Variaciones sobre lo institucional
Sebastián Plut
Introducción
La ineludible combinación entre el azar y ciertas inquietudes personales me fue acercando, en mi desarrollo profesional, al trabajo con (y sobre) instituciones. Convocado bajo denominacio-nes diversas (analista institucional, supervisor o asesor) guardo una variada experiencia con organizaciones de diferente tipo (asistenciales, profesionales, etc.) aunque habitualmente desde una posición de cierta extraterritorialidad.
Gracias al esfuerzo de quienes nos precedieron y plasmaron sus hipótesis en textos y, también, por decantación de la práctica misma, pude comprender fenómenos complejos y definir las formas de intervención que creí adecuadas. Por ambos caminos obtuve respuesta a muchas preguntas, en tanto otras persisten pulsionando. Al mismo tiempo, advierto que coexiste un proceso inverso, a saber, que el recorrido hecho proporciona una serie de respuestas a la bús-queda de un conjunto de interrogantes.
En lo que sigue, entonces, expondré algunas de las reflexiones que fueron emergiendo en mí a partir de la experiencia mencionada. No me centraré en conceptos teóricos o desarrollos de otros autores, aunque tampoco deseo describir meramente los hechos empíricos. Más bien, pretendo desarrollar mis propios pensamientos clínicos, que se encuentran a mitad de camino entre las abstracciones generales y las manifestaciones concretas.
Interrogantes para una apertura
Quienes trabajamos en el marco del psicoanálisis institucional contamos con una profusión de teorías que dan cuenta acabadamente de problemas tales como la estructura de una organiza-ción, la demanda o motivo de consulta, la dinámica intersubjetiva, el malestar institucional, las relaciones entre del ideal del yo y el líder, etc. (Bion, 1972; Bleger, 1966, 1970; Dejours, 1998; Enriquez, 1989; Fornari, 1989; Freud, 1913, 1921; Fustier, 1989; Jaques y Menzies, 1960; Kaës, 1989, 1998; Kernberg, 1998a, 1998b; Lourau, 1988; Maldavsky, 1991, 1996; Mendel, 1993; Pagés, 1980; Pinel, 1998; Roussillon, 1989).
La enumeración precedente tiene por objeto no solo la referencia bibliográfica de rigor, sino expresar mi reconocimiento a tales autores y relevarme de la necesidad de exponer cada una de sus ideas. Prefiero, más bien, subrayar algunos interrogantes que no me resulta sencillo responder en cada ocasión en que soy consultado desde una institución. Entre ellos, por ejem-plo, suelo preguntarme cuál es el grado de analizabilidad –y cómo definirla- de una institu-ción. Los criterios que definen la analizabilidad de un caso, sabemos, no son estáticos, sino que se han ido modificando con el tiempo. En efecto, Freud sostuvo que ciertas patologías queda-ban por fuera del análisis así como también se preguntó si los niños serían analizables o bien si convenía analizar gerontes dada su pérdida de plasticidad psíquica .
El complemento de este interrogante es la pregunta sobre las metas u objetivos. Algunos autores, por ejemplo, propusieron que la finalidad del trabajo institucional consiste en despejar factores de la psicodinámica subyacente de modo tal que no interfiera en el cumplimiento de los objetivos manifiestos que se plantea la organización. Sin embargo, sin descartar ese proyec-to, podemos formular dos comentarios al respecto. Por un lado, encontramos un número de instituciones que despliegan las acciones necesarias para alcanzar sus fines y, aun así, prevale-ce un malestar creciente. Quizá, entonces pueda redefinirse dicho objetivo: cómo lograr que una organización procure sus fines sin un alto costo anímico de sus miembros. Por otro lado, aun reconociendo como válida aquella meta, veremos que no resulta lo suficientemente especí-fica.
En el contexto del trabajo clínico, Freud planteó una variedad de objetivos: que el sujeto recu-pere se capacidad de amar y trabajar, levantar represiones, suprimir síntomas e inhibiciones, que donde ello era advenga el yo, etc. Lejos de constituir propuestas excluyentes o contradicto-rias, cada una de ellas supone un nivel epistemológico distinto. Mientras recuperar la capacidad de amar y trabajar corresponde al nivel de las metas prácticas, la supresión de síntomas e in-hibiciones es inherente a las metas clínicas y levantar represiones, por ejemplo, pertenece al nivel de las metas teóricas. Hecha esta distinción, pues, se plantea que el programa clínico comprende la articulación del conjunto.
En el caso de las instituciones, y tomando el objetivo expuesto, que una organización pueda alcanzar sus fines sería equivalente a la recuperación de la capacidad de amar y trabajar. Con ello restaría definir las metas concernientes al nivel teórico, lo que nos llevaría a explorar el nexo entre institución y mecanismos de defensa.
En continuidad con lo anterior, nos formulamos un tercer interrogante: ¿conviene pensar las instituciones desde el modelo de la psicopatología? En todo caso, ¿la psicopatología institu-cional se corresponde con la psicopatología singular? Posteriormente, volveré sobre este punto cuando desarrolle lo que llamé “terrenos de pertinencia”. Por ahora, digamos que aun cuando, por ejemplo, pensemos el componente paranoide o las ansiedades psicóticas en las institucio-nes (Jaques y Menzies, 1960; Kernberg, 1998a) ello no coincide necesariamente con la presen-cia de tales patologías en uno o más de sus miembros. O bien, a pesar de la probabilidad de concurrencia, las estrategias y objetivos diferirán ya se trate del caso singular o se trate de un tipo de agrupamiento.
Para finalizar este apartado, pensemos en un cuarto interrogante derivado de los precedentes. ¿Cómo pensar la evolución clínica de una institución? ¿Qué factores ponderamos o qué pa-rámetros podemos tomar para decidir que el trabajo en una institución ha visto algún tipo de progreso?
Explicando el título
El título del presente artículo (El resto que piensa) pone de manifiesto un fragmento de mi pro-pio trabajo psíquico durante uno de los tantos encuentros quincenales con docentes y terapeu-tas de una institución. Se trata de una institución dedicada a la atención de niños autistas y en ella trabajan psicólogos, fonoaudiólogos, terapistas ocupacionales, kinesiólogos, psiquiatras, musicoterapeutas y docentes.
La escena, brevemente, fue la siguiente: luego de que una docente cuente un episodio de vio-lencia entre ella y el director de la institución, pregunté a todos: “¿El resto qué piensa?”. Inme-diatamente pensé en la palabra “resto” y registré –en mí- una sensación de desagrado por diri-girme de ese modo al conjunto de personas que estaban allí. Por un instante imaginé que al-guien podría suponer que aquella palabra tenía un sentido despectivo (como si los estuviera tratando de deshecho). Posteriormente –en parte por una cadena asociativa personal pero también en función del relato sobre el episodio de violencia- intuí que mi propia pregunta con-tenía algo más que la invitación a la asociación libre. Fue en ese momento que transformé la pregunta en una afirmación –tal como aparece en el título- y ya finalizada la reunión entendí que el “resto” correspondía a lo no expresado, lo no elaborado y que, a su vez, incitaba al pen-samiento colectivo. Claro que aquello no expresado o no elaborado, no siempre encuentra cabi-da en el pensamiento (en ocasiones resulta no tanto de lo impensado sino de lo impensable), no siempre logra un grado de figurabilidad psíquica tal que permita su circulación y tramitación intersubjetiva. Más aun, episodios de violencia como el que la docente relató, así como situa-ciones de apatía generalizada, entre otras, ponen de manifiesto –precisamente- los efectos de un resto enquistado, coagulado.
Sin llegar a configurar un concepto, la idea del resto abreva en los desarrollos de otros autores, tales como los elementos beta (Bion, 1972), el sincretismo (Bleger, 1970) y los espacios y tiem-pos intersticiales (Roussillon, 1989).
La existencia del resto, pues, constituye un supuesto de inicio, un punto de partida; es decir, considero que su presencia no resulta de una contingencia. Sin embargo, en cada caso institu-cional hallaremos tres dimensiones en las cuales se verifican sus variaciones. Para decirlo rápi-damente, el diagnóstico de una institución comprende la detección de los modos de producción, tratamiento y resolución de sus restos. A su vez, examinamos la posición de estos últimos según sean hegemónicos, estén contenidos o bien, excluidos. En el primer caso (hegemonía) los restos no elaborados son prevalentes en la dinámica institucional, a partir de lo cual abundan sucesos que oscilan entre la violencia y la indiferencia extrema . La segunda al-ternativa remite a la contención en un doble sentido: los restos están incluidos y acotados. Aquí se los identifica y reconoce, no llegan a vulnerar masivamente los procesos internos y se procu-ra alguna alternativa de elaboración. Finalmente, la exclusión se ubica en el contexto de las hipótesis sobre el clivaje, es decir, en la tentativa de expulsar –como si lo propio fuera ajeno- aquello que resulta amenazante, desestructurante. La espacialidad así constituida se organiza como un exterior, en ocasiones coincidente con el afuera institucional y en ocasiones como un exterior interior. Recuerdo una institución en la cual la apertura concreta de la puerta que daba a la calle era correlativa de severos conflictos, como si desde el exterior acechase un peligro imposible de afrontar.
Otro ejemplo se advierte en la novela El nombre de la rosa, de Umberto Eco, en relación con el lugar diferencial que el libro sobre la risa de Aristóteles tenía ya sea para Guillermo, ya sea para Jorge. Mientras que para el primero consistía en un objeto que debía circular y sobre el cual cabía una reflexión crítica, para el segundo suponía un objeto abominable que debía ser exclui-do de su circulación, si bien curiosa y paradójicamente, quedaba conservado secretamente en algún lugar de la enigmática biblioteca (González, 1998; Maldavsky, 1991).
Veamos otro ejemplo ocurrido en una sesión de trabajo con un grupo de profesionales que trabajan en una sala de internación pediátrica. Una de las personas allí presentes aludió a su cansancio por la cantidad de tareas que debía realizar y su angustia por no poder decir que no a nada de lo que se le solicitaba. Asimismo, decía que entre tales tareas, sentía que muchas no le correspondían, como por ejemplo, darle de comer a la gata. En ese momento, le pregunté qué pensaba que ocurriría si un día no le daba de comer a la gata y respondió que no pasaría nada. Luego, le pregunté qué pasaría si no le daba de comer dos días y no pudo emitir palabra e, incluso, nadie más pudo decir nada sobre ello. Al finalizar la reunión, cuando ya estábamos de pie, otra persona, en broma, dice que había que ir a darle de comer a la gata porque si no se iba a morir. Cabe agregar que entre el comentario inicial y la broma final, los profesionales transitaron por varios temas institucionales, en una combinación de queja y monotonía, entre los cuales resaltó el comentario de la nutricionista que se quejaba (y sospechaba) de que los pacientes no recibían la ración de leche diaria que ella estipulaba. La nutricionista decía que, según le informaban, cuando un chico no tomaba la cantidad de leche indicada podía ser, por ejemplo, porque ese paciente estaba con diarrea. Por otro lado, la nutricionista revelaba la for-ma en que advertía la cantidad de leche distribuida: lo hacía mirando cuántos saché de leche había en el tacho de basura. A la luz de los desarrollos de Roussillon (op. cit.) podemos conje-turar que la “broma” sobre la gata pudo ser expresada sólo en un tiempo intersticial, es decir, en el tiempo no estructurado de la reunión, mientras que la información que recogía la nutricio-nista correspondía a un tipo de espacio intersticial: el tacho de basura. Los contenidos no elabo-rados, entonces, remitían a la angustia por la muerte de los pacientes, incluidos quizá los pro-pios deseos homicidas .
En términos de Freud el resto puede enlazarse también con el concepto de masoquismo, en-tendiendo que éste puede adquirir expresiones y significaciones diversas. Es decir, aquello que resulta displacentero podrá ser semantizado de forma heterogénea, no obstante su contenido siempre tendrá el valor de algo dañoso y un efecto sufriente.
Para finalizar, deseo hacer un comentario sobre el concepto de masoquismo. Considero que, sin lugar a dudas, es uno de los conceptos más relevantes y significativos de la obra freudiana. Desde el punto de vista teórico, constituye una piedra fundamental de la metapsicología y de la psicopatología; desde el punto de vista clínico permite comprender no sólo el sufrimiento de un sujeto (o del malestar en una institución) sino que también permite entender ciertos obstáculos en quienes desarrollan su actividad laboral con personas sufrientes. Se ha escrito mucho, por ejemplo, sobre la contratransferencia (erótica u hostil) y cómo aquélla incide perturbando la abstinencia o la neutralidad del analista. Puedo agregar que tanto para el analista, cuanto para diversos profesionales (por ejemplo, los que trabajan con pacientes discapacitados, autistas, etc.) he advertido la eficacia que puede tener la tendencia a desconocer (o desmentir) el masoquismo del interlocutor. Intuyo que en muchas ocasiones no resulta simple dar crédito al juicio que afirma la existencia de un grado sustantivo de masoquismo en el otro. Ocurre co-mo si el profesional se negara a admitirlo con la consecuencia de desaciertos clínicos y la inva-sión por un creciente malestar.
Así como Freud, con mucha sutileza, pudo captar la conflictiva de quienes fracasan al triunfar (por ejemplo, como consecuencia del sentimiento de culpa) ha quedado pendiente un estudio sobre casos en apariencia inversos, los que triunfan al fracasar. Me refiero a situaciones en las que puede pesquisarse que ciertos sujetos conquistan una sensación de éxito (como si se aplaudieran en secreto) en cada ocasión en que naufragan o se arruinan. Es decir, estos desen-laces no constituyen tanto un derivado que sabotea un triunfo sino que es ello mismo su íntimo triunfo .
Algunas premisas construidas en la experiencia
He mencionado ya que tomo la existencia del resto como un punto de partida. Su presencia, aun en posiciones y con significaciones diversas, no es azarosa y mis interrogantes de trabajo parten de ese supuesto. Trataré, pues, de exponer algunas otras proposiciones a las que asigno un estatus similar.
Recuerdo una empresa multinacional en la cual uno de sus miembros decía que allí todos eran muy parecidos. Si bien tenían filiales en distintas partes del mundo, según sus propias palabras, uno podría hacer “copy and paste” con cada uno de los empleados. Se refería a que si un em-pleado de Buenos Aires iba a trabajar a Londres o a Moscú, no había diferencias. No estoy con-vencido de que tal sea el nivel de homogenización o, en todo caso, sólo lo sería en un nivel superficial. En efecto, hablase uno con un licenciado en administración, en química o en psico-logía, todos parecían expertos en marketing .
Sin embargo, aun cuando podamos observar o conjeturar que “rascando un poquito” encontra-remos diferencias, singularidades, también es cierto que en ocasiones encontramos múltiples rasgos compartidos entre los miembros de una institución. ¿Es acaso que las organizaciones solicitan o buscan un “tipo psicológico” específico?
No creo estar en condiciones de responder a esta pregunta aunque intuyo que tampoco resulte fundamental. Considero que antes que pensar en una suerte de teoría institucional de la “media naranja”, es conveniente –y más acorde con los hechos- detectar que las instituciones propo-nen una jerarquización semántica, pragmática, sintáctica, fonética, orgánica y lógica. Es decir, en cada institución prevalecen significaciones, modos de hacer, de relacionarse, tipos de soni-dos, compromisos orgánicos y nexos con referentes, todo ello con cierta especificidad . En ri-gor, no es que haya unidad, y mucho menos coherencia absoluta, sino que más bien hay diver-sidad y coexistencia (por ejemplo, entre dos o más formas de significar una misma realidad). Sin embargo, creo que sí hay una jerarquización, un cierto orden de prevalencias que, una vez más, no necesariamente es estático. Por ejemplo, en determinadas instituciones irse en el hora-rio prefijado es sinónimo de falta de compromiso, o bien ciertos desvíos de la actividad planifi-cada constituyen desorden (en lugar de creatividad). Asimismo, en ocasiones, se atribuye des-potismo a cada consigna o pauta dada desde un nivel jerárquico superior. En este conjunto, las hegemonías (desde las cuales se establecen sentidos, acciones, relaciones, valoraciones, etc.) comprenden a los tipos de deseos, de ideales y a las posiciones en que quedan colocados unos y otros .
Todo ello constituye una segunda premisa que, a su vez, nos conduce a la siguiente: el abor-daje de los fenómenos institucionales requiere identificar y analizar los nexos entre su dimensión etiológica (genética) y su dimensión semántica. Dicho de otro modo, los interrogantes teóricos y clínicos basculan entre las causas y el sentido del padecer anímico e institucional.
La última premisa que deseo mencionar concierne sobre todo al terreno metodológico de la intervención. Presentaré un breve ejemplo para ilustrar lo que quiero decir pero, antes, permí-taseme un comentario. Suele discutirse si determinados fenómenos resultan de los rasgos psí-quicos singulares o bien conviene interpretarlos como una expresión institucional. Por ejemplo, se ha dicho que el ausentismo debe comprenderse como una expresión crítica a la organización (supongamos, respecto de la monotonía del trabajo) o bien que determinadas conductas agre-sivas derivan de la particularidad que adquieren los vínculos intersubjetivos o del tipo de lide-razgo (tal como puede verse en los estudios sobre mobbing). Creo que es erróneo pretender deslindar si la “causa” es individual o institucional y que el riesgo es enfrascarse es una intermi-nable disquisición sobre el huevo o la gallina. Más bien, considero más fecundo plantear una distinción metodológica a la cual, previamente, denominé terrenos de pertinencia.
Vayamos ahora al ejemplo. En una reunión con un grupo de visitadores médicos o agentes de propaganda médica (APM) uno de ellos, con una clara manifestación de ira, comentó que se le había roto “la manija de su valija”. Según relató, existe una normativa acerca del peso máximo que se debe cargar en el maletín, no obstante él lo sobrecarga. Explicó este hecho diciendo que el laboratorio no le paga los gastos del auto, por lo cual decidió –cuando visita a un profesional- no dejar en el auto las muestras que no usará. Es decir, su “venganza” (como él mismo la de-nominó) sería “no entregar el baúl”, a pesar, curiosamente, de seguir usando su propio vehícu-lo. Si el sujeto fuera un paciente de consultorio seguramente consideraríamos su componente paranoide (expresado en su negativa a “entregar el baúl” y en la “venganza”) y, quizá, también abordaríamos sus componentes psicosomáticos (ya que se trata de una persona que presenta-ba diversas lesiones en los escafoides y también padecía de colon irritable). Sin embargo, al ser una situación grupal entiendo que aquél no es el camino más adecuado. En efecto, tratándose del contexto institucional resulta más conducente seguir la línea de la otra expresión, “la manija de la valija” ya que: a) “valija” es el término que utilizan los APM para denominarse a sí mis-mos; b) la frase remite a un problema típico de las instituciones ligado con la cuestión del poder (podríamos decir que el problema planteado por nuestro sujeto apunta a una pugna por quién tiene “la manija”). Dicho de otro modo, opino que esta última frase representa al conjunto (vali-jas o APM) y expresa un asunto grupal e institucional.
La proposición de los terrenos de pertinencia apunta no solo a la etiología de una manifestación sino a una orientación metodológica derivada del contexto particular de trabajo. Dicho con-texto define objetivos, determina el sentido de ciertas expresiones, permite hacer un recorte específico y proporciona una orientación definida.
En síntesis, le damos cabida a las dimensiones etiológica (factores intervinientes), semántica (significatividad) y metodológica (el contexto nos guía en cuanto a qué tomar en cuenta y qué no) .
Parálisis
En el conjunto de interrogantes que mencioné, algunos de ellos refieren al diagnóstico que podemos hacer de una institución y, también, a cómo valorar la evolución o cambios producidos a partir de nuestra intervención.
En la tentativa de abrir un camino a responder tales preguntas, deseo reflexionar ahora sobre las parálisis institucionales. Con dicho término nos referimos a un conjunto no uniforme de al-ternativas problemáticas. Es decir, parálisis podrá significar dificultad para realizar ciertas ta-reas, pero también podrá remitir a la consecución de ciertos objetivos en un estado de monoto-nía . Podemos incluir ciertos fenómenos que, bajo la compulsión a la repetición, encubren la falta de avance en un hacer carente de creatividad o en la falta de apertura a nuevos proyec-tos.
¿Qué he podido observar sobre esto en distintas instituciones?
En primer lugar, he advertido que, en los hechos, muchas veces los miembros de una institu-ción procuran más perpetuarse a sí mismos que dedicar energías a la realización de ciertos proyectos. Si bien esto último es lo que, en definitiva, permitirá la permanencia o la conserva-ción de un lugar, en ciertos casos el pensamiento opera de otro modo. Es decir, en lugar de tomar una función o rol como un medio para hacer, ocurre a la inversa, la tarea es sólo una excusa para persistir en una función.
En esta línea, la parálisis o burocratización (de una institución o de algún sector específico) puede quedar reforzada cuando la existencia de un área es completamente independiente de la decisión de sus miembros. Esto es, cuando más allá de lo que cada uno haga o no, el espacio que ocupan permanecerá. En rigor, en instituciones que ya están consolidadas, supongamos una asociación profesional, es natural que los espacios constituidos estén garantizados, por así decir, por la institución misma. En todo caso, si ello es una realidad inevitable (y, quizá, desea-ble) deberá servir para estar atentos al riesgo que implica .
En paralelo escuché (tanto en instituciones como en ciertos pacientes) la reiteración de frases del tipo “tenemos que…” o “habría que…”, las cuales anuncian una acción que, posteriormente, no se consuma. Inferí, pues, no solo que una decisión tomada no conduce necesariamente a una realidad modificada, sino que la asunción manifiesta del imperativo (“tengo que…”) consti-tuye una suerte de soborno al superyó. Es decir, se pronuncia un “compromiso” como una tentativa de apaciguar las exigencias de la instancia rectora, propia o encarnada en un interlo-cutor y una vez aplacada la “autoridad”, se extingue todo propósito. No me refiero con ello a las escenas en que se intenta transgredir una norma (desmentida psicopática del superyó) para obtener un beneficio, sino más bien a un intento de aplacar los requerimientos para permane-cer en la inacción. Tanto es que no se trata de la desmentida transgresora (aunque sí corres-ponde a otro tipo de desmentida), que incluso se produce una complacencia –entre pares o entre diversos niveles jerárquicos- en la parálisis.
Insisto, no estoy aludiendo a las acciones espurias, a los engaños propios de las segundas in-tenciones, sino a la construcción compartida de una ficción, de una creencia que –durante un tiempo- no reclama la prueba de los hechos. Pasado el tiempo, pues, la defensa fracasa y pue-den devenir, al menos, tres alternativas: a) un cambio en la defensa patógena , consistente en la elaboración del mecanismo colectivo y su sustitución por otra modalidad más benigna; b) otra opción es que alguien “aparente” poner en cuestión la escena creada y proceda a una re-convención que, en realidad, tiene por meta la reiteración del ciclo (volver a decir “tenemos que”); c) la permanencia en el estado fracasado de la defensa.
Quisiera, entonces, detenerme un instante en esta última posibilidad. Cuando uno de los miem-bros o el grupo se enquistan en el fracaso de la defensa, lo que prevalece es la imposibilidad de seguir creyendo en lo que se creía. Dicho de otro modo, cobra relevancia la pérdida de una convicción en lo que se hace y su sustitución, muchas veces, por una presentación inconsis-tente que apenas encubre un estado de apatía. Recuerdo que en ocasión de una intervención institucional en un banco (durante el denominado “corralito”), una de las cosas que llamó mi atención fue la insistencia con la que los empleados bancarios referían expresiones del tipo “yo soy el banco”, mientras que nunca decían “soy bancario”. Entiendo que aquella forma de de-nominarse admite diversas especulaciones (sobre el tipo de identificación, sobre la relación entre lo que se es y lo que se hace, etc.). Por el momento, me interesa consignar que durante aquella experiencia hipoteticé que se trataba de una expresión resultante de la desmentida de la diferencia entre “banquero” y “bancario”. La situación del “corralito” puso en jaque este tipo de identificación (con la puesta en crisis de la convicción correspondiente) lo cual quedó expre-sado elocuentemente por uno de los trabajadores cuando afirmó: “yo antes decía ‘soy el ban-co’, ahora digo que soy el gerente de la sucursal”. Claro que no pronunciaba esa frase desde la perspectiva de un reposicionamiento, sino desde una vivencia de derrota, ira y tristeza que lo dejaba imposibilitado de seguir trabajando.
Puedo agregar que la referencia “bancario” suponía una pertenencia amplia, mientras que “soy el banco” implica que es la propia empresa la que opera como soporte identitario. Entendemos que esta alteración (de bancario a banco) sostenida en la desmentida, es correlativa de un pro-ceso regresivo de degradación del ideal del yo. Por un lado, pues la pertenencia a la “clase bancario” es más abarcativa que la pertenencia al banco (de hecho, en este último caso no se aplica la noción de clase o conjunto). Por otro lado, el proceso identificatorio en juego conduce, regresivamente, a una posición de ilusoria omnipotencia narcisista en la cual el sujeto “es” la empresa. Para decirlo de otro modo, cuanto menos el sujeto se supone miembro de un conjunto, más supone ser él mismo el conjunto o clase.
El panorama expuesto en los párrafos precedentes, por esquemático, tal vez resulte un tanto empobrecido. En virtud de ello, en el apartado siguiente presentaré otra alternativa en que se evidencia el estado de parálisis.
Las urgencias
Una de las múltiples manifestaciones que me ha llamado la atención, por ejemplo por su reite-ración, es la aparición de situaciones de supuesta urgencia . Siempre hay algo que es perento-rio, un problema que surge imprevistamente, una alarma que descoloca. Asimismo, tales ur-gencias constituyen el argumento por el cual no pudieron hacerse ciertas cosas que estaban previstas.
Es cierto que en equipos de salud mental, en profesionales que atienden pacientes con patolo-gías graves, las urgencias pueden tener cierta habitualidad. Sea por una descompensación psi-cótica, un accidente que produce una herida física, una convulsión epiléptica, etc., en todos esos casos conviene operar con cierta rapidez.
Sin embargo, me parece que no siempre se distingue con claridad cuándo se trata de una ur-gencia objetiva y cuándo, más bien, es una tendencia a creer que cualquier asunto que emerge hay que resolverlo ya. Esto es, una primera observación nos conduce a diferenciar cuándo la urgencia es una cualidad de los problemas y cuándo es una forma de resolverlos.
Una segunda impresión recogida es que las urgencias sustituyen decisiones. Es decir, se presentan como resultantes de la pasividad si bien tienen la apariencia de una hiperactividad. Dicha inacción muchas veces corresponde sobre todo a la parálisis de aquellos que tienen algún grado de autoridad, quienes abandonan esa posición.
La secuencia que advertí, entonces, es la siguiente (estos momentos pueden tener una dura-ción variable): un primer momento de pasividad en el que se depone la autoridad (o las deci-siones concretas); luego, le sigue un momento en el que se entroniza una ilusión de amor, de una igualdad en la que todos son hermanos (en los profesionales entre sí, o entre éstos y los pacientes). En un tercer momento, se construye una ficción según la cual “todo está bien”, “no pasa nada”, que disfraza un importante grado de desconexión de la realidad. Finalmente, el desenlace anunciado es la urgencia, un momento de desorganización angustiada en el que retorna, traumáticamente, la conexión con los hechos concretos .
Por último, podemos extraer de ello una tercera conjetura, relativa a las razones por las cuales se conservan las urgencias, los motivos que sustentan su persistencia. Si los procesos descrip-tos son válidos, es indudable que la urgencia no es tanto una azarosa e indeseada consecuen-cia: aunque fallida y transitoria, la urgencia constituye una precaria garantía para salir de la desconexión.
Exclusiones, expulsiones, escisiones
Una psicopedagoga cuenta que la madre de un paciente (institucional) muestra evidentes pre-ferencias por otro de sus hijos, el cual no presenta problemáticas graves como el primero. Esa diferencia abarca no sólo la manera de tratar a uno y otro, sino a numerosos aspectos de la cotidianeidad (habitación, regalos, ropas, etc.). En paralelo a este relato, hallamos otras dos situaciones en la misma institución: una, en la que el director evidencia distinciones entre dos coordinadores, en cada ocasión elogia a uno y denuesta al otro. Otra escena sucedió directa-mente conmigo como analista institucional. Una coordinadora, cuestiona con enojo lo que yo estaba planteando (respecto de una situación con un paciente) y afirma: “¡Por suerte tengo mi supervisión afuera!”.
Se ha dicho que los profesionales que trabajan en servicios de salud mental tienden a reprodu-cir rasgos o síntomas inherentes a las patologías de los pacientes que atienden (por ejemplo, perturbaciones en la comunicación, etc.). Algo de ello se advierte en la forma en que la escena de “preferencias” se reitera al interior de la institución. Considero que en este tipo de fenóme-nos no se trata solamente de una escisión que “reparte” arbitrariamente aspectos buenos y malos. Tengo la impresión de que lo central está dado por la necesidad de darle un destino (orientado por la proyección) a los aspectos negativos, hostiles. De hecho, los elogios hacia uno de los miembros son en sí mismos parte de la agresión dirigida hacia el otro . Es una dinámica que nos recuerda la lógica que Freud describe sobre la oralidad: lo propio es lo bueno y lo aje-no, lo otro, resulta extraño y queda connotado con características peyorativas. Si la coordinado-ra disiente con el analista institucional y, a su vez, aquella profesional pensó algo en otro ámbi-to (su supervisión externa), ¿por qué ese pensamiento no es traído a la reunión? ¿Por qué ese afuera se utiliza como refugio en el cual encerrarse enojosamente y, sólo se lo menciona para expulsar e invalidar el decir del analista institucional? Nótese que aquello pensado afuera no forma parte de la argumentación de la coordinadora, sin que ésta sólo apela a la mención de su supervisión externa.
Página atrás aludí al “afuera institucional” como una zona en la cual se depositan aspectos dis-valiosos, amenazantes, en tanto que en la escena del párrafo previo el afuera (una supervisión externa) parecería un lugar de refugio ante el conflicto al interior de la institución. Sin embargo, considero que no es tal la diferencia lo cual se advierte en la escena que le siguió. La misma coordinadora afirmó que ya había cumplido su ciclo en la institución, luego dijo sentirse “ataca-da” y abruptamente se levantó y se retiró.
Una semana después pudimos comenzar a analizar las situaciones ocurridas a partir de la si-guiente pregunta: ¿por qué alguien deja un lugar vacante? Conjeturamos, entonces, un proceso con diversos pasos: 1) alguien abandona su lugar o rol; 2) luego se coloca en una posición “exterior”; 3) desde allí supone que alguien lo va a llorar o requerir; 4) desde ese “afuera” re-clama en la posición de expulsado .
Veamos aun otra escena: otra vez la misma coordinadora cuenta que escuchó a algunos docen-tes que hablaban mal de ella “sin que las personas que hablaban se dieran cuenta de mi pre-sencia”.
Resulta notable el valor de la exterioridad: quien comienza colocándose como espía desde afue-ra pasa a sentirse excluida y desvalorizada. Primero, alguien decide quedarse afuera y, luego, se siente dejado afuera.
Parte de estas observaciones y reflexiones me conducen a plantear una gramática de la ex-pulsión que permite identificar una posición activa, como cuando un sujeto es expulsivo, una posición pasiva, cuando alguien es expulsado, y también una posición reflexiva, cuando un su-jeto se autoexpulsa.
Sobre los restos comunicacionales
Una de las formas en que se evidencia la problemática del resto, en el terreno de la comunica-ción, es la de los rumores. Estos pueden constituir el efecto de un déficit de la comunicación pero también pueden ser una vía para interferir en la misma.
Me interesa, entonces, reflexionar sobre los rumores, no sólo en relación con sus contenidos específicos sino en cuanto al rumor como un acto en sí mismo, en virtud de su función y efica-cia. La bibliografía sobre el tema coincide en cuanto a que el rumor: a) prolifera en contextos críticos (Allport y Postman, 1947); b) es correlativo de la falta de información objetivable (All-port y Postman, op. cit.; Pichón-Rivière, 1987) .
De tal modo, el examen del rumor incluye cuanto menos tres dimensiones de análisis: de su contenido , de sus nexos con los hechos concretos y de su finalidad . Allport y Postman desta-can las dos características centrales de un rumor: la importancia y la ambigüedad. Debe tratar-se de un asunto relevante al tiempo que debe ir acompañado de la ausencia de información fehaciente. Sin embargo, nos preguntamos si ambas características constituyen sus rasgos prin-cipales. Puede que un rumor no trate sobre un tema relevante, sino que el rumor mismo sobre-dimensione su trascendencia. Por otro lado, la falta de información fehaciente no necesaria-mente coincide con la falta de veracidad. De todos modos, estos aspectos remiten al contenido y a los nexos con la realidad, pero nos inclinamos a pensar que no deriva de allí la función cen-tral del rumor.
Un rumor puede consistir en la propagación de un dato cierto (por ejemplo, sobre la intimidad de un directivo) cuya finalidad puede ser distraer la atención al enfatizar un aspecto irrelevante. Es decir, se trata de dos aspectos diferenciados (veracidad del rumor y función que puede tener el mismo). Supongamos que se difunde que el presidente de la institución tiene una amante y hay datos que dan fe del asunto. En tal caso, podemos afirmar que la hablilla no carece de soporte objetivo sino que procura dar valor a un dato institucionalmente insignificante. Lo rele-vante del chisme es la intención de desprestigiar al funcionario. Con ello, no pretendo eliminar el análisis de la adecuación del rumor con los hechos concretos sino vislumbrar la complejidad de alternativas y destacar el peso de los objetivos del rumor. Asimismo, el problema del refe-rente (discursos no acordes con los hechos objetivos) trasciende el ámbito del rumor, tal como ocurre en los discursos públicos de determinados funcionarios.
Hasta aquí tenemos tres aspectos (contenido, relación con los hechos y finalidad) cada uno con su importancia relativa. Conviene incluir un cuarto aspecto: cuando hablamos de la finalidad nos referimos a las motivaciones que tiene el autor del infundio, pero no siempre quien lo pro-pala tiene el mismo objetivo. También nos interesa examinar el efecto del rumor en quien lo recibe. Si lo rumoreado remite a la infidelidad (por ejemplo sexual) de un líder, tal es el conte-nido del rumor; si éste fuera veraz o falaz compete a su relación con los hechos concretos; la descalificación, pues, estará ligada con la finalidad del rumor. Pero, ¿por qué alguien lo cree? ¿en qué posición queda quien lo escucha? ¿por qué alguien reproduciría el dato, aun sin tener especial animosidad contra el protagonista del chisme? La eficacia del rumor supone un modo de cooptación de sus destinatarios , lo cual deriva de: el tema y su relevancia, su adecuación –o no- a los hechos, el contexto social en que se desarrolla y un tipo particular de goce ma-soquista. Según sea el contenido de un rumor, éste puede promover (o paralizar) una acción o un pensamiento, pero a ello debemos agregar el proceso específico consistente en “ser pene-trado” por el rumor.
Si se difunde una especie –por ejemplo, descalificando a un directivo- su objetivo será sembrar la desconfianza o que cunda el pesimismo en la población . Más aun, quizá lo que adquiera importancia no sea tanto la información trasmitida cuanto el clima afectivo que se pretende inducir, clima afectivo que combina un tipo de tristeza (pesimismo) y un tipo de angustia (des-confianza).
He dicho más arriba que el problema del referente (cuando los dichos y los hechos no son con-gruentes) trasciende el problema del rumor. En efecto, el discurso público de un político (cuan-do hace un balance de su gestión) puede ser falso no obstante no constituye un rumor. Quizás aquí la distinción no derive de la adecuación o no entre la palabra y la cosa, sino en su carácter eufórico o disfórico: el primer caso, suele darse en el discurso público, mientras que los conte-nidos disfóricos suelen ser propios de los rumores.
La falsa resolución de las fuentes del sufrimiento
Freud (1930) sostuvo que todos nos vemos exigidos de afrontar una triple fuente de sufrimien-tos: la realidad, el cuerpo propio y los otros. De tal modo, por ejemplo, podremos desplegar acciones para transformar la realidad, desarrollar pensamientos que nos modifiquen a nosotros mismos (y obtener reconocimiento) o bien trabajar con otros y hallar el placer de la coopera-ción .
Volvamos a los agentes de propagada médica a los que aludí previamente para escudriñar este problema en tres situaciones diversas.
En una reunión me muestran un libro que se llama: “Usted puede ser emprendedor” y varias personas se entusiasman con todo lo que podrán hacer si siguen las premisas del mismo. Lue-go, me cuentan que el mes próximo comenzarán el taller de motivación que todos los años les ofrecen en la empresa. Por último, me cuentan cómo están organizados y cuáles son las reglas para las comisiones por ventas: dicen que están divididos en grupos porque eso favorece el trabajo en equipo. Cada uno de estos grupos (constituidos por unas 10 personas) tiene como objetivo vender 7.000 unidades por mes y sólo llegando a esa cifra cobrarán el “premio” por rendimiento. Otra cláusula indica que si alguien vendiera menos de 500 unidades, esa persona no cobrará el premio, aun cuando grupalmente lleguen a las 7.000 unidades vendidas.
Debo reconocer que mis reflexiones no pudieron acompañar el entusiasmo del grupo.
1) En cuanto al libro, si bien su título parece una apelación a la potencialidad del sujeto, a lo que “puede hacer”, advierto que las personas sienten que “deben ser emprendedo-ras”. Es decir, se le impone al individuo que quiera ser como se le exige que debe ser .
2) También podemos preguntarnos por qué razones algunas organizaciones, de modo tan frecuente, se proponen motivar a los empleados. Si tales empresas ofrecen trabajos modernos, con modos de gestión sofisticados y condiciones tan atractivas ¿por qué es necesario motivar “crónicamente” a los empleados? Para este interrogante hallamos tres respuestas no excluyentes: porque el placer de tales trabajos es sólo una suerte de glamour superficial y vacío; porque el tipo e intensidad de las exigencias diarias calci-nan cualquier deseo ; porque los cursos o programas más que “motivar”, apuntan a (y encubren) un deber ser.
3) Finalmente, sobre la organización en equipos y las comisiones por ventas. ¿Qué signifi-ca esto? Si yo vendo poco, puedo perjudicar al grupo pues quizás no aporte lo necesa-rio para llegar al objetivo. Al mismo tiempo, si el resto del equipo, a pesar de mis bajas ventas, logra sumar 7.000 unidades, yo no cobraré el premio. Dicho de otro modo: a) en primer lugar, dudosamente podamos reconocer que, en los hechos, haya algo pare-cido al “trabajo en equipo”; b) por otro lado, el cálculo de ventas y premios muestra que el “perjuicio recíproco” es eficaz, pero no es eficaz la “cooperación”. Si alguien vende poco perjudica al resto, pero si algunos venden mucho ello no ayuda a los que venden poco.
En síntesis, creo que es importante y necesario identificar las ocasiones en las que la apelación a la potencialidad del sujeto (capacidad para transformar la realidad), el estímulo para la moti-vación (el trabajo sobre uno mismo) y la estrategias para desarrollar un sentimiento de perte-nencia (los vínculos intersubjetivos), no cumplen con su objetivo sino que van promoviendo un progresivo estado de frustración y desvitalización.
Cierre provisorio
He intentado exponer algunas reflexiones, siempre provisorias, resultantes de mi experiencia como analista institucional. Sé concientemente que aun resta mucho por aprender, ya sea para sofisticar nuestros conocimientos e intervenciones, o para rectificar nuestras premisas. En cual-quier caso, sigue vigente la hipótesis de Freud sobre el triple vasallaje del yo respecto de las exigencias de la pulsión, el superyó y la realidad. Dicho en un lenguaje más simplificado, el yo se ve en la tarea de conciliar lo que desea, lo que debe y lo que puede y cualquier alternativa que suponga el exceso de una de tales interpelaciones en desmedro de las otras, será una fuente de conflictos. Si sólo tomamos en cuenta lo que queremos hacer, el riesgo será la omni-potencia; si sólo respondemos a lo que debemos, el riesgo será el sometimiento, en tanto que si sólo registramos lo que podemos hacer, el riesgo será limitar nuestra imaginación y nuestra creatividad.
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