto de masoquismo. Considero que, sin lugar a dudas, es uno de los conceptos más relevantes y significativos de la obra freudiana. Desde el punto de vista teórico, constituye una piedra fundamental de la metapsicología y de la psicopatología; desde el punto de vista clínico permite comprender no sólo el sufrimiento de un sujeto (o del malestar en una institución) sino que también permite entender ciertos obstáculos en quienes desarrollan su actividad laboral con personas sufrientes. Se ha escrito mucho, por ejemplo, sobre la contratransferencia (erótica u hostil) y cómo aquélla incide perturbando la abstinencia o la neutralidad del analista. Puedo agregar que tanto para el analista, cuanto para diversos profesionales (por ejemplo, los que trabajan con pacientes discapacitados, autistas, etc.) he advertido la eficacia que puede tener la tendencia a desconocer (o desmentir) el masoquismo del interlocutor. Intuyo que en muchas ocasiones no resulta simple dar crédito al juicio que afirma la existencia de un grado sustantivo de masoquismo en el otro. Ocurre co-mo si el profesional se negara a admitirlo con la consecuencia de desaciertos clínicos y la inva-sión por un creciente malestar.
Así como Freud, con mucha sutileza, pudo captar la conflictiva de quienes fracasan al triunfar (por ejemplo, como consecuencia del sentimiento de culpa) ha quedado pendiente un estudio sobre casos en apariencia inversos, los que triunfan al fracasar. Me refiero a situaciones en las que puede pesquisarse que ciertos sujetos conquistan una sensación de éxito (como si se aplaudieran en secreto) en cada ocasión en que naufragan o se arruinan. Es decir, estos desen-laces no constituyen tanto un derivado que sabotea un triunfo sino que es ello mismo su íntimo triunfo .

Algunas premisas construidas en la experiencia
He mencionado ya que tomo la existencia del resto como un punto de partida. Su presencia, aun en posiciones y con significaciones diversas, no es azarosa y mis interrogantes de trabajo parten de ese supuesto. Trataré, pues, de exponer algunas otras proposiciones a las que asigno un estatus similar.
Recuerdo una empresa multinacional en la cual uno de sus miembros decía que allí todos eran muy parecidos. Si bien tenían filiales en distintas partes del mundo, según sus propias palabras, uno podría hacer “copy and paste” con cada uno de los empleados. Se refería a que si un em-pleado de Buenos Aires iba a trabajar a Londres o a Moscú, no había diferencias. No estoy con-vencido de que tal sea el nivel de homogenización o, en todo caso, sólo lo sería en un nivel superficial. En efecto, hablase uno con un licenciado en administración, en química o en psico-logía, todos parecían expertos en marketing .
Sin embargo, aun cuando podamos observar o conjeturar que “rascando un poquito” encontra-remos diferencias, singularidades, también es cierto que en ocasiones encontramos múltiples rasgos compartidos entre los miembros de una institución. ¿Es acaso que las organizaciones solicitan o buscan un “tipo psicológico” específico?
No creo estar en condiciones de responder a esta pregunta aunque intuyo que tampoco resulte fundamental. Considero que antes que pensar en una suerte de teoría institucional de la “media naranja”, es conveniente –y más acorde con los hechos- detectar que las instituciones propo-nen una jerarquización semántica, pragmática, sintáctica, fonética, orgánica y lógica. Es decir, en cada institución prevalecen significaciones, modos de hacer, de relacionarse, tipos de soni-dos, compromisos orgánicos y nexos con referentes, todo ello con cierta especificidad . En ri-gor, no es que haya unidad, y mucho menos coherencia absoluta, sino que más bien hay diver-sidad y coexistencia (por ejemplo, entre dos o más formas de significar una misma realidad). Sin embargo, creo que sí hay una jerarquización, un cierto orden de prevalencias que, una vez más, no necesariamente es estático. Por ejemplo, en determinadas instituciones irse en el hora-rio prefijado es sinónimo de falta de compromiso, o bien ciertos desvíos de la actividad planifi-cada constituyen desorden (en lugar de creatividad). Asimismo, en ocasiones, se atribuye des-potismo a cada consigna o pauta dada desde un nivel jerárquico superior. En este conjunto, las hegemonías (desde las cuales se establecen sentidos, acciones, relaciones, valoraciones, etc.) comprenden a los tipos de deseos, de ideales y a las posiciones en que quedan colocados unos y otros .
Todo ello constituye una segunda premisa que, a su vez, nos conduce a la siguiente: el abor-daje de los fenómenos institucionales requiere identificar y analizar los nexos entre su dimensión etiológica (genética) y su dimensión semántica. Dicho de otro modo, los interrogantes teóricos y clínicos basculan entre las causas y el sentido del padecer anímico e institucional.
La última premisa que deseo mencionar concierne sobre todo al terreno metodológico de la intervención. Presentaré un breve ejemplo para ilustrar lo que quiero decir pero, antes, permí-taseme un comentario. Suele discutirse si determinados fenómenos resultan de los rasgos psí-quicos singulares o bien conviene interpretarlos como una expresión institucional. Por ejemplo, se ha dicho que el ausentismo debe comprenderse como una expresión crítica a la organización (supongamos, respecto de la monotonía del trabajo) o bien que determinadas conductas agre-sivas derivan de la particularidad que adquieren los vínculos intersubjetivos o del tipo de lide-razgo (tal como puede verse en los estudios sobre mobbing). Creo que es erróneo pretender deslindar si la “causa” es individual o institucional y que el riesgo es enfrascarse es una intermi-nable disquisición sobre el huevo o la gallina. Más bien, considero más fecundo plantear una distinción metodológica a la cual, previamente, denominé terrenos de pertinencia.
Vayamos ahora al ejemplo. En una reunión con un grupo de visitadores médicos o agentes de propaganda médica (APM) uno de ellos, con una clara manifestación de ira, comentó que se le había roto “la manija de su valija”. Según relató, existe una normativa acerca del peso máximo que se debe cargar en el maletín, no obstante él lo sobrecarga. Explicó este hecho diciendo que el laboratorio no le paga los gastos del auto, por lo cual decidió –cuando visita a un profesional- no dejar en el auto las muestras que no usará. Es decir, su “venganza” (como él mismo la de-nominó) sería “no entregar el baúl”, a pesar, curiosamente, de seguir usando su propio vehícu-lo. Si el sujeto fuera un paciente de consultorio seguramente consideraríamos su componente paranoide (expresado en su negativa a “entregar el baúl” y en la “venganza”) y, quizá, también abordaríamos sus componentes psicosomáticos (ya que se trata de una persona que presenta-ba diversas lesiones en los escafoides y también padecía de colon irritable). Sin embargo, al ser una situación grupal entiendo que aquél no es el camino más adecuado. En efecto, tratándose del contexto institucional resulta más conducente seguir la línea de la otra expresión, “la manija de la valija” ya que: a) “valija” es el término que utilizan los APM para denominarse a sí mis-mos; b) la frase remite a un problema típico de las instituciones ligado con la cuestión del poder (podríamos decir que el problema planteado por nuestro sujeto apunta a una pugna por quién tiene “la manija”). Dicho de otro modo, opino que esta última frase representa al conjunto (vali-jas o APM) y expresa un asunto grupal e institucional.
La proposición de los terrenos de pertinencia apunta no solo a la etiología de una manifestación sino a una orientación metodológica derivada del contexto particular de trabajo. Dicho con-texto define objetivos, determina el sentido de ciertas expresiones, permite hacer un recorte específico y proporciona una orientación definida.
En síntesis, le damos cabida a las dimensiones etiológica (factores intervinientes), semántica (significatividad) y metodológica (el contexto nos guía en cuanto a qué tomar en cuenta y qué no) .

Parálisis
En el conjunto de interrogantes que mencioné, algunos de ellos refieren al diagnóstico que podemos hacer de una institución y, también, a cómo valorar la evolución o cambios producidos a partir de nuestra intervención.
En la tentativa de abrir un camino a responder tales preguntas, deseo reflexionar ahora sobre las parálisis institucionales. Con dicho término nos referimos a un conjunto no uniforme de al-ternativas problemáticas. Es decir, parálisis podrá significar dificultad para realizar ciertas ta-reas, pero también podrá remitir a la consecución de ciertos objetivos en un estado de monoto-nía . Podemos incluir ciertos fenómenos que, bajo la compulsión a la repetición, encubren la falta de avance en un hacer carente de creatividad o en la falta de apertura a nuevos proyec-tos.
¿Qué he podido observar sobre esto en distintas instituciones?
En primer lugar, he advertido que, en los hechos, muchas veces los miembros de una institu-ción procuran más perpetuarse a sí mismos que dedicar energías a la realización de ciertos proyectos. Si bien esto último es lo que, en definitiva, permitirá la permanencia o la conserva-ción de un lugar, en ciertos casos el pensamiento opera de otro modo. Es decir, en lugar de tomar una función o rol como un medio para hacer, ocurre a la inversa, la tarea es sólo una excusa para persistir en una función.
En esta línea, la parálisis o burocratización (de una institución o de algún sector específico) puede quedar reforzada cuando la existencia de un área es completamente independiente de la decisión de sus miembros. Esto es, cuando más allá de lo que cada uno haga o no, el espacio que ocupan permanecerá. En rigor, en instituciones que ya están consolidadas, supongamos una asociación profesional, es natural que los espacios constituidos estén garantizados, por así decir, por la institución misma. En todo caso, si ello es una realidad inevitable (y, quizá, desea-ble) deberá servir para estar atentos al riesgo que implica .
En paralelo escuché (tanto en instituciones como en ciertos pacientes) la reiteración de frases del tipo “tenemos que…” o “habría que…”, las cuales anuncian una acción que, posteriormente, no se consuma. Inferí, pues, no solo que una decisión tomada no conduce necesariamente a una realidad modificada, sino que la asunción manifiesta del imperativo (“tengo que…”) consti-tuye una suerte de soborno al superyó. Es decir, se pronuncia un “compromiso” como una tentativa de apaciguar las exigencias de la instancia rectora, propia o encarnada en un interlo-cutor y una vez aplacada la “autoridad”, se extingue todo propósito. No me refiero con ello a las escenas en que se intenta transgredir una norma (desmentida psicopática del superyó) para obtener un beneficio, sino más bien a un intento de aplacar los requerimientos para permane-cer en la inacción. Tanto es que no se trata de la desmentida transgresora (aunque sí corres-ponde a otro tipo de desmentida), que incluso se produce una complacencia –entre pares o entre diversos niveles jerárquicos- en la parálisis.
Insisto, no estoy aludiendo a las acciones espurias, a los engaños propios de las segundas in-tenciones, sino a la construcción compartida de una ficción, de una creencia que –durante un tiempo- no reclama la prueba de los hechos. Pasado el tiempo, pues, la defensa fracasa y pue-den devenir, al menos, tres alternativas: a) un cambio en la defensa patógena , consistente en la elaboración del mecanismo colectivo y su sustitución por otra modalidad más benigna; b) otra opción es que alguien “aparente” poner en cuestión la escena creada y proceda a una re-convención que, en realidad, tiene por meta la reiteración del ciclo (volver a decir “tenemos que”); c) la permanencia en el estado fracasado de la defensa.
Quisiera, entonces, detenerme un instante en esta última posibilidad. Cuando uno de los miem-bros o el grupo se enquistan en el fracaso de la defensa, lo que prevalece es la imposibilidad de seguir creyendo en lo que se creía. Dicho de otro modo, cobra relevancia la pérdida de una convicción en lo que se hace y su sustitución, muchas veces, por una presentación inconsis-tente que apenas encubre un estado de apatía. Recuerdo que en ocasión de una intervención institucional en un banco (durante el denominado “corralito”), una de las cosas que llamó mi atención fue la insistencia con la que los empleados bancarios referían expresiones del tipo “yo soy el banco”, mientras que nunca decían “soy bancario”. Entiendo que aquella forma de de-nominarse admite diversas especulaciones (sobre el tipo de identificación, sobre la relación entre lo que se es y lo que se hace, etc.). Por el momento, me interesa consignar que durante aquella experiencia hipoteticé que se trataba de una expresión resultante de la desmentida de la diferencia entre “banquero” y “bancario”. La situación del “corralito” puso en jaque este tipo de identificación (con la puesta en crisis de la convicción correspondiente) lo cual quedó expre-sado elocuentemente por uno de los trabajadores cuando afirmó: “yo antes decía ‘soy el ban-co’, ahora digo que soy el gerente de la sucursal”. Claro que no pronunciaba esa frase desde la perspectiva de un reposicionamiento, sino desde una vivencia de derrota, ira y tristeza que lo dejaba imposibilitado de seguir trabajando.
Puedo agregar que la referencia “bancario” suponía una pertenencia amplia, mientras que “soy el banco” implica que es la propia empresa la que opera como soporte identitario. Entendemos que esta alteración (de bancario a banco) sostenida en la desmentida, es correlativa de un pro-ceso regresivo de degradación del ideal del yo. Por un lado, pues la pertenencia a la “clase bancario” es más abarcativa que la pertenencia al banco (de hecho, en este último caso no se aplica la noción de clase o conjunto). Por otro lado, el proceso identificatorio en juego conduce, regresivamente, a una posición de ilusoria omnipotencia narcisista en la cual el sujeto “es” la empresa. Para decirlo de otro modo, cuanto menos el sujeto se supone miembro de un conjunto, más supone ser él mismo el conjunto o clase.
El panorama expuesto en los párrafos precedentes, por esquemático, tal vez resulte un tanto empobrecido. En virtud de ello, en el apartado siguiente presentaré otra alternativa en que se evidencia el estado de parálisis.

Las urgencias
Una de las múltiples manifestaciones que me ha llamado la atención, por ejemplo por su reite-ración, es la aparición de situaciones de supuesta urgencia . Siempre hay algo que es perento-rio, un problema que surge imprevistamente, una alarma que descoloca. Asimismo, tales ur-gencias constituyen el argumento por el cual no pudieron hacerse ciertas cosas que estaban previstas.
Es cierto que en equipos de salud mental, en profesionales que atienden pacientes con patolo-gías graves, las urgencias pueden tener cierta habitualidad. Sea por una descompensación psi-cótica, un accidente que produce una herida física, una convulsión epiléptica, etc., en todos esos casos conviene operar con cierta rapidez.
Sin embargo, me parece que no siempre se distingue con claridad cuándo se trata de una ur-gencia objetiva y cuándo, más bien, es una tendencia a creer que cualquier asunto que emerge hay que resolverlo ya. Esto es, una primera observación nos conduce a diferenciar cuándo la urgencia es una cualidad de los problemas y cuándo es una forma de resolverlos.
Una segunda impresión recogida es que las urgencias sustituyen decisiones. Es decir, se presentan como resultantes de la pasividad si bien tienen la apariencia de una hiperactividad. Dicha inacción muchas veces corresponde sobre todo a la parálisis de aquellos que tienen algún grado de autoridad, quienes abandonan esa posición.
La secuencia que advertí, entonces, es la siguiente (estos momentos pueden tener una dura-ción variable): un primer momento de pasividad en el que se depone la autoridad (o las deci-siones concretas); luego, le sigue un momento en el que se entroniza una ilusión de amor, de una igualdad en la que todos son hermanos (en los profesionales entre sí, o entre éstos y los pacientes). En un tercer momento, se construye una ficción según la cual “todo está bien”, “no pasa nada”, que disfraza un importante grado de desconexión de la realidad. Finalmente, el desenlace anunciado es la urgencia, un momento de desorganización angustiada en el que retorna, traumáticamente, la conexión con los hechos concretos .
Por último, podemos extraer de ello una tercera conjetura, relativa a las razones por las cuales se conservan las urgencias, los motivos que sustentan su persistencia. Si los procesos descrip-tos son válidos, es indudable que la urgencia no es tanto una azarosa e indeseada consecuen-cia: aunque fallida y transitoria, la urgencia constituye una precaria garantía para salir de la desconexión.

Exclusiones, expulsiones, escisiones
Una psicopedagoga cuenta que la madre de un paciente (institucional) muestra evidentes pre-ferencias por otro de sus hijos, el cual no presenta problemáticas graves como el primero. Esa diferencia abarca no sólo la manera de tratar a uno y otro, sino a numerosos aspectos de la cotidianeidad (habitación, regalos, ropas, etc.). En paralelo a este relato, hallamos otras dos situaciones en la misma institución: una, en la que el director evidencia distinciones entre dos coordinadores, en cada ocasión elogia a uno y denuesta al otro. Otra escena sucedió directa-mente conmigo como analista institucional. Una coordinadora, cuestiona con enojo lo que yo estaba planteando (respecto de una situación con un paciente) y afirma: “¡Por suerte tengo mi supervisión afuera!”.
Se ha dicho que los profesionales que trabajan en servicios de salud mental tienden a reprodu-cir rasgos o síntomas inherentes a las patologías de los pacientes que atienden (por ejemplo, perturbaciones en la comunicación, etc.). Algo de ello se advierte en la forma en que la escena de “preferencias” se reitera al interior de la institución. Considero que en este tipo de fenóme-nos no se trata solamente de una escisión que “reparte” arbitrariamente aspectos buenos y malos. Tengo la impresión de que lo central está dado por la necesidad de darle un destino (orientado por la proyección) a los aspectos negativos, hostiles. De hecho, los elogios hacia uno de los miembros son en sí mismos parte de la agresión dirigida hacia el otro . Es una dinámica que nos recuerda la lógica que Freud describe sobre la oralidad: lo propio es lo bueno y lo aje-no, lo otro, resulta extraño y queda connotado con características peyorativas. Si la coordinado-ra disiente con el analista institucional y, a su vez, aquella profesional pensó algo en otro ámbi-to (su supervisión externa), ¿por qué ese pensamiento no es traído a la reunión? ¿Por qué ese afuera se utiliza como refugio en el cual encerrarse enojosamente y, sólo se lo menciona para expulsar e invalidar el decir del analista institucional? Nótese que aquello pensado afuera no forma parte de la argumentación de la coordinadora, sin que ésta sólo apela a la mención de su supervisión externa.
Página atrás aludí al “afuera institucional” como una zona en la cual se depositan aspectos dis-valiosos, amenazantes, en tanto que en la escena del párrafo previo el afuera (una supervisión externa) parecería un lugar de refugio ante el conflicto al interior de la institución. Sin embargo, considero que no es tal la diferencia lo cual se advierte en la escena que le siguió. La misma coordinadora afirmó que ya había cumplido su ciclo en la institución, luego dijo sentirse “ataca-da” y abruptamente se levantó y se retiró.
Una semana después pudimos comenzar a analizar las situaciones ocurridas a partir de la si-guiente pregunta: ¿por qué alguien deja un lugar vacante? Conjeturamos, entonces, un proceso con diversos pasos: 1) alguien abandona su lugar o rol; 2) luego se coloca en una posición “exterior”; 3) desde allí supone que alguien lo va a llorar o requerir; 4) desde ese “afuera” re-clama en la posición de expulsado .
Veamos aun otra escena: otra vez la misma coordinadora cuenta que escuchó a algunos docen-tes que hablaban mal de ella “sin que las personas que hablaban se dieran cuenta de mi pre-sencia”.
Resulta notable el valor de la exterioridad: quien comienza colocándose como espía desde afue-ra pasa a sentirse excluida y desvalorizada. Primero, alguien decide quedarse afuera y, luego, se siente dejado afuera.
Parte de estas observaciones y reflexiones me conducen a plantear una gramática de la ex-pulsión que permite identificar una posición activa, como cuando un sujeto es expulsivo, una posición pasiva, cuando alguien es expulsado, y también una posición reflexiva, cuando un su-jeto se autoexpulsa.

Sobre los restos comunicacionales
Una de las formas en que se evidencia la problemática del resto, en el terreno de la comunica-ción, es la de los rumores. Estos pueden constituir el efecto de un déficit de la comunicación pero también pueden ser una vía para interferir en la misma.
Me interesa, entonces, reflexionar sobre los rumores, no sólo en relación con sus contenidos específicos sino en cuanto al rumor como un acto en sí mismo, en virtud de su función y efica-cia. La bibliografía sobre el tema coincide en cuanto a que el rumor: a) prolifera en contextos críticos (Allport y Postman, 1947); b) es correlativo de la falta de información objetivable (All-port y Postman, op. cit.; Pichón-Rivière, 1987) .
De tal modo, el examen del rumor incluye cuanto menos tres dimensiones de análisis: de su contenido , de sus nexos con los hechos concretos y de su finalidad . Allport y Postman desta-can las dos características centrales de un rumor: la importancia y la ambigüedad. Debe tratar-se de un asunto relevante al tiempo que debe ir acompañado de la ausencia de información fehaciente. Sin embargo, nos preguntamos si ambas características constituyen sus rasgos prin-cipales. Puede que un rumor no trate sobre un tema relevante, sino que el rumor mismo sobre-dimensione su trascendencia. Por otro lado, la falta de información fehaciente no necesaria-mente coincide con la falta de veracidad. De todos modos, estos aspectos remiten al contenido y a los nexos con la realidad, pero nos inclinamos a pensar que no deriva de allí la función cen-tral del rumor.
Un rumor puede consistir en la propagación de un dato cierto (por ejemplo, sobre la intimidad de un directivo) cuya finalidad puede ser distraer la atención al enfatizar un aspecto irrelevante. Es decir, se trata de dos aspectos diferenciados (veracidad del rumor y función que puede tener el mismo). Supongamos que se difunde que el presidente de la institución tiene una amante y hay datos que dan fe del asunto. En tal caso, podemos afirmar que la hablilla no carece de soporte objetivo sino que procura dar valor a un dato institucionalmente insignificante. Lo rele-vante del chisme es la intención de desprestigiar al funcionario. Con ello, no pretendo eliminar el análisis de la adecuación del rumor con los hechos concretos sino vislumbrar la complejidad de alternativas y destacar el peso de los objetivos del rumor. Asimismo, el problema del refe-rente (discursos no acordes con los hechos objetivos) trasciende el ámbito del rumor, tal como ocurre en los discursos públicos de determinados funcionarios.
Hasta aquí tenemos tres aspectos (contenido, relación con los hechos y finalidad) cada uno con su importancia relativa. Conviene incluir un cuarto aspecto: cuando hablamos de la finalidad nos referimos a las motivaciones que tiene el autor del infundio, pero no siempre quien lo pro-pala tiene el mismo objetivo. También nos interesa examinar el efecto del rumor en quien lo recibe. Si lo rumoreado remite a la infidelidad (por ejemplo sexual) de un líder, tal es el conte-nido del rumor; si éste fuera veraz o falaz compete a su relación con los hechos concretos; la descalificación, pues, estará ligada con la finalidad del rumor. Pero, ¿por qué alguien lo cree? ¿en qué posición queda quien lo escucha? ¿por qué alguien reproduciría el dato, aun sin tener especial animosidad contra el protagonista del chisme? La eficacia del rumor supone un modo de cooptación de sus destinatarios , lo cual deriva de: el tema y su relevancia, su adecuación –o no- a los hechos, el contexto social en que se desarrolla y un tipo particular de goce ma-soquista. Según sea el contenido de un rumor, éste puede promover (o paralizar) una acción o un pensamiento, pero a ello debemos agregar el proceso específico consistente en “ser pene-trado” por el rumor.
Si se difunde una especie –por ejemplo, descalificando a un directivo- su objetivo será sembrar la desconfianza o que cunda el pesimismo en la población . Más aun, quizá lo que adquiera importancia no sea tanto la información trasmitida cuanto el clima afectivo que se pretende inducir, clima afectivo que combina un tipo de tristeza (pesimismo) y un tipo de angustia (des-confianza).
He dicho más arriba que el problema del referente (cuando los dichos y los hechos no son con-gruentes) trasciende el problema del rumor. En efecto, el discurso público de un político (cuan-do hace un balance de su gestión) puede ser falso no obstante no constituye un rumor. Quizás aquí la distinción no derive de la adecuación o no entre la palabra y la cosa, sino en su carácter eufórico o disfórico: el primer caso, suele darse en el discurso público, mientras que los conte-nidos disfóricos suelen ser propios de los rumores.

La falsa resolución de las fuentes del sufrimiento
Freud (1930) sostuvo que todos nos vemos exigidos de afrontar una triple fuente de sufrimien-tos: la realidad, el cuerpo propio y los otros. De tal modo, por ejemplo, podremos desplegar acciones para transformar la realidad, desarrollar pensamientos que nos modifiquen a nosotros mismos (y obtener reconocimiento) o bien trabajar con otros y hallar el placer de la coopera-ción .
Volvamos a los agentes de propagada médica a los que aludí previamente para escudriñar este problema en tres situaciones diversas.
En una reunión me muestran un libro que se llama: “Usted puede ser emprendedor” y varias personas se entusiasman con todo lo que podrán hacer si siguen las premisas del mismo. Lue-go, me cuentan que el mes próximo comenzarán el taller de motivación que todos los años les ofrecen en la empresa. Por último, me cuentan cómo están organizados y cuáles son las reglas para las comisiones por ventas: dicen que están divididos en grupos porque eso favorece el trabajo en equipo. Cada uno de estos grupos (constituidos por unas 10 personas) tiene como objetivo vender 7.000 unidades por mes y sólo llegando a esa cifra cobrarán el “premio” por rendimiento. Otra cláusula indica que si alguien vendiera menos de 500 unidades, esa persona no cobrará el premio, aun cuando grupalmente lleguen a las 7.000 unidades vendidas.
Debo reconocer que mis reflexiones no pudieron acompañar el entusiasmo del grupo.
1) En cuanto al libro, si bien su título parece una apelación a la potencialidad del sujeto, a lo que “puede hacer”, advierto que las personas sienten que “deben ser emprendedo-ras”. Es decir, se le impone al individuo que quiera ser como se le exige que debe ser .
2) También podemos preguntarnos por qué razones algunas organizaciones, de modo tan frecuente, se proponen motivar a los empleados. Si tales empresas ofrecen trabajos modernos, con modos de gestión sofisticados y condiciones tan atractivas ¿por qué es necesario motivar “crónicamente” a los empleados? Para este interrogante hallamos tres respuestas no excluyentes: porque el placer de tales trabajos es sólo una suerte de glamour superficial y vacío; porque el tipo e intensidad de las exigencias diarias calci-nan cualquier deseo ; porque los cursos o programas más que “motivar”, apuntan a (y encubren) un deber ser.
3) Finalmente, sobre la organización en equipos y las comisiones por ventas. ¿Qué signifi-ca esto? Si yo vendo poco, puedo perjudicar al grupo pues quizás no aporte lo necesa-rio para llegar al objetivo. Al mismo tiempo, si el resto del equipo, a pesar de mis bajas ventas, logra sumar 7.000 unidades, yo no cobraré el premio. Dicho de otro modo: a) en primer lugar, dudosamente podamos reconocer que, en los hechos, haya algo pare-cido al “trabajo en equipo”; b) por otro lado, el cálculo de ventas y premios muestra que el “perjuicio recíproco” es eficaz, pero no es eficaz la “cooperación”. Si alguien vende poco perjudica al resto, pero si algunos venden mucho ello no ayuda a los que venden poco.
En síntesis, creo que es importante y necesario identificar las ocasiones en las que la apelación a la potencialidad del sujeto (capacidad para transformar la realidad), el estímulo para la moti-vación (el trabajo sobre uno mismo) y la estrategias para desarrollar un sentimiento de perte-nencia (los vínculos intersubjetivos), no cumplen con su objetivo sino que van promoviendo un progresivo estado de frustración y desvitalización.

Cierre provisorio
He intentado exponer algunas reflexiones, siempre provisorias, resultantes de mi experiencia como analista institucional. Sé concientemente que aun resta mucho por aprender, ya sea para sofisticar nuestros conocimientos e intervenciones, o para rectificar nuestras premisas. En cual-quier caso, sigue vigente la hipótesis de Freud sobre el triple vasallaje del yo respecto de las exigencias de la pulsión, el superyó y la realidad. Dicho en un lenguaje más simplificado, el yo se ve en la tarea de conciliar lo que desea, lo que debe y lo que puede y cualquier alternativa que suponga el exceso de una de tales interpelaciones en desmedro de las otras, será una fuente de conflictos. Si sólo tomamos en cuenta lo que queremos hacer, el riesgo será la omni-potencia; si sólo respondemos a lo que debemos, el riesgo será el sometimiento, en tanto que si sólo registramos lo que podemos hacer, el riesgo será limitar nuestra imaginación y nuestra creatividad.

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viernes, 4 de septiembre de 2009

Reflexiones de un psicoanalista sobre el mundo laboral, a partir de la clínica con pacientes y en organizaciones (*)

Sebastián Plut


Decía Camus en La peste que conocer una ciudad es conocer cómo se ama, cómo se trabaja y cómo se muere en ella, de manera que intentaré examinar –según mi propia experiencia- las vivencias que las personas tienen en sus trabajos. Dicho de otro modo, tomaré el trabajo como un analizador social privilegiado.
Comencemos, entonces, con algunos interrogantes:
¿A qué llamamos trabajo e inclusión social? ¿Es siempre el trabajo un modo o expresión de la inclusión social? Asimismo, ¿se puede, al mismo tiempo, desarrollar o generar competencias y salud mental? ¿Cómo se armonizan los objetivos económicos y las metas ligadas con la salud mental?

Sabemos que los objetivos del análisis apuntan a la capacidad de amar y trabajar, de gozar y de producir. Y no es necesario citar aquí la extensa bibliografía psicoanalítica sobre el amor o sobre el trabajo.
Cada uno de estos terrenos (amor y trabajo) tiene sus propias problemáticas, pero también detectamos diversos conflictos cuando ambos se superponen. Por ejemplo, en ocasiones la “lógica laboral” se traslada al terreno familiar, y de ello dan cuenta los familiares de algún pa-ciente sobreadaptado. A la inversa, también hallamos situaciones en las que la “lógica del amor” se impone en las empresas. En estos casos, los sujetos se ven llevados –con el argumen-to del amor- a sacrificarse por su empresa, y todos sabemos que muchos empresarios dicen que son una “gran familia”.
Recuerdo un paciente que llegó a sesión luego de una charla que en su trabajo les dio un con-sultor. Éste les hablaba de las actitudes hacia el trabajo y les propuso pensar en un sándwich de jamón y queso. Para que exista el sándwich –decía el consultor- la vaca sólo participa, mien-tras que el cerdo da su vida. No fue menor mi asombro cuando el paciente explicó que se trata de distintos grados de compromiso y que debemos aspirar a ser como el cerdo. ¿Será este un ejemplo que da validez al refrán que dice que “la culpa no es del chancho sino del que le da de comer”?
Entiendo que un trabajo es promotor de salud mental en tanto y en cuanto se den dos condi-ciones: que requiera de “trabajo psíquico” y de la cualidad de este trabajo psíquico (dejo de lado las variables ligadas con la retribución económica y las condiciones y medio ambiente de trabajo que también resultan fundamentales).
Si nos preguntamos qué es trabajo desde el punto de vista psíquico, la respuesta inicial aparece con la definición de pulsión: Freud decía que la pulsión es una exigencia de trabajo para lo psí-quico y también el motor del desarrollo.
¿De qué se trata, entonces, este “trabajo psíquico” que permite darle significatividad al trabajo que realizamos? Una primera respuesta, un tanto genérica, es que se trata de que el yo esta-blezca enlaces entre la pulsión y el mundo simbólico. Pero, en rigor, el procesamiento psíquico es más complejo.
Tomemos en cuenta la hipótesis del triple vasallaje del yo, es decir, sabemos que el yo tiene que procesar las exigencias del ello, del superyó y de la realidad. Si trasladamos esta hipótesis al ámbito organizacional o institucional podemos decir, entonces, que un conductor o un direc-tivo tiene que darle cabida a las aspiraciones o deseos de grupos e individuos de la propia or-ganización, a las tradiciones (valores, historias y liderazgos previos) y a la realidad intra y extra-institucional (por ejemplo, los recursos con los que cuenta la empresa).
En cada organización hay personas o grupos que representan a cada uno de estos sectores: mientras algunos, por ejemplo, dicen “queremos hacer tal proyecto”, otros podrán decirles “nunca lo hicimos así”, mientras que un tercero (habitualmente un “administrador”) les respon-de que “no tenemos presupuesto”. Entre estos grupos o personas se desarrollan diversas pug-nas y el conductor (o grupo dirigente) deberá ofrecer caminos para encontrar transacciones en las cuales cada sector tenga su lugar. El modo en que una organización específica (y en espe-cial el grupo conductor) dé cabida a esta triple fuente de exigencias (aspiraciones, tradiciones y realidad) contiene la clave para la generación y continuidad de proyectos.
Este conjunto de hipótesis nos permite plantear la siguiente fórmula: el grado de conflictividad de una organización es inversamente proporcional al grado de conciliación de las tres fuentes de exigencias.
No podré exponer aquí todo el marco conceptual psicoanalítico sobre el trabajo, pero sí afirma-ré que pensar la actividad laboral desde este enfoque supone considerar el valor del trabajo en la economía psíquica, la importancia de la actividad transformadora de la realidad y su función en las relaciones intersubjetivas.
Bajo estas premisas volvamos a la cuestión del amor y el trabajo: no será lo mismo, entonces, conciliar mis deseos con mis obligaciones, que tener la obligación de desear (o amar) mi traba-jo.
Paralelamente a los cambios económicos mundiales y a las transformaciones en la gestión del trabajo, ocurridos desde la década del ’70, comenzaron a desarrollarse los estudios sobre el burn out. Este síndrome tiene similitudes y diferencias con los cuadros de estrés. Sólo diré que si los estudios sobre estrés corresponden a los conflictos con la exigencia de obedecer (inheren-te a la organización de tipo taylorista-fordista), las investigaciones sobre burn out surgen como respuesta a la exigencia de amar el trabajo. Claro que, insisto, ello supone dos problemas: por un lado, requerir una corriente amorosa no necesaria para el trabajo (incluso perjudicial) y, por otro lado, que el “deber amar” conduce a una invisibilización de las órdenes. Como dice Dupuy, un ensayista francés, “nadie manda, pero todo el mundo obedece”.
En una empresa me muestran un libro que se llama: “Usted puede ser emprendedor”. Si bien el título parece una apelación a la potencialidad del sujeto, advierto que las personas sienten que “deben ser emprendedoras”.
Es decir, por un lado, se le impone al individuo que quiera ser como se le exige que debe ser; por otro lado, no veo con buenos ojos que en el trabajo se aluda a lo que las personas “son”. Creo que el mundo laboral debe acotarse a lo que las personas “hacen”. Recuerdo un paciente, alto ejecutivo de una multinacional, que mientras comentaba una actividad outdoor, decía: “estoy cansado de hablar de mí en el trabajo”. Otro problema ligado con esto, y que requiere una mayor disquisición teórica, es que las inducciones al “ser” convocan posicionamientos pro-pios de la identificación que llamamos “primaria”. Freud distinguió tres tipos de identificación, la primaria, la secundaria y la identificación por comunidad. La identificación primaria es propia del narcisismo, la secundaria es inherente a las vicisitudes libidinales propias de toda relación de objeto y la identificación por comunidad es la requerida en la constitución de los colectivos so-ciales e institucionales. Mientras la identificación primaria da lugar al “soy” y la secundaria al “tengo”, la identificación por comunidad permite darse un lugar como “miembro de” en tanto participo de un conjunto de lazos entre pares y en relación con un ideal.
Algo de esto queda expresado en la frase “vos sos del riñón”. El otro, pues, no es otro, sino sólo una parte indiferenciada de un organismo al que muchas veces se alude como “corpora-ción”.
Durante la época del “corralito” trabajé con los empleados de un banco y una de las frases que llamó mi atención, por su significación y por su insistencia, fue cuando muchos decían: “yo soy el banco”.
Dicha frase pone de manifiesto la complejidad de los fenómenos inherentes a la identificación y/o fusión de los empleados con la empresa. Uno de los empleados, gerente de una sucursal, corralito mediante agregó: “yo antes decía ‘soy el banco’, ahora digo que soy el gerente de la sucursal”.
No encuentro razones para suponer que es bueno o mejor que alguien deba “ser” la empresa; sí advierto que suele ser perjudicial, por lo que contiene de exigencia sacrificial, de pérdida de la singularidad, y por sostener que la organización será, en definitiva, el soporte identitario por excelencia. Algo similar suelo pensar cuando escucho la incitación a “ponerse la camiseta”.
Tal como lo revela la frase del gerente, y por lo que he visto en numerosos pacientes, dicha identificación primaria, requiere de un mecanismo de defensa patógeno –la desmentida- que a su vez está, casi invariablemente, condenado al fracaso.
Era notable también que así como muchos decían “soy el banco”, ninguno decía “soy bancario”, lo que me llevó a conjeturar que la frase utilizada sirve para desmentir la diferencia entre “ban-quero” y “bancario”.
Cuando la desmentida fracasa, y lo hace ruidosamente, se da otro de los fenómenos propios del burn out, a saber, la pérdida de una convicción. Es decir, el sujeto ya no puede seguir creyendo en lo que creía, aunque probablemente el origen del problema no es la caída de una creencia sino el proceso por el cual se construyó esa convicción. Cuando el gerente afirma que ahora es el gerente de la sucursal, si bien recupera el criterio de realidad, la frase va acompañada de un estado de tristeza y hostilidad por la identificación y convicción perdidas.
Desde esta perspectiva podemos preguntarnos por qué razones las empresas, de modo tan frecuente, se proponen motivar a los empleados. Si tales empresas ofrecen trabajos modernos, con modos de gestión sofisticados y condiciones tan atractivas ¿por qué es necesario motivar “crónicamente” a los empleados? Para este interrogante hallamos tres respuestas no excluyen-tes: porque el placer de tales trabajos es sólo una suerte de glamour superficial y vacío; porque el tipo e intensidad de exigencias diarias calcinan cualquier deseo; porque los cursos o progra-mas más que “motivar”, apuntan a (y encubren) un deber ser.
El mismo gerente de la multinacional que decía estar cansado de tener que hablar de sí mismo en el trabajo, en otra ocasión se refirió a una encuesta de evaluación de desempeño. En esa encuesta había una pregunta que se reiteraba todos los años: “¿En qué puedo ser mejor el año próximo?”. El paciente, en sesión, respondía: “estoy cansado de tener que ser mejor todos los años”.
Hace ya más de 50 años, en un programa radial, Groucho Marx, haciendo de jefe, le dice a su empleado: “no se olvide que el cliente siempre tiene la razón”. Su empleado, entonces, le pre-gunta: “¿eso quiere decir que yo siempre me tengo que equivocar?”.

Freud decía que el trabajo inserta al individuo de forma segura en la realidad y de allí podemos derivar la idea del trabajo como determinante de la inclusión social. Sin embargo, nos pregun-tamos si el mero hecho de tener un trabajo supone per se la inclusión social.
No hay duda, si el contexto es el de altos niveles de desempleo, que la posesión de un trabajo significará un factor central para la inclusión. En todo caso, diré que hay diversos grados de inclusión y pensemos si el mundo laboral actual, en particular el trabajo en las empresas, per-mite y favorece el desarrollo de vínculos intersubjetivos significativos.
Para decirlo de otro modo, podemos distinguir la inclusión social de la inclusión en un “colectivo social”, siendo el colectivo sólo una de las formas posibles de lo social. Esto es, si una organiza-ción promueve la rivalidad, la envidia, la desconfianza, la competencia desenfrenada, afirmaré que, en tales ocasiones, el sujeto padece una inserción social carente de pertenencia a un co-lectivo. El trabajo, entonces, es condición necesaria pero no suficiente para la inclusión social.
Veamos el siguiente ejemplo: en un laboratorio los visitadores médicos (hoy llamados agentes de propaganda médica) están divididos en grupos porque dicen que eso favorece el trabajo en equipo. Cada uno de estos grupos (constituidos por unas 10 personas) tiene como objetivo vender 7.000 unidades por mes y sólo llegando a esa cifra cobrarán el “premio” por rendimien-to. Otra cláusula indica que si alguien vendiera menos de 500 unidades, esa persona no cobrará el premio, aun cuando grupalmente lleguen a las 7.000 unidades vendidas.
¿Qué significa esto? Si yo vendo poco, puedo perjudicar al grupo pues quizás no aporte lo ne-cesario para llegar al objetivo. Al mismo tiempo, si el resto del equipo, a pesar de mis bajas ventas, logra sumar 7.000 unidades, yo no cobraré el premio.
En síntesis: a) en primer lugar, dudosamente podamos reconocer que, en los hechos, haya algo parecido al “trabajo en equipo”; b) por otro lado, el cálculo de ventas y premios muestra que el “perjuicio recíproco” es eficaz, pero no es eficaz la “cooperación”. Si alguien vende poco perju-dica al resto, pero si algunos venden mucho ello no ayuda a los que venden poco.

Para finalizar quisiera referirme a cierto discurso del management. En muchas compañías los gerentes no se llaman gerentes sino “líderes”. Si bien la bibliografía empresarial suele aludir a la personalidad del líder y a la función de éste en la conducción de equipos, en los hechos he ob-servado que, finalmente, el término “líder” no designa tanto un conjunto de atributos valiosos de la persona sino sólo un cargo formal (tal como pueden ser las denominaciones “jefe”, “ge-rente”, “coordinador”, “supervisor”). Es decir, la realidad nos muestra que muchas veces se va produciendo una reducción progresiva de la carga valorativa del término. El problema, pues, no es únicamente que “líder” signifique otra cosa, sino que el término ha perdido su relación con los hechos concretos. Esto es, se “dice” una cosa pero se “hace” otra, tal como previamente aludí al proceso que conduce a creer lo no creíble.
En esta línea podemos identificar un tipo particular de retórica hegemónica en las empresas modernas y que denomino discurso inconsistente del management.
El discurso inconsistente es un discurso vacío, que no representa a quien lo profiere y carece de significatividad. Este tipo de discurso se caracteriza por una dócil adecuación y adaptación del sujeto a lo que considera los intereses o requerimientos del interlocutor del cual depende. Ma-leabilidad, ficción y falta de significatividad son rasgos sobresalientes de este tipo de discurso.
Las características de esta retórica en las organizaciones quedan claramente representadas en otra frase que nos aporta Dupuy: “nadie cree en ello, pero todo el mundo hace como si creye-ra”.
En suma, por un lado, tenemos el componente pragmático encubierto, a menudo con el disfraz de una apelación al amor y a la entrega (a través de lo cual el sujeto va renunciando progresiva y silenciosamente a sus deseos y aspiraciones) y, por otro lado, un discurso inconsistente, no creíble (que puede presentarse bajo la fachada de expresiones ambiciosas y deslumbrantes).
Por ello, creo que es importante y necesario identificar las ocasiones en las que la apelación a la potencialidad del sujeto, el estímulo para la motivación y las estrategias para desarrollar un sentimiento de pertenencia, no cumplen con su objetivo sino que van promoviendo un progre-sivo estado de desvitalización y frustración.

(*) Trabajo presentado en el Simposio “Trabajo e inclusión social: estrategias para la generación de compe-tencias y de salud mental”, del XI Congreso Metropolitano de Psicología (APBA).

viernes, 3 de julio de 2009

La inseguridad y el egoísmo

Sebastián Plut*


El método económico sostiene que una comunidad se compone de individuos racionales y egoístas. De allí se desprenden dos problemas. Por un lado, si este modelo resulta explicativo de las vicisitudes comunitarias y, por otro, cuáles serían las consecuencias de su aplicación (en el marco de las decisiones políticas, económicas, jurídicas).
Según Freud la sociedad proscribe las mociones egoístas y agresivas, no obstante estas forman parte de la constitución humana. Estas pulsiones pueden seguir diversas transformaciones (dirigirse a otras metas, fusionarse, cambiar de objeto, volverse contra la propia persona) pero también pueden simular un cambio y mostrar un altruismo solo aparente. La transformación cabal deriva de dos factores, uno interno (erotismo) y otro externo (compulsión). Sabemos que los medios de los que se vale la cultura (recompensas y castigos) no tendrían por efecto necesario la trasposición antedicha. Puede ocurrir que un individuo, influenciado por recompensas o castigos, se defina por la acción culturalmente buena sin haber mudado sus inclinaciones egoístas en inclinaciones sociales. En tal caso el sujeto sólo será “bueno” en la medida en que tal conducta le traiga ventajas y durante el tiempo que ello ocurra.
El psicoanálisis enumera tres fuentes de sufrimiento: la naturaleza, el propio cuerpo y los vínculos con los otros. Esta última deriva de las normas siempre inacabadas que rigen los vínculos recíprocos en la familia, con el Estado y la sociedad. La regulación de los vínculos impone un freno a la arbitrariedad y a la tendencia a la resolución de conflictos en función de intereses y fuerzas individuales. Precisamente, la violencia dio paso al derecho a partir de reconocer que la unión de muchos contrarrestaba el poder del más fuerte. Claro que allí no acaba el proceso, pues nada cambiaría si la unidad se formara sólo para combatir al más poderoso y se diluyera tras su doblegamiento. El primer paso consiste en cómo se origina la unión, luego cómo perdura y, finalmente, cómo se perpetúa. Todos estos pasos entrañan riesgos en tanto la comunidad se compone de elementos de poder desigual. Por ello, las leyes de esta asociación determinan la medida en que el individuo debe renunciar a la libertad personal de aplicar su fuerza. Freud afirmó que la libertad individual no es un patrimonio de la cultura, más aun, aquella “libertad” fue máxima antes de toda cultura pero carecía de valor pues no se estaba en condiciones de preservarla. En cambio, el hombre de la cultura accede a la renuncia de una porción de placer y libertad a cambio de un trozo de seguridad, seguridad determinada por el tipo de ligazones presentes en un colectivo dado. Pensemos en los fenómenos de pánico colectivo (cuando se pierde todo miramiento por el otro) los cuales no se corresponden con la magnitud de un peligro dado sino con la supresión de las ligazones libidinales que mantenían cohesionados a los miembros.
Solemos hallar, en los medios de comunicación, debates acerca de la falta de políticas efectivas en materia de seguridad, las deficiencias del sistema judicial, etc.; debates que giran insistentemente entre la necesidad o no de un endurecimiento de las penas. Gargarella (1) señala que la visión jurídica dominante concibe individuos fundamentalmente egoístas, en lugar de promover que las personas se sientan “identificadas” con el derecho. La primera orientación (incrementar los castigos frente a los desvíos) transforma el sistema legal en un sistema de premios y castigos que trabaja contra individuos que desearían escapar de su alcance. Cada aumento del delito se vería contrarrestado por un aumento proporcional de las penas, lo cual, presuntamente, llevaría a los sujetos a desistir de la intención de cometer un delito. Finalmente, concluye que esta visión alimenta los aspectos calculadores y egoístas de los individuos sin lograr pacificar la sociedad ni la identificación de los ciudadanos con el sistema legal. Paradójicamente, esta visión del derecho se nutre del egoísmo y se propone como factor de cohesión social.

El valor de la identificación
Podemos distinguir tres tipos de identificación: primaria (con el ideal), secundaria (con el objeto) y por comunidad. Mientras la primera apunta al ser y la segunda al tener, conjeturamos que la tercera corresponde al “ser parte de”. La identificación por comunidad está presente en las ligazones afectivas entre los miembros de la masa. La ontogénesis de la comunidad remite a la identificación del infante con otros niños (por ejemplo sus hermanos) ante la imposibilidad de perseverar en una actitud hostil. Esta formación reactiva impone una primera y rudimentaria justicia que restringe las posiciones de privilegio en el conjunto fraterno. Adviértase que la justicia es ante todo, una restricción de la libertad individual. El sentimiento social, pues, deriva de la transformación de un sentimiento hostil en sentimiento tierno por vía de la identificación, y dicho proceso se consuma por efecto de una ligazón tierna común con una persona situada fuera de la masa.
Por otra parte, Freud dice que el trabajo liga al individuo a la realidad y lo inserta en forma segura en la comunidad humana. De modo similar, señala que la justicia corresponde a la seguridad de que el orden jurídico establecido no se quebrantará para favorecer a un individuo. En suma, el sentimiento de seguridad dependerá más de la acción igualitaria de la justicia que de la magnitud de los delitos. También refiere que la comunidad de intereses –el mercado- no lleva por sí sola (sin contribución libidinosa) a la tolerancia recíproca. El mercado, sin ligazones libidinales ni restricciones del narcisismo, no logra sostener la reciprocidad por más tiempo que la ventaja inmediata que se extrae de la colaboración del otro.
¿Qué lugares puede tener el mercado en el marco de una sociedad? En principio, entiendo que existen al menos tres alternativas: que sea hegemónico, que esté contenido (en el doble sentido de incluido y restringido) o bien que esté excluido. En cada caso, se presentarán conflictos diversos. La primera opción supone su predominio a partir de la entronización del ideal de la ganancia. En el segundo caso, estamos ante una sociedad que antepone la regulación y reunión de las diferencias por sobre la lógica de la competencia entre individuos aislados. Finalmente, si el mercado no está integrado, puede ocurrir que se desarrolle de modo clandestino. Pensamos que el mercado (como espacio natural de individuos racionales y egoístas) no promueve sino identificaciones rudimentarias. Como dicen los teóricos de la acción colectiva, la racionalidad individual conduce a la irracionalidad colectiva.
La formación de la sociedad y las producciones culturales requieren de la ya comentada renuncia pulsional y ello comporta una restricción duradera del narcisismo que deja un inevitable sedimento de hostilidad. Dicha restricción sólo se logra, justamente, a partir de las ligazones libidinosas presentes en la comunidad. Freud dice que la expectativa de que la comunidad de intereses contribuya al desarrollo de la ética fue una expectativa falsa pues los individuos ponen en primer plano la satisfacción de sus pasiones. La cooperación mutua podrá dar lugar a la creación de ligazones amorosas siempre que se sostengan en una meta que vaya más allá de lo meramente ventajoso. Es decir, si aquella meta deriva de aspiraciones sexuales de meta inhibida, las cuales no son susceptibles de una satisfacción directa.
La guerra perfora los lazos comunitarios entre los pueblos enfrentados y deja como secuela una rivalidad enquistada por largo tiempo. Acaso podamos preguntarnos si altos niveles de desempleo o la corrupción extendida y duradera, no promueven efectos similares, claro que ya no entre pueblos en disputa sino al interior de una misma comunidad. Así, la oposición a sujetarse a las normas éticas deriva del debilitamiento ético de los dirigentes. Si la ética en la regulación de los vínculos supone el encuentro de la afinidad en la diferencia, la violencia social (sobre todo cuando es ejercida desde el poder) abole los nexos con lo diverso e intensifica los riesgos disolventes que aspiran a una nivelación descomplejizante. Este liderazgo incrementa su destructividad a medida que pierde legitimidad y su correlato social es la disolución de los vínculos de identificación, la degradación de los ideales colectivos hacia afanes individuales y, consecuentemente, da lugar a la liberación de la agresividad y las luchas fraticidas.
Finalmente, recordemos a Camus cuando en La peste decía que “conocer una ciudad es averiguar cómo se trabaja en ella, cómo se ama y cómo se muere”.

* Doctor en Psicología

(1) “Un derecho penal para una sociedad menos fraterna”, Diario Página/12, 15/04/04.

Sobre las elecciones

Sebastián Plut

Si el voto es una de las prácticas propias de la democracia, no lo es porque el más votado sea, necesariamente, un personaje democrático. Lo diré rápidamente: entiendo que lo que le confiere un sentido democrático al voto es su mínima incidencia. Este rasgo que, para algunos es causa de una vivencia de insignificancia (expresada como apatía) para mí es, precisamente, el que determina su potencia democrática.
Dicho de otro modo, lo que para algunos será “mi voto no mueve la aguja”, para mí significa que “mi poder como ciudadano no debe ser más que una medida restringida”. De hecho, matemáticamente, cuanto mayor cantidad de votos obtiene un candidato, menor es el porcentaje de incidencia del voto de cada uno de los que lo eligió.

Adhiero, pues, a una política entendida como renuncia pulsional ya que la pasión, aun cuando cohesione a cierto número de personas, no parece ser democrática. Si las ma-dres de Plaza de Mayo han resultado ejemplares no ha sido, precisamente, por los ex-abruptos de Bonafini, sino por una búsqueda interminable de justicia sin haber cedido a la injusticia por mano propia.

El concepto de renuncia también se aplica a una teoría sobre la representación política. Suele decirse con creciente malestar que los políticos no nos representan. Es cierto pero, al mismo tiempo, acaso sí sean representativos de algún fragmento intersubjeti-vo específico. Un político podrá ser representante de uno o más sectores del entrama-do psíquico y vincular: nuestros deseos, la realidad o los valores. Podrá ocurrir que un político no represente nuestros ideales pero sí represente nuestros deseos; más aun, que sus acciones subroguen la consumación irrestricta de nuestros procesos desidera-tivos.

Claro que no alcanzará con que alguien subraye “tengo que” (en lugar de “quiero”). A menudo escuchamos personas que (se) dicen “tengo que” hacer tal cosa y luego no lo hacen. Esto es, apelar al deber o al tener que, más de una vez es una forma de sobor-nar al superyó (propio o ajeno) para luego transgredirlo o bien no hacer nada.

La publicidad medicinal solo en una pequeña leyenda nos dice que ante cualquier “du-da” consultemos a un médico. Raro, ¿no? ¿Acaso la duda no debería ser lo primero? Nos persuaden sobre la felicidad en grageas y, en letra casi ilegible, nos recuerdan que podemos (¿conviene?) dudar.

Dudar significa que en la política no es bueno ni necesario que prevalezca nuestra “creencia” sino la “credibilidad” del candidato. Veamos un ejemplo. En un diálogo sobre la religión podemos preguntarle a alguien si “cree” en Dios, hasta que quizá alguien afirme que la pregunta no es si cree en Dios, sino si Dios es creíble.

En un capítulo de Dr. House, una monja intenta describirle –al irónico médico- la hipo-condría de su compañera y le dice que es importante que él sepa que la otra monja (quien llega enferma a la clínica) cree cosas que no son. Dr. House, entonces, le pre-gunta si, acaso, eso no es obligatorio en el trabajo de ellas.

La política, pues, se parece más a la salud que a la religión: no es necesario creer lo que no es.
Cuando era niño, recuerdo que mientras iba en micro hacia el colegio veía leyendas en la calle que decían: “Prohibido fijar carteles”. Para mi ingenuidad e ignorancia infantil “fijar” solo quería decir “mirar”, al punto que interpreté que estaba prohibido mirar los carteles. En el micro, entonces yo miraba de reojo los carteles, con la curiosidad resul-tante de la presunta prohibición pero también con el temor de ser descubierto.
No recuerdo cuántos días después pensé: “no puede ser que pongan un cartel para decir que está prohibido leer los carteles”. Recién salí de la confusión cuando advertí la contradicción.
Digámoslo así: podemos recuperar nuestra lucidez si tomamos nota (y conciencia) de las contradicciones que nos entrampan. Contradicciones entre el ayer y el hoy de un candidato, entre lo que vemos y oímos, entre lo que percibimos y lo que sentimos, etc. Solo estar atentos, las incongruencias se muestran en cualquier esquina. En suma, las promesas y consignas son de los otros, las dudas y el pensamiento son de nosotros.

La pulsión laboral y el desempleo (*)

Sebastián Plut


“No los impelía la necesidad simple del trabajo,
sino la ira impotente de perderlo”
(La caverna, José Saramago)

Introducción

Abordar la desocupación, y en particular sus efectos psicológicos, resulta una tarea compleja por un conjunto heterogéneo de razones. Algunos estudios obtienen conclusiones estadísticas a partir de seleccionar poblaciones según distintos criterios (edad, nivel cultural, género, nivel socioeconómico, etc.). Ello arroja ciertos datos útiles pero que escasamente avanzan más allá de observaciones descriptivas. También se han realizado investigaciones en el campo de la psicología social que toman diversas variables tales como autoestima, identidad, etc. Desde el psicoanálisis se ha estudiado el desempleo como un trauma social a partir del cual se desarrollarían ciertos desenlaces psicopatológicos (depresiones, afecciones psicosomáticas, etc.). Dichos desenlaces ponen en evidencia la singularidad de los sujetos (su estructura anímica previa, su repertorio estilístico, sus recursos, etc.) lo cual complejiza la posibilidad de tipificar los efectos del desempleo como factor patógeno. Por último, cabe señalar que podemos desagregar el fenómeno de la desocupación según se trate de la amenaza (más o menos directa), la pérdida de un trabajo y el estado duradero de desempleo.


Desempleo como contexto psicosocial

Desde la perspectiva económica y social se distinguen “cuatro factores cuyo comportamiento regula en forma inmediata el número y la calidad de los empleos” (Monza, 1993): el crecimiento de la población, la tasa de actividad (población económicamente activa), la evolución histórica del producto interno y la evolución del nivel de productividad. De los dos primeros factores deriva la disponibilidad de mano de obra y de los dos siguientes la generación de puestos de trabajo. Si la expansión de la disponibilidad de mano de obra excede la expansión del número de puestos de trabajo surge la brecha de empleo, que se manifiesta como desempleo (abierto u oculto) y subempleo.
La literatura especializada coincide en presentar los siguientes aspectos del problema. Por un lado, prestan atención al tiempo de desempleo, es decir, cuando la desocupación empieza a establecerse como un estado duradero. También han descripto dos tipos de representaciones sociales sobre las causas del desempleo: estructural, el desempleado percibe su situación como consecuencia de fuerzas sociales, económicas o políticas, ajenas a su voluntad y dominio, y conductual, el trabajador atribuye a sus características personales, su pasado, sus acciones, etc., la razón de su falta de trabajo. Ambas representaciones se ha observado que aparecen de manera secuencial; la estructural al momento de ser despedido y la conductual al momento de buscar trabajo y no encontrarlo.
Algunos autores han considerado una situación paradojal: se trata de una amenaza social, un riesgo para el conjunto de la población, y al mismo tiempo aparece desocializado, pues impone resoluciones individuales, mientras cada vez son más escasas las acciones colectivas y la desprotección social va en aumento.
Castel (1997) examina la “cuestión social”, esto es la capacidad de una sociedad de preservar su cohesión, y realiza un exhaustivo estudio de las transformaciones históricas en la lógica asistencial de los riesgos de la existencia. Preocupado por la presencia cada vez mayor de sujetos en “situación de flotación” en la estructura social, pone el acento en la relación salarial y su progresiva precarización. Para Castel existe una fuerte correlación entre el lugar que se ocupa en la división social del trabajo y la participación en redes de sociabilidad y en los sistemas de protección que cubren al individuo. Estas relaciones le permiten identificar tres zonas: integración (con trabajo estable e inserción relacional sólida), la zona de desafiliación (ausencia de participación en actividades productivas y aislamiento relacional) y una zona intermedia de vulnerabilidad (que conjuga precariedad del trabajo y fragilidad de los soportes sociales). El autor se pregunta en qué podrían consistir las protecciones en una sociedad que cada vez más se torna una sociedad de individuos, siendo el amparo una condición de la cohesión social.
Galende (1997) analiza cómo la caída del Estado Benefactor arrastró las consignas de universalidad, igualdad y equidad, dejando librados los riesgos de la existencia a una cobertura que depende de la capacidad económica del aportante. En tanto prevalecen las leyes del mercado por sobre las de la comunidad, y la lógica del contrato sobre la de la justicia social, los riesgos son para la integración. Cuando Freud plantea el irremediable antagonismo entre las exigencias pulsionales y las restricciones impuestas por la cultura, refiere que la justicia social implica que todos deben contribuir con el sacrificio de sus pulsiones, de manera que la violencia individual (la ley del más fuerte o del mercado) no prime sobre el poder comunitario.
Hemos mencionado ya que la representación social del desempleo de tipo conductual es aquella según la cual se atribuye a causas personales (historia laboral, formación, actividad gremial, etc.) el estado de no trabajo. Diversos autores han reparado en ella y examinado sus razones reconociendo allí, en parte, el proceso de desocialización de la problemática laboral. Este proceso se conoce como “juicio de autoculpabilización retrospectiva” y “victimización secundaria”. Un criterio pertinente es diferenciar causas y efectos del desempleo, pues a los fines de la comprensión psicopatológica resulta tan errónea la culpabilización como la pura y compasiva victimización.
Los altos niveles de desempleo han llevado a algunos autores a pensar el problema en términos de la prescindencia del hombre, de una gran masa humana sobrante. Otros (Méda, Racionero) han orientado su examen en función de la prescindencia del trabajo, en tanto el trabajo ya no conservará su centralidad como organizador social.
Racionero (1983) propone un cambio de mentalidad que supere la lógica protestante del trabajo y recupere la tradición del otium cum dignitate. Para el autor el crecimiento económico continuo es una enfermedad y no un éxito, pues toda fuerza, aunque beneficiosa inicialmente, se torna nociva y de signo opuesto si se aplica indefinidamente. En este sentido, opone al “más de lo mismo” (incremento cuantitativo) el desarrollo cualitativo (aumento de calidad y complejización social). Curiosamente el afán económico (como fin absoluto) genera cada vez más pobreza, mientras que para el autor se trata de incluirlo en el seno de una cosmovisión ecológica. Ello implica, desde el punto de vista de la comunidad, despertar el “poder de renunciación”, inverso al poder de la riqueza más desempleo. Dice: “El mundo de la escasez a nivel material es el mundo del miedo a nivel psicológico y el mundo de la autoridad a nivel social. La escasez engendra miedo, que justifica el autoritarismo” (op. cit., pág. 23).
En los estudios psicosociales hay dos modelos frecuentemente utilizados. Uno es la Teoría de la Privación (Jahoda) que parte de considerar aquello que el trabajo brinda (organización temporal, vínculos exogámicos, objetivos trascendentes e identidad social) y desde allí investigar qué provoca el desempleo, de qué priva al individuo. El otro modelo es el que describe el proceso psicosocial que transita el desempleado: shock, búsqueda activa, pesimismo y fatalismo. Esta secuencia también se conoce como Síndrome del desocupado (negación, angustia y resignación). La edad aparece como un capítulo particular, ya sea que consideremos el grupo etáreo central (adultos), la vejez o el desempleo juvenil (final de la adolescencia).
En nuestro medio, uno de los autores que ha encarado el estudio de las consecuencias psicosociales del desempleo es Malfé. En su libro Fantásmata examina cuatro formas de representación del trabajo (arcaica, tradicional, moderna y flexible) cuya prevalencia de una u otra en cada quien (si bien se presentan como mentalidades yuxtapuestas) determina las configuraciones y repercusiones subjetivas de la desocupación. En otro texto (Galli y Malfé; 1996) se detienen en los conceptos de conflicto y crisis. Por un lado los diferencian entre sí (las crisis son más globales y duraderas que los conflictos). Por otro, categorizan tres tipos de crisis: previsibles (por ejemplo, adolescencia, jubilación, etc.), previsibles pero no datables por anticipado (fallecimiento de progenitores, por ejemplo) y posibles pero no previsibles (accidentes, despidos, etc.). Finalmente establecen tres parámetros para considerar el valor potencialmente patógeno de una crisis. No será patológica mientras no altere la capacidad de transformar y transformarse activamente, se conserve la percepción del sufrimiento como parte de la vida y con un sentido y permanezca la capacidad de imaginar.
Todo ello nos recuerda las afirmaciones de Freud según las cuales el trabajo constituye un elemento de valor en la salud y la economía psíquica, en tanto liga con firmeza al individuo a la realidad y es una vía privilegiada para las transformaciones auto y aloplásticas.
En el próximo apartado examinaré el concepto de trabajo desde la perspectiva psicoanalítica. A partir de construir la noción de pulsión laboral podremos conocer en detalle la dinámica y función del trabajo en lo psíquico, su metapsicología, que constituye una parte del fundamento requerido para comprender la dimensión subjetiva de la desocupación.


La pulsión laboral

Tal vez sorprenda al lector la referencia a una pulsión laboral. Pues bien, creo que resulta pertinente teórica y clínicamente la construcción de dicha noción. Desde la perspectiva del concepto genérico de pulsión recordemos que para Freud se trata de una exigencia de trabajo para lo psíquico. De manera que si nos preguntamos qué es trabajo desde el punto de vista psíquico, la respuesta inicial aparece con la definición de pulsión. Freud también caracteriza a la pulsión como motor del desarrollo. En cuanto al atributo específico (“laboral”), entiendo que se trata de la conjugación de mociones libidinales, egoístas y agresivas que se plasman en la actividad productiva. En rigor tomamos la pulsión laboral como un derivado de otra pulsión compuesta, la pulsión social, “que acaso no sea originaria e irreductible” (Freud; 1921, pág. 68), en tanto se despliega en el mundo del trabajo.
La noción de pulsión social (junto con sus conceptos relacionados) resulta de gran valor para pensar tanto los problemas clínicos (sobre todo aquellos referidos a la intersubjetividad) como las vicisitudes institucionales y, en particular, lo relativo a la organización del trabajo. En distintos textos Freud (1911, 1921) se ha ocupado de la pulsión social para referirse a una inclinación descomponible en elementos egoístas (autoconservación), eróticos (libido homosexual) y agresivos. Dice Freud: “las aspiraciones homosexuales se conjugan con sectores de las pulsiones yoicas para constituir con ellas, como componentes apuntalados, las pulsiones sociales, y gestan así la contribución del erotismo a la amistad, la camaradería, el sentido comunitario y el amor universal por la humanidad” (Freud; 1911, pág. 57). “El sentimiento social descansa en el cambio de un sentimiento primero hostil en una ligazón de cuño positivo” (Freud; 1921, pág. 115). La actividad laboral sostenida en la pulsión social, entonces, es un método apto para orientar la hostilidad en el sentido de lo útil (Plut; 2000).
Dejours es uno de los autores que más ha desarrollado una concepción psicodinámica del trabajo. Inicialmente inauguró la corriente denominada Psicopatología del Trabajo, que fue definida como “el análisis del sufrimiento psíquico resultante de la confrontación de los hombres con la organización del trabajo” (Dejours; 1998, pág. 24). Luego, extendió los alcances de su investigación y su abordaje y optó por la denominación de Psicodinámica del Trabajo, cuyo objeto es “el análisis psicodinámico de los procesos intersubjetivos movilizados por la situación de trabajo” (op. cit.; pág. 24).
En esta orientación toman como base un hallazgo de la ergonomía según el cual existe un desfasaje irreductible entre la tarea prescrita y la actividad real de trabajo. La organización del trabajo no es estrictamente sufrida por los trabajadores pues todas las prescripciones y consignas se reinterpretan y reconstruyen. Lo central de los problemas estudiados por el análisis psicodinámico de las situaciones de trabajo deriva, justamente, del desconocimiento (e incluso la negación) de las dificultades concretas que los trabajadores deben encarar debido a la imperfección irreductible de la organización del trabajo.
Desde esta perspectiva, entonces, el trabajo es la actividad desplegada por los hombres y las mujeres para enfrentar lo que no está dado por la organización prescrita del trabajo. Esta visión los lleva a cuestionar la división tradicional entre trabajo de concepción y trabajo de ejecución, en tanto todo trabajo siempre es, al menos en parte, de concepción. El trabajo es el fragmento humano de la tarea, del proceso, ya que se requiere allí donde el orden tecnológico y de las máquinas es insuficiente.
La perspectiva freudiana del trabajo no ha sido tan desarrollada y es, precisamente, la que hace ya casi una década vengo investigando y aplicando. Desde esta línea de pensamiento nos encontramos con un conjunto de ideas de Freud que no han recibido la necesaria atención. La escasa literatura psicoanalítica sobre esta temática está orientada a problemas organizacionales con tenues consideraciones sobre la subjetividad. Quiero destacar, no obstante, los aportes de Maldavsky (2000), Malfé (1994) y Menninger (1943).
Curiosamente, en ocasión de definir la salud y las metas del tratamiento psicoanalítico, Freud distingue dos terrenos de pertinencia: el amor y el trabajo. También señala que ninguna acción une al individuo tan firmemente a la realidad como el trabajo, este lo inserta en la comunidad humana y regula sus vínculos y la distribución de bienes. En síntesis, pensar la actividad laboral desde el punto de vista psicoanalítico supone considerar el valor del trabajo en la economía psíquica, la importancia de la actividad en su relación con la naturaleza y su función en las relaciones intersubjetivas.
Algunos autores de orientación freudiana han puesto el acento en el concepto de sublimación. Menninger (1943) señala que el trabajo es una forma particular y privilegiada de la sublimación. Para este autor el yo tiene que dirigir no solo los impulsos sexuales sino también tendencias agresivas. Si las mociones eróticas dominan lo suficiente, el resultado será una conducta constructiva; si los impulsos agresivos dominan, el resultado será una conducta más o menos destructiva. De todos los métodos disponibles para orientar las energías agresivas en una dirección útil el trabajo ocupa el primer lugar.
En El malestar en la cultura Freud (1930) examina la oposición entre las exigencias pulsionales y las restricciones impuestas por la cultura, de lo cual deriva una triple fuente de sufrimientos: del cuerpo propio, del hiperpoder de la naturaleza y de los vínculos con los otros. En ese mismo texto, así como en Tipos libidinales (1931), plantea de forma sintética un modo de categorizar los estilos individuales: narcisista, de acción y erótico; según predomine la libido narcisista, la pulsión de dominio o la pulsión sexual.
La satisfacción en el trabajo, entonces, puede estar relacionada con el reconocimiento que se obtiene, o bien puede relacionarse con el producto (un artesano con su obra), o bien puede derivar del placer por la cooperación.
Dejours (1998) toma el triángulo de Sigaut (en relación con la dinámica de la identidad), cuyos vértices son Real - Ego – Otros y lo adapta según la psicodinámica del trabajo: Trabajo – Sufrimiento – Reconocimiento. Si extendemos un poco más estas tres dimensiones podemos establecer diferentes correlaciones.
Por ejemplo, la dimensión de la actividad, se orienta hacia la naturaleza, supone el estilo de acción, comprende la pulsión de dominio y la satisfacción está dada por la obtención de un producto, un resultado. El sufrimiento, en cambio, remite a la dimensión del sujeto, en virtud de su cuerpo y su psiquismo. Asimismo, refiere al estilo narcisista, sostenido en la libido narcisista y la autoconservación, en tanto la satisfacción deviene por el reconocimiento. Por último, la dimensión organizacional (o institucional) supone un eje centrado en los vínculos, requiere del estilo erótico, cuya pulsión en juego es la sexual y la satisfacción se alcanza por la cooperación.

Por último, para cerrar este apartado sobre la noción de trabajo, apuntemos que para Freud la actividad laboral:
- Permite procesar la hostilidad fraterna, libido homosexual, libido narcisista, pulsión de apoderamiento o dominio.
- Constituye un escenario en que pueden desplegarse sentimientos de injusticia, celos, envidia, furia (por obedecer a una realidad contrapuesta al principio de placer).
- Cuestiona los vínculos adhesivos (que se acompañan de una falta de investidura de atención dirigida hacia el mundo).
- Permite desarrollar los sentimientos de pertenencia, la ambición y la creatividad.
- Es un modo de desarrollar los vínculos exogámicos, buscar reconocimiento social y lograr una independencia orgullosa respecto de la autoridad de los progenitores.


Duelo y trauma del desempleo

Sin duda uno de los problemas sobre el que pivotean muchas observaciones es el tipo de duelo que exige el desempleo. A quien ha perdido su trabajo se le impone la necesaria elaboración por aquello que se tuvo, según la lógica que Freud advierte: examen de realidad, clausura, sobreinvestidura y desasimiento (Freud; 1915). El examen de realidad muestra la ausencia del objeto y exhorta a sustraer la libido de sus nexos con él. Este proceso se ejecuta no sin cierta repulsa y se va consumando pieza por pieza con un gran gasto de tiempo y energía. “Cada uno de los recuerdos y cada una de las expectativas en que la libido se anudaba al objeto son clausurados, sobreinvestidos y en ellos se consuma el desasimiento” (op. cit.; pág. 243) (la negrita es mía). Creo que podemos subrayar no solo los cuatro pasos del proceso de duelo sino, además, rastrear el destino de los recuerdos, por un lado, y de las expectativas, por otro. Tengo la impresión de que la finalización relativa del proceso surge de la desinvestidura (aunque sea parcial) de los recuerdos y el deslinde de estos últimos de la investidura de expectativas. Ello permitirá la búsqueda e investidura de objetos sustitutos.
Asimismo cabe preguntarse, en el marco de las dificultades del mundo laboral, acerca de la naturaleza de lo perdido. Puede ocurrir que uno pierda el trabajo, pero también puede suceder que lo perdido sea un compañero a quien han despedido o bien un cierto clima o formas de trabajo (por cambios organizacionales, restricciones económicas, etc.). En el caso de las llamadas reestructuraciones, cuando muchos de los que trabajan “quedan en la calle” pero al menos por un tiempo no le ha tocado a uno, suelen entrar en pugna intensos sentimientos de culpa (e identificación con los que han quedado afuera) con las investiduras narcisistas y egoístas que permiten sustraerse del destino de lo perdido.
La magnitud en aumento del problema, en cuyo horizonte se lo visualiza como irreversible, impone un sesgo peculiar al duelo por el trabajo perdido. Se trata de un duelo casi imposible, un duelo ya no por algo que hemos tenido, sino por lo que no vamos a tener. Un futuro cuyo problema no es la incertidumbre sino la desesperanza, la falta de metas, duelar lo que no va a ser. Progresivamente se va desarrollando un proceso de descomplejización que va sustituyendo la dinámica de la esperanza por un apego desconectado y la resolución por vía del circuito según el modelo del arco reflejo.
También debemos considerar el valor funcional y/o negativo de la vergüenza. He observado, en pacientes que se encuentran sin trabajo, que el sentimiento de vergüenza puede aparecer ligado al estar desocupados o bien al hecho de tener que buscar un empleo. Aquellos en quienes la vergüenza deviene de estar desempleados tienen mayor posibilidad de investir la nueva búsqueda. En cambio, quienes se avergüenzan de buscar manifiestan un sentimiento de injuria narcisista ante la posibilidad, por ejemplo, de ser vistos mientras leen avisos clasificados. Incluso, y llamativamente, les sucede aun estando solos en sus casas. Se van replegando en un estado de apatía y furia (con cierta megalomanía) en el cual va desapareciendo el sentimiento de vergüenza. Cuando Freud diferencia el duelo y la melancolía señala, como uno de los observables, la falta de vergüenza en la segunda. En algunos casos se evidencia la rabia por tener que acatar una realidad, en otros aparece más la tendencia a la autodenigración. Parafraseando a Freud podríamos decir que en ellos la sombra del trabajo cayó sobre el yo.
En lo que sigue presentaré una visión del desempleo a partir de considerarlo como una incitación exógena traumática. Con ello destaco del conjunto de hipótesis freudianas aquellas que permiten reconocer y comprender lo social y la realidad como una fuente de estimulaciones insoportables. Al mismo tiempo este recorte supone dejar de lado numerosos problemas. Menciono solo algunos de los temas que no consideraré aquí: la producción psíquica de lo social y la significatividad especifica y singular del desempleo. También omito desarrollar lo que he dado en llamar la dinerización de la libido (en contraposición a la libidinización del dinero), caracterizada por lo cuantitativo, en procura de un aumento constante de la tensión, la resolución vía alteración interna y el trastorno de la autoconservación. Al principio de este artículo he planteado la complejidad de abordar un examen de los efectos psíquicos del desempleo. En parte, tal complejidad deriva de las múltiples perspectivas teóricas y metodológicas así como de los diversos aspectos que pueden ser considerados. Pero también debemos incluir, entre las razones de la complejidad, nuestra particular implicación en el contexto social. Puede ocurrir que estemos implicados más o menos directamente: estar uno sin trabajo, o bien que un familiar o amigo atreviese esta situación; puede suceder que instituciones de las que formamos parte o hemos sido miembros atreviesen períodos de deterioro (más o menos definitivos). También quedamos implicados según nuestra postura respecto de la injusticia y la desigualdad.
En este marco delimitamos tres parámetros para pesquisar la dimensión y alcance traumático del estado social de desocupación: la posibilidad de desarrollo subjetivo (nexos con lo diverso), cómo y hasta donde se ve trastornada nuestra cotidianeidad y la relación entre incitación exógena y coraza de protección antiestímulo. Este último punto conviene explicarlo brevemente. Freud distingue dos tipos de estímulos externos insoportables. Uno de ellos perfora la coraza de protección y promueve un estado de dolor que impone una redistribución energética para contornear la zona de intrusión, neutralizar su efecto y lograr el restablecimiento. También puede ocurrir que el estímulo arrase con la coraza de protección resultando imposible, al menos temporalmente, el esfuerzo de restablecimiento.
Estas hipótesis pueden complementarse con aquellas que Freud expuso sobre los dos tipos de trauma y combinan el vector de la intensidad con el de la frecuencia. En efecto, Freud afirmó que existen traumas derivados del impacto de un solo golpe y aquellos que resultan de la sumación de incitaciones menores. Tal diferencia podría corresponder a los casos de despido y amenaza cotidiana respectivamente.
Hemos observado que la amenaza de perder el trabajo puede potenciar la disposición a la adicción al trabajo como forma de procesar los componentes persecutorios y celotípicos. También puede ocurrir que se desplieguen tendencias inversas, tales como los vínculos adhesivos y una postura acreedora.


Gonzalo

Gonzalo consultó aproximadamente a los 24 años en un estado de inactividad generalizada. En aquel momento había terminado una relación de pareja, no estudiaba ni trabajaba. Sus días transcurrían despertándose hacia el mediodía y durante la tarde pasaba horas mirando el movimiento de la Bolsa en un canal de televisión por cable. En aquel momento trabajamos sobre su desconexión de la realidad, a la cual sustituía por una suerte de apego a la televisión (que luego, como veremos, se desplazó a la PC y el teléfono en su trabajo). Tal desconexión se consumaba a través de la proyección de su propia motricidad. En lugar de realizar acciones, miraba como variaba la cotización de las acciones, de las cuales quedaba suprimida la cualidad.
Unos meses más tarde comenzó a trabajar en una empresa de telefonía. Su tarea, en el sector de atención al cliente, se desarrollaba de lunes a sábado de 16 a 24 hs. con un teléfono y una PC, y consistía en recibir telefónicamente todo tipo de demandas, reclamos y quejas de los clientes. Todo esto debía desarrollarse con un alto grado de eficiencia en cuanto a la resolución del problema y la rapidez de la respuesta. Toda la información, sea del llamado del cliente, cuanto de la acción del operador, consta en la PC para ser controlada por un supervisor. A ello se le sumaba el requerimiento de un mínimo de 86 llamados diarios que debían ser atendidos y resueltos. No obstante, los operadores eran “alentados” a superar dicho mínimo. Si bien se les otorgaba un plazo inicial de 3 meses (previa capacitación) para superar los 86 llamados, Gonzalo optó por intentarlo desde el comienzo, logrando ya el primer mes resolver adecuadamente un promedio de 125.
Gonzalo, que para ese momento había iniciado sus estudios universitarios en comercialización, se mostraba muy entusiasmado con la organización e intensidad de la tarea, a pesar de prever dificultades horarias en su próxima inscripción en la facultad. Parte del entusiasmo de Gonzalo derivaba de un supuesto trabajo en grupos coordinados por un “líder”. Llamativamente, cuando describía la dinámica de su tarea lo grupal no aparecía más que en las comparaciones competitivas sobre la eficiencia de cada uno, estando toda su jornada en relación con su teléfono y su PC. Por otro lado, refería que recurrentemente (sobre todo los sábados) soñaba con la empresa (sueños en los que el contenido estaba ligado a la exigencia del trabajo) y se despertaba dos o tres veces por noche. Los domingos (único día franco) no podía dejar de pensar en el trabajo pendiente. Incluso algunos domingos concurría “voluntariamente” a terminar algunas tareas. Gonzalo mostraba intensos sentimientos de culpa respecto, por ejemplo, de no poder aumentar la cantidad de llamados. En una ocasión, por su temprano buen rendimiento, su líder le asignó una tarea que habitualmente se le pedía a quienes trabajaban hacía más de tres meses. Como no pudo realizarla correctamente su evaluación fue: “le fallé a mi líder”.
Dos años después, cuando Gonzalo ya había accedido a la posición de líder, la empresa comenzó un fuerte proceso de reestructuración a partir del cual despidieron a gran cantidad de empleados, modificaron el sistema de remuneraciones (redujeron significativamente los premios por productividad) y se desarrollaron cambios en la forma de trabajar (ritmos, líneas de mando, etc.). Ello nos permitirá observar como se ensamblan las vicisitudes subjetivas con las injusticias y el desamparo institucional.
Gonzalo cuenta que diariamente se refieren a la compañía como Expedición Robinson (en alusión al programa televisivo en el que se desarrolla una competencia primero entre dos grupos, de los cuales se van eliminando sus miembros, hasta que en un momento la competencia se desarrolla entre los que van quedando, ya no por grupos). La metáfora utilizada, entonces, contiene los siguientes componentes: un sistema de vida precario, competencia feroz, eliminación de unos por otros, y, según lo decía Gonzalo, “alianzas y solidaridad que en el fondo son débiles y ficticias”. Luego de una sucesión de despidos (“las bombas caen cada vez más cerca”) la superior inmediata de Gonzalo le anuncia que ya “no hay más despidos”. A los pocos días ese anuncio se vio desmentido por la realidad, pues hubo más y más despidos. El argumento de ella fue “no se los podía decir, porque si no ¿cómo se iban a sentir?”.
En cuanto a los objetivos diarios de llamadas atendidas, en virtud de que los sistemas de respuesta automática se fueron sofisticando, se redujo lo requerido. Así como antes los operadores intentaban superarlo ahora “se aspira a no pasarlo” porque ello podría eliminar puestos de trabajo, “el objetivo, ahora, no es crecer sino sobrevivir”. Por momentos Gonzalo se consuela pensando que “el barco no se va a hundir”, con lo cual intenta no solo consolarse sino recuperar algo de aquella idealización por la empresa mediante la cual quedaba fusionado con ella. No obstante, rápidamente se encuentra ante una contradicción: “uno pasa a quedar ubicado en el lugar del que remando no ayuda sino que hunde”. Contradicción que le permite diferenciarse de la empresa (él no es el barco) pero que lo introduce en una batalla con sus compañeros (¿quién quedará remando y quienes no?). “Ahora no tenemos que superar los objetivos porque eso quita un puesto de laburo, así que todo lo que aprendí de motivación, valor agregado, ya no sirve. Están los que desde la rivalidad van a trabajar más, pero no para superarse sino para poder quedarse eliminando a otros. Me cambiaron la empresa, antes éramos los que crecíamos hasta el infinito, ahora volvimos a ser una empresa del Estado”. Cada equipo estaba conformado por 10 operadores y un líder (actual puesto de Gonzalo). Cuando echaron a un líder los 10 operadores de ese grupo fueron redistribuidos en los otros equipos, situación que le da a Gonzalo un cierto “respiro”, pues ahora tendrá la “oportunidad” de que echen a dos o tres de su grupo sin que aun haga falta echarlo a él.


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(*) Publicado en Actualidad Psicológica, N° 293, 2001.