Presentando el Blog

Psicoanálisis y Economía

lunes, 10 de noviembre de 2014

Tres tipos de carácter dilucidados por el psicoanálisis. Acreedores, apocalípticos e inseguros

Sebastián Plut

(Trabajo presentado en el Panel "Política y Subjetividad" del VII Congreso Anual de la Asociación Escuela Argentina de Psicoterapia para Graduados, Noviembre 2014)

Buenas tardes. En primer lugar, quiero agradecer a los organizadores del Congreso, y en particular a Miguel Tollo, la invitación a participar de esta mesa. Y digo en primer lugar, pues si ya solo con el término subjetividad podríamos enredarnos de lo lindo, si le agregamos el entrecruzamiento con la política y la perspectiva de la complejidad, dudo de seguir agradeciendo la invitación.

Complejidad es un término que describe la dificultad de todo objeto de estudio y que en parte resulta de la diversidad de variables en juego. Complejidad también es la categoría que nos recuerda, como decía Freud, la imposibilidad de reducir las explicaciones de cualquier problema a una construcción intelectual unitaria. Esto lo dijo cuando fundamentó por qué el psicoanálisis no es una cosmovisión, aunque hallamos otro buen ejemplo del paradigma de la complejidad en su teoría sobre las series complementarias.
Ahora bien: rechazar una explicación unitaria no supone la ilusión de tener todas las explicaciones. No es “muchas” contra “una”. La idea de complejidad no debe llevarnos a la pretensión omniabarcativa de cubrir todas las dimensiones de un problema. Si creemos que recurriendo a disciplinas múltiples y heterogéneas recibiremos el título de magíster en complejidad con un doctorado en holística, solo estaremos reemplazando la omnipotencia del “yo tengo la posta” por la arrogancia del “yo me las sé todas”.
Freud se interrogó por el mundo psíquico y lo sustrajo de las explicaciones biológicas y anatómicas, sin por eso descalificar a esas otras disciplinas ni, mucho menos, desconocer, por ejemplo, la fuente química de la pulsión. Su logro fue demarcar un territorio y los interrogantes específicos a los que puede responder el psicoanálisis.
Fue combatido no solo por mostrar la pequeña porción que ocupa nuestra conciencia o por poner de manifiesto la sexualidad infantil, sino precisamente por tomar distancia de la cultura hegemónica en materia de psicopatología. Entonces, para pensar en subjetividad y política, debemos delimitar desde qué perspectiva encaramos aquellos fenómenos o, si se quiere, qué criterios tener en cuenta para no extraviar al psicoanálisis en el campo de las ciencias sociales. El deslinde que Freud debió hacer de lo psíquico respecto de las ciencias biológicas, también podemos hacerlo respecto de las hipótesis sociológicas. De hecho, creo que el psicoanálisis restituye la escala humana (y subjetiva) en la comprensión de los fenómenos sociales.
Tótem y tabú, por ejemplo, no es un libro de antropología, sino en todo caso la contribución psicoanalítica para pensar la evolución de la especie humana, así como el texto sobre Moisés podría considerarse el aporte freudiano a los estudios sobre historia, o bien su poco conocido libro sobre el Presidente Wilson será un análisis de los fenómenos políticos. Si bien es una forma esquemática de clasificar estos trabajos, es un modo de entender por qué Freud afirmó que la sociología es psicología aplicada, en tanto trata de la conducta de los seres humanos en la sociedad.
Abonar la idea de complejidad, entonces, exige aceptar el carácter limitado y parcial de nuestras conjeturas. Si la política consiste, como en parte expondré luego, en las prácticas para encarar colectivamente nuestro desvalimiento, la complejidad, entonces, es el nombre de nuestro desvalimiento científico.
Hemos estudiado muchos discursos políticos pero ahora voy a presentar tres modalidades subjetivas que encuentro en nosotros mismos como ciudadanos. De allí el título que puse a esta presentación: “Tres tipos de carácter dilucidados por el psicoanálisis. Acreedores, apocalípticos e inseguros”.

Comencemos con el “acreedor”. Luego de mostrar que el sentimiento comunitario surge de una transformación de la envidia Freud sostuvo: “La justicia social quiere decir que uno se deniega muchas cosas para que también los otros deban renunciar a ellas”. Años más tarde agregó: “La libertad individual no es un patrimonio de la cultura. Fue máxima antes de toda cultura; es verdad que en esos tiempos las más de las veces carecía de valor, porque el individuo difícilmente estaba en condiciones de preservarla”. Estas citas sintetizan la concepción de Freud sobre el antagonismo entre las exigencias pulsionales (individuales) y las restricciones impuestas por la cultura y, en ese marco, contrapone dos valores: libertad y justicia. Para decirlo sencillamente, si la libertad corresponde a lo que deseo hacer, la justicia será, sobre todo, lo que no debo hacer, aquello a lo que debo renunciar. Es por ello que la esencia de la ley penal no se agota en su capacidad para castigar (de hecho, si no hubiera leyes podríamos castigarnos sin problema) sino en su función en la inhibición del sadismo vengativo. Así, cuando soy agredido de algún modo, la ley me ampara para actuar en contra del agresor pero, fundamentalmente, reemplaza mi afán vengativo.
Freud describió al derecho como poder de la comunidad, como unión de muchos débiles y de potencia desigual para enfrentar el despotismo del más fuerte (o bien la violencia individual). Si el poder de los débiles consiste en la denegación de la prevalencia del más fuerte, no se trata simplemente de una lucha de muchos contra uno, sino de la lucha contra el propio impulso de prevalecer. El desarrollo cultural y la cohesión comunitaria exigen de aquello que Freud denominó renuncia pulsional y restricción del narcisismo.
El acreedor, entonces, consiste en una modalidad subjetiva (y vincular) que podemos incluir en los estudios psicoanalíticos sobre el carácter. Freud analiza el sentido del rasgo de carácter de los sujetos que exigen ser “excepciones”. Son personas que no toleran renunciar a una satisfacción y pretenden justificar la pretensión de privilegios.  Llamo acreedor a un tipo particular de ejercicio del derecho que expresa una particularidad instituida por la hegemonía de las reglas del mercado, reglas que disuelven el sentimiento comunitario en el caldo de la envidia.
El reclamo de privilegios queda disfrazado con una argumentación sobre una vivencia de injusticia que exige una indemnización. Dicha vivencia toma el carácter de una reivindicación por cuanto el sujeto supone que carece de algo que le es propio y le ha sido sustraído. El mercado nos dice “usted puede” (en artificial apelación a la potencialidad), alimenta nuestro egoísmo y luego reclamamos como acreedores de aquel privilegio que creíamos tener. La vivencia de injusticia disfraza la impotencia del egoísmo y es la resultante de aquello que creímos poder. Lo vivido como injusto es no haber podido satisfacer el egoísmo que el mismo mercado alimentó.
Un breve ejemplo: Las estadísticas muestran que a partir de la década del ’90 los juicios por mala praxis en salud tuvieron un incremento notable. Podemos suponer que dicho aumento expresa, al menos en parte, una mayor conciencia de los pacientes sobre los derechos que los asisten. Sin embargo, ¿no hay una relación entre la mayor cantidad de juicios y los procesos de privatización de la salud y la precarización de la salud pública? Es decir, ¿en qué medida los pacientes denuncian una mala práctica y en qué medida, más bien, reclaman como clientes que siempre creen tener razón?

Hablemos ahora del “apocalíptico”. En “El porvenir de una ilusión” Freud plantea qué ocurre cuando dejamos de creer, cuando nuestras creencias se desmoronan. Es decir: el porvenir de una ilusión es siempre una desilusión. Sin embargo, que las creencias contengan algo de la ilusión no significa que desconfiar sea en todos los casos un acto de lucidez. Sobre todo en estos tiempos en los que, para decirlo con un juego de palabras casi paradojal, confiamos demasiado en la desconfianza y desconfiamos de toda confianza. En todo caso, propondré que nuestra capacidad de pensar, en la actualidad, tiene por función preservarnos de una actitud apocalíptica.
Ya sea respecto de problemas sociales, pero también en ciertos discursos sobre la clínica, parece por momentos prevalecer una suerte de vivencia catastrófica, la percepción de que nos hallamos al borde un abismo tal que hasta Winnicott pensaría que se quedó corto con sus descripciones sobre el caer interminablemente. No faltan, incluso, aquellos en quienes la mirada apocalíptica es una especie de narcisismo de la tragedia, como quien siente el extraño privilegio de vivir en la peor de las épocas posibles. Si Freud habló de los que fracasan al triunfar, hoy podemos decir que hay quienes triunfan al fracasar. Es como la versión extrema del “todo tiempo pasado fue mejor” que se exhibe hasta el absurdo cuando, por ejemplo, al hablar del problema de la inseguridad, se afirma que “antes los chorros tenían códigos”. O bien, y más cerca nuestro, cuando pensamos que en nuestros consultorios hay pacientes cada vez más graves, al punto de celebrar cuando nos derivan un neurótico, mientras creemos casi envidiosamente que Freud solo atendía jovencitas que padecían de una cándida insatisfacción sexual. Pues bien, bastaría con releer “Estudios sobre la histeria” y nos preguntemos si a Anna O, Emmy, Katharina o Elisabeth, hoy las diagnosticaríamos como lo hicieron Freud y Breuer.
Describamos la realidad actual con frases como las siguientes: “la lucha por la vida exige del individuo muy altos rendimientos”, “merced a redes telefónicas que envuelven al mundo entero, las condiciones del comercio y del tráfico han experimentado una alteración radical; todo se hace de prisa y en estado de agitación: la noche se aprovecha para viajar, el día para los negocios, aun los ‘viajes de placer’ son ocasiones de fatiga”, “la inquietud producida por las grandes crisis políticas, industriales, financieras, se trasmite a círculos de población más amplios que antes”, “luchas políticas, religiosas, sociales, las agitaciones electorales, enervan la mente e imponen al espíritu un esfuerzo cada vez mayor, robando tiempo al esparcimiento, al sueño y al descanso”, “la vida en las grandes ciudades se vuelve cada vez más desapacible”, “los nervios embotados buscan restaurarse mediante mayores estímulos, picantes goces, y así se fatigan aún más”, “se fomentan el desprecio por todos los principios éticos y todos los ideales”, “nuestro oído es acosado e hiperestimulado por una música que nos administran en grandes dosis, estridente e insidiosa”. Si yo describiera el presente con frases como las que acabo de mencionar, creo que hasta mi madre en un rapto de indignación catártica afirmaría: “es la crisis de la posmodernidad, ya no hay valores”. Pero resulta que esas frases las escribió un neurólogo en 1893 y Freud las citó en 1908 en el texto “La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna”.
No estoy diciendo que no tenemos múltiples problemas que afrontar sino que solamente subrayo el malestar resultante de autoconvencernos de la cosmovisión apocalíptica, otra de cuyas manifestaciones se expresa bajo el lema de la “caída de las ideologías”, que no es más que una desfiguración engañosa de la “ideología de la caída”. Puedo decirlo también así: si el porvenir de una ilusión es siempre una desilusión, la desilusión nos lleva retrospectivamente a crear un pasado ilusorio.
Reitero, hay numerosos problemas y conflictos, hoy como antes, y también cabe entonces preguntarnos qué ha cambiado. Si volvemos a El porvenir de una ilusión, vemos que allí como en otros textos Freud habla, por ejemplo, del hiperpoder de la naturaleza, de esa naturaleza cuya fuerza nos hace sentir más nuestro desvalimiento y a la cual el empeño del hombre procuraba dominar. Hoy, en cambio, cuando hablamos de la naturaleza somos más ecologistas, y más que doblegarla debemos preocuparnos por preservarla.
¿Qué conclusión podemos extraer de ello sobre la subjetividad del Prometeo humano? ¿Qué podemos conjeturar a partir de ese pasaje desde el afán de someter a la naturaleza al registro de la necesidad de cuidarla? Creo que la conclusión es que hemos ido tomando una progresiva conciencia de nuestro sadismo, con la consiguiente exigencia de una mayor renuncia pulsional que, a su vez, nos impone buscar caminos menos violentos como forma de sobreponernos a nuestro desvalimiento.

Por último, voy a hablar del “inseguro”. Los estudios sobre sentimiento de inseguridad relacionado con el delito intentan responder a dos tipos de preguntas: cuál es la opinión pública acerca de la inseguridad, es decir, qué creen, sienten y hacen las personas y, por otro lado, analizan en qué medida el sentimiento de inseguridad está influido por los medios de comunicación, esto es, cómo se crea aquella opinión pública.
El concepto de opinión pública no es una categoría que todos entiendan igual. Mientras para algunos existe, otros consideran que no. Los hay que llaman opinión pública a la percepción dominante sobre un tema, en tanto otros rescatan la variedad, o bien están quienes sostienen que la opinión pública debería llamarse, en rigor, opinión publicada. Freud, por su parte, aludió en varias ocasiones al tema y en una de ellas dijo: “más oprimente que la censura de los gobiernos es la censura que la opinión pública ejerce sobre nuestra labor espiritual”. También aludió a este problema cuando se ocupó del contagio afectivo y señaló que ciertos afectos e ideas se consolidan a partir de su frecuencia (o repetición) y sobre todo su semejanza. Es decir, opinión pública no es solo “cuántos pensamos de tal o cual modo”, sino cómo tendemos a asimilar nuestro pensamiento y nuestro sentir al de los otros.
Respecto del sentimiento de inseguridad, también debemos estar dispuestos a encontrarnos con una diversidad de opiniones, a no aspirar a encontrar ni vivencias homogéneas ni, mucho menos, explicaciones unitarias. Así ocurre cuando escuchamos lo que los ciudadanos piensan, sienten y/o proponen hacer en materia de inseguridad pero también si procuramos reconstruir la historia de la inseguridad y sus fuentes.
Sin embargo, no es esta heterogeneidad lo que llamó nuestra atención, ya que la sociedad es compleja, múltiple, y la pluralidad de vivencias y percepciones ni siquiera se ajusta a las denominadas variables sociodemográficas como edad, género o clase social.
Lo que, en cambio, sí resulta sorprendente es la brecha que existe entre lo que afirman los estudios académicos de investigaciones realizadas en universidades públicas y privadas, nacionales e internacionales, y lo que sostiene una cierta porción de aquella opinión pública. Incluso, diría, es notable el rechazo que he encontrado a siquiera considerar –escuchar- algo de lo que aquellas investigaciones plantean.
En efecto, con solo aludir al sintagma “sentimiento de inseguridad” rápidamente aparece algún interlocutor que nos dirá algo así como “espero que a vos nunca te pase lo que me pasó a mí” u otro que dé por supuesto que quien habla está “negando” la existencia de una determinada tasa de delitos.
Nos preguntamos, entonces, por qué tantas personas no quieren saber nada acerca de los hallazgos de investigadores especializados en la materia.
Pensamos lo siguiente: cuando ocurre un delito, en la víctima o en los allegados directos puede desarrollarse una neurosis traumática, y entre quienes luego reciben información se despliega una identificación con la víctima. Uno de los desenlaces frecuentes de los eventos traumáticos consiste en captar una supuesta indiferencia de algún grupo social. Es cierto que dicha indiferencia en ocasiones efectivamente ocurre, como cuando un grupo pretende desconocer ciertos sucesos. Sin embargo, aquella captación no es azarosa. Por el contrario, la indiferencia atribuida al mundo resulta de la proyección de la propia tendencia desinvestir la realidad que sobreviene en el yo de quienes padecieron el trauma. Tal es el germen anímico que pugna por hacer recordable lo vivido en aquellos otros a quienes se les atribuye una desconexión de la realidad. A su vez, la identificación con la víctima da lugar a lo que conocemos como contagio afectivo.
Estas hipótesis, ampliamente desarrolladas por numerosos psicoanalistas, tienen correlación con una percepción que hemos detectado al estudiar el sentimiento de inseguridad: la vivencia de estar en manos de funcionarios o jueces desconectados de la realidad. En ocasiones se afirma, por ejemplo, que los jueces “no ven la realidad”, están elucubrando teorías alejadas de los hechos concretos, “viven en otro país”, “creen que esto es Suiza”, etc.
Todo ello permite comprender por qué quienes sufrieron un hecho delictivo y/o quienes se sienten afectados por la sensación de inseguridad, apelan a argumentos del tipo “a vos te tendría que pasar lo que viví yo” o bien suponen, rápidamente, que quien pretende explicar por vías diversas el sentimiento de inseguridad estaría “negando” la existencia de los delitos.
Mi propuesta, entonces, es que el esfuerzo debe estar también del lado de quienes no son leídos o escuchados, ya que pese a realizar investigaciones serias y arribar a conclusiones sumamente válidas, no parecen lograr una forma de transmitir sus hallazgos de modo de establecer, por así decir, un puente entre la teoría y el caso.

Para terminar. Si nos colocamos como acreedores, no entenderemos el derecho como denegación de ciertos privilegios sino, únicamente, como un bien privado. Pero cuando el acreedor advierte la amenaza a ese ilusorio poder, queda preso de aquel sentir apocalíptico y, en sus cotidianeidad, no puede vislumbrar más que inseguridades. En ese contexto, es frecuente que se expresen frases tales como “tenemos que…”, pero que lejos de configurar un compromiso concreto con un proyecto a futuro, solo funcionan como soborno al superyó propio y/o ajeno. Freud dijo que el yo responde a una triple fuente de exigencias, el ello, el superyó y la realidad o, dicho con simplicidad, debemos intentar armonizar lo que deseamos, lo que debemos y lo que podemos. Claro que si solo tomamos en cuenta lo que queremos hacer, el riesgo será la omnipotencia; si solo tomamos en cuenta lo que debemos hacer, el riesgo será el sometimiento; y si solo tomamos en cuenta lo que podemos hacer, el riesgo será limitar nuestra imaginación y nuestra creatividad.
Muchas gracias.




 Sebastián Plut es Doctor en Psicología. Psicoanalista. Profesor Titular del Doctorado en Psicología y de la Maestría en Problemas y Patologías del Desvalimiento (UCES). Es Miembro del Comité Editor de la Revista Subjetividad y procesos cognitivos. Autor de los libros “Estrés laboral y trauma social de los empleados bancarios durante el Corralito” y “Psicoanálisis del discurso político”, y del Blog “Demócratas Freudianos”. 

jueves, 19 de junio de 2014

Nota publicada en Diario Página/12 el día 19 de junio de 2014




“Yo nunca te miento”

Una mentira exitosa debiera sostenerse en muy distintos frentes –el relato, la expresión facial, las manifestaciones fisiológicas– señala el autor de esta nota y, luego de enumerar distintos modos del engaño, advierte que quien se refiera a la mentira debería referirse, también, a la credulidad.

Por Sebastián Plut *

La mentira es, habitualmente, una escena intersubjetiva que se desarrolla por lo menos entre dos personas: uno que falsea y otro que cree o que desconfía. ¿Por qué alguien miente, cuál es su finalidad?; ¿con qué recursos construye la mentira?; ¿por qué el otro cree?; ¿por qué y cómo el mentiroso se autodelata?
Las investigaciones sobre detección de mentiras parten de un supuesto: el comportamiento verbal, conductual y/o paraverbal del mentiroso es cualitativa y cuantitativamente diferente del comportamiento del sujeto sincero. Como se advierte, intentan descubrir de qué formas se revela la verdad. Existe cierto consenso en jerarquizar los signos motrices y paraverbales pues, a diferencia del nivel verbal: a) es más difícil reprimir movimientos o tonos de voz; b) estos signos tienen estrecha relación con las emociones; c) sus manifestaciones son más evidentes para el receptor que para el emisor. Recordemos que los desarrollos de afecto o emoción nunca deben considerarse a través de signos aislados: hay que considerar cómo se combinan las informaciones provenientes de diferentes canales. Por ejemplo, cómo, a lo largo de un determinado relato, se conjugan ciertos deslices verbales, una expresión facial, una manifestación fisiológica.
De acuerdo con Paul Ekman –autor de Telling Lies: Clues to Deceit in the Marketplace, Politics, and Marriage–, gran parte de los errores que los sujetos cometen al mentir deriva de la culpa (por el delito o por el acto mismo de mentir). El autor sostiene que el castigo es lo único que aminora el sentimiento de culpa y que es el motivo de que la persona confiese. Ya Freud había aportado a la criminología la hipótesis de que ciertos sujetos cometen delito motivados por su conciencia de culpa: la razón de sus delitos es la búsqueda de un castigo para aliviar el sentimiento de culpa. Sin embargo, entre ambas ideas hay una diferencia, ya que, para Freud, en aquellos casos el sentimiento de culpa precede al delito.
Freud también aludió a las conductas socialmente buenas pero que encubren el egoísmo y la agresividad. Un individuo, influido por recompensas o castigos, puede optar por la acción aparentemente buena sin haber mudado sus inclinaciones egoístas en inclinaciones sociales. En tal caso, el sujeto sólo será bueno en la medida en que tal conducta le traiga ciertas ventajas y durante el tiempo que ello ocurra, y, en ese marco, mentirá. A esta conducta, Freud no duda en llamarla hipócrita.
Podemos exponer sintéticamente una categorización de cuatro tipos de mentiras:
a) Histérica o proton pseudos (Freud): en la “primera mentira histérica” se desarrolla una fantasía como ficción embellecedora como tentativa de protegerse de afectos como el asco, el dolor, etcétera.
b) Psicopática: encubre un deseo vengativo y busca obtener un bien material. El sujeto procura “hacer hacer”: que el otro realice alguna acción en beneficio del primero. Posee una segunda intención oculta que burla una ley.
c) Lógica: tiene por meta inducir un pensamiento en el otro, que el otro crea algo que no es. El objetivo podrá ser esconder el propio pensamiento, apropiarse del pensamiento ajeno o protegerse de un estado de miseria afectiva o económica. Suele incluir una contradicción entre dos afirmaciones o bien entre una afirmación y la realidad concreta.
d) Afectiva: habitualmente se denomina manipulación emocional y consiste en “hacer sentir” algo al otro, como culpa o gratitud. Por ejemplo, la inducción promueve que el otro sienta culpa por su presunto egoísmo cuando, en realidad, el egoísta es el emisor.
Advertimos que la mentira no es algo homogéneo, no siempre busca lo mismo. Las diferencias se dan por aquello que se busca y se desea ocultar y por las estrategias y recursos con los que se disfraza la mentira. Asimismo, podemos encontrar combinaciones, tales como hacer creer algo al otro para luego asestarle un golpe, robarle, etcétera.
Veamos algunos ejemplos. Una pareja consultó para que su hijo comenzara una psicoterapia. Desde la primera entrevista llamó la atención una muletilla de la madre: en cada ocasión en que describía cuánto quería y cuidaba a su hijo, agregaba: “¿No es cierto?”. Por ejemplo, “A Gustavito yo siempre lo mimé mucho, ¿no es cierto?”. Nos preguntamos qué valor tenía la insistente muletilla. Podía haber sido un modo de requerir una confirmación. Sin embargo, su significación era otra, ya que el componente paraverbal transformaba en pregunta lo que era una afirmación: “A Gustavito yo siempre lo mimé mucho: no es cierto”. Al deformar el tono de la afirmación, no sólo ocultaba un sector de la realidad, sino que también inducía a que el interlocutor estuviera de acuerdo con ella. Esta inducción se reforzaba con recursos adicionales, como el uso de magnificadores (“siempre”, “mucho”). Pero, al mismo tiempo, su texto era una forma de reconocer que no era verdad cuanto decía de la atención hacia su hijo, verdad que sólo pudo expresarse con una deformación de la entonación. En este caso el componente paraverbal hacía de máscara. Claro que esto pudo entenderse a partir de conocer a su hijo y advertir su fragilidad psíquica y de escuchar otros relatos de la madre en que su desconexión se hacía evidente.
Otro ejemplo. Una mujer relata que cuando estaba en la escuela primaria, en una ocasión falsificó la firma de su padre en un boletín y cuando la maestra le preguntó de quién era la firma, respondió velozmente: “Yo, mi papá”. En este caso se puede considerar la identificación de la relatora con su padre, aunque ahora nos interesa señalar que aquélla, por vía de un lapsus, se autodelató.
Una escena observada en un bar: una mujer se acerca a una mesa en la cual la esperaba otra mujer; la primera, con ademán de taparse la boca, le dice que no le da un beso porque está enferma y podría contagiarla. Minutos después, la que la había esperado en el bar le entrega un regalo y la felicita por su cumpleaños. La señora que se declaró enferma lo abre, ve un anillo, agradece, se lo prueba sin que su rostro evidencie que le guste, y entonces se levanta, se acerca y le da un beso. Vemos que, a pesar del esfuerzo de la mujer por no expresar desagrado, su gesto de darle un beso no hace sino exhibir, de modo apenas encubierto, su hostilidad: ya no le importa el posible contagio. Agradecer falsamente un regalo puede ser una mentira inocua, pero el ejemplo muestra: a) la concurrencia de diversos canales que aportan información: lo que la mujer dice y lo que evidencian su rostro, su tono de voz y los movimientos de su cuerpo; b) la importancia del contexto para entender la situación: no sería posible interpretar el beso de agradecimiento si no supiéramos que unos minutos antes se negó a darle un beso.
Vengo partiendo del supuesto de que en cada mentira subyace la frase “yo miento”, que puja por expresarse de algún modo –verbal, paraverbal, motriz–. Los recursos que se utilizan para el disfraz pueden ser múltiples: las exageraciones, el desvío de la atención, el lamento, ciertas contradicciones y ambigüedades, etcétera, y todo ello expresado en el relato, en los actos del habla o en el componente melódico. De allí que, en los testimonios judiciales, el juramento de decir toda la verdad y nada más que la verdad implica no dejar nada de lado y no agregar nada. Cada mentiroso es en sí mismo una versión de “Rashomon”, el cuento de Ryunosuke Akutagawaya, ya que comunica contenidos diversos y contradictorios por canales también múltiples.
He señalado que el análisis de las mentiras comprende una escena intersubjetiva y no puede comprenderse bien sin conocer a su destinatario. Sin duda, importa la habilidad del mentiroso, pero también conviene indagar las razones de la credulidad. Algunos de los motivos para creer son evitar un duelo y protegerse de una desilusión. Otra razón para la credulidad es que el conflicto que se despierta por desconfiar puede conducir, como reacción, a una tendencia a la fuga, en términos del pensamiento.
Otra razón para la credulidad es la fascinación provocada por el discurso de quien, al mentir, utiliza el modo de defensa llamado “desmentida”, por el cual el sujeto rehúsa reconocer la realidad de una percepción traumatizante. Esta fascinación encubre la identificación reprimida con el deseo vindicatorio y con la ilusión de omnipotencia del mentiroso. En el problema de la mentira damos especial relevancia a la investigación de mecanismos de la gama de la desmentida, sea en quien se coloca en una posición activa como en quien padece la mentira.

* Doctor en Psicología. Profesor titular en UCES.

lunes, 16 de junio de 2014

Mensajes

Sebastián Plut

Hace unos días sonó el teléfono de mi casa a eso de las cuatro de la mañana.
Dormido como estaba, atendí y, del otro lado, una voz llorando intensamente me decía “papá, no sabés lo que me pasó”. Pregunté quién era y la voz insistía diciendo lo mismo. Era uno de esos llamados que pretenden amenazar, etc.

Pese a que mis hijos estaban en casa, durmiendo, por un instante me pareció que la voz del teléfono era la de uno de ellos.

¿Por qué, entonces, si era inverosímil que fuera alguno de mis hijos dudé o creí que era la voz de uno de ellos?

Puede que en parte se deba al estado propio del despertarse a esa hora por un llamado telefónico. Es decir, al estado de desconcierto que impide comprender bien lo que ocurría.

A su vez, es probable que una voz en llanto también convoque a la conmiseración, la cual –ya lo dijo Freud- tiene eficacia identificatoria. Algo así como que en tales ocasiones uno tiende a colocarse en el lugar del que sufre.

El tercer factor, lógicamente, es el temor que despiertan esos mensajes. Esto es, cuando uno siente miedo ante un evento lo iguala a otro. Lo hace “parecerse” a lo que no es.

Veámoslo, ahora, del siguiente modo:
Uno está cansado y, pasivamente, recibe ciertos mensajes. En ellos hay imágenes dolorosas que, a su vez, meten miedo. Entonces, uno concluye: “parece real”.
A esto, algunos lo llaman periodismo.

La carta invertida



Sebastián Plut

Fue en un mismo acto, a través de las redes sociales, que me ¿enteré? de una carta que el Papa le habría enviado a CFK pero que tal carta era trucha, falsa y de “mala leche”.
Mi primera reacción fue descreer de la presunta inautenticidad de la carta, y no solo porque la ¿información? que me llegaba vía redes sociales era de Clarín. Me resultaba francamente inverosímil la posibilidad de una carta falsa.

No alcanzaría con considerar que “el Gobierno miente” para creer que es “verdad” que “la carta es mentira”. Habría que imaginar, sobre todo, que CFK es tonta. Si no, ¿cómo creer que se animaría a publicitar una carta del Papa que este no envió?
Entonces pensé: no solo la tratan de “mentirosa” a CFK sino que también piensan que es “boluda”. Suponer que ella se expondría mostrando una carta falsa es, ni más ni menos, que tomarla por descerebrada.

Pero después reconsideré la situación. No la están tratando de idiota, pues ningún medio opositor es tan bobo de creer que ella es boba. Entonces, ¿en qué consistió todo esto?

Se trata de una operación cuyo destinatario es el Gobierno Nacional pero que se ejecuta sobre el propio lector (en este caso de Clarín). En efecto, el Gobierno sabe la realidad (veracidad de la carta) y en todo caso decide si refuta o no (y de qué modo) las versiones del diario.

Se advierte entonces que el modo de atacar al Gobierno consiste en:
a) la atribución de ciertos rasgos a uno o más funcionarios del oficialismo;
b) una afectación cognitiva sobre sus propios lectores (por medio de una tergiversación de la realidad);
c) la configuración de la propia posición desde la cual se habla (o escribe).

Comencemos por esto último.
Clarín habla como un medio opositor. ¿Es eso un problema? Sí. ¿Por qué? Porque así como la función de un gobierno es gobernar, la función del periodismo es informar. Esta tarea, sin duda, puede y debe hacerse de manera crítica (que interrogue, dude, sospeche y, aun denuncie si es necesario) pero eso no es lo mismo que ser opositor. Más aun, si se asume como tal el periodismo pierde su función crítica, al menos si por crítica esperamos una acción sana, honesta y que estimule el pensamiento.

Un periodismo crítico del Gobierno no se logra como opositor, porque requiere de un lugar ex-céntrico y distante respecto de toda posición particular.
Asimismo, un medio crítico se compone de periodistas con autonomía intelectual, en tanto que si el medio deviene opositor no hay duda que aquella autonomía se verá gravemente restringida.

Como sea, y más allá de la disquisición entre ser opositor y ser crítico, si la libertad de prensa no respeta el derecho a la información aquella se transforma en una política deliberada de banalización de la palabra.

Es notable que la noticia sobre la misiva papal fue menos difundida por su autor y/o su destinataria que por aquellos que creyeron (o quisieron) que era falsa. De modo que un hecho protocolar (el Papa suele enviar este tipo de notas a los gobernantes cuando hay celebraciones nacionales) y políticamente menor, fue sobredimensionado por los medios y transformado en lo que no era: una mentira.


Pensar al revés
Ya que en estos días es el aniversario de la muerte de A. Jauretche es bueno recordar que él entendía que los argentinos pensamos al revés.
Clarín afecta el pensamiento de sus lectores haciendo o promoviendo que piense al revés.

Clásicamente supimos que los “rumores” proliferan ante la falta de información. Así, un rumor surge como sustituto de lo que no está y en parte es de allí que extrae su atractivo: uno se enteraría de algo secreto.
Por ello es habitual quedar atrapado (diría penetrado) por el rumor.
La operación a la que asistimos aquí es compleja porque no solo echa a rodar un rumor falso sino que promueve un proceso regresivo, toda vez que en este caso sí había información, en cuyo caso transformarla en un rumor no es otra cosa que degradarla.

Bion, un brillante psicoanalista inglés, describió un fenómeno clínico que llamó “reversión de la perspectiva”. En este el paciente le hace creer al analista que aquel se está analizando, cuando en el fondo su objetivo es otro: atacar la mente del analista y demostrar que no sirve. A la inversa de los sujetos que, según Freud, fracasan al triunfar, en la reversión de la perspectiva el sujeto triunfa al fracasar, aplaude silenciosamente las derrotas, que todo vaya mal.
El paciente, además, le hace creer al analista que hay un paciente, que hay alguien que con sinceridad describe sus problemas. Tiene alguna similitud, aunque sea parcial, con el llamado “síndrome de munchaussen” en tanto en uno y otro caso un sujeto engaña a otro haciéndole creer que allí hay un problema, hasta que se revela la falsedad del problema mentado.


¿Por qué “yegua”?



Sebastián Plut

Freud ha estudiado la significación que adquieren los animales para los sujetos.
No me refiero a que tal o cual animal tenga en sí mismo un sentido particular ni a las razones por las cuales hay quienes gustan de tener animales domésticos.
Más bien alude al empeño por sustituir a humanos por animales o, lo que es casi lo mismo, antropomorfizar a los animales. Algunos superhéroes son un buen ejemplo de ello (Batman, Hombre Araña, etc.).
Mucho es lo que Freud explicó sobre esto en su célebre texto “Tótem y tabú”, en el cual definió lo que conocemos como “ideal totémico”. Dicho ideal se distingue de otros, por ejemplo, en que el ideal es ocupado por un héroe (ideal mítico), por un Dios (religión) o por una ideología (cosmovisión).
De este modo, quienes colocan a un animal en el lugar del líder o ideal (que para quien lo hace puede tener una valencia positiva o negativa) exhiben un singular modo de pensar la realidad.

Quienes nombran a CFK como “yegua”, claro está, lo hacen para insultarla, por lo cual, se trata de un personaje al cual colocan como ideal negativo.
Lo que importa, entonces, es que de ese modo no solo están poniendo en evidencia una crítica. O, más bien, precisamente no están manifestando una crítica.

Tenemos, así, una combinación entre insulto y pensamiento totémico.
El insulto es expresión de la cancelación de la capacidad de pensar y su reemplazo por una acción, no obstante recordemos que solo se trata de una acción impulsiva y hostil. La lógica del insulto (o de dicha acción) es la supresión del otro, ya que quien insulta no soporta el carácter irreductible del otro, no tolera la diferencia.
El que insulta no pregunta lo que el otro piensa sino que desestima toda tentativa –propia y ajena- de reflexionar.
El pensamiento totémico, por su parte, no solo abona la lógica sacrificial sino que se funda en la desmentida, esto es, en la ilusión de hacer coincidir al yo con el ideal, lo cual refleja una aspiración narcisista.

Un tercer y último componente de lo que Freud señaló respecto de la identificación con un animal, se relaciona con la pulsión anal aunque, por el momento, es mejor concluir aquí.

¿Y si no era el adjetivo?



Sebastián Plut


Podría imaginar que le pregunto a Ricardo Forster: “¿Y si Nacional no era el mejor adjetivo del sustantivo Pensamiento?”.
Aunque intuyo que a quienes salieron a toda velocidad a llamarlo Goebbels, también podría preguntarles “¿Y si no es el adjetivo lo que les duele?”
Es que en el discurso de muchos opositores la agresión compite con la celeridad. Digo, porque uno no sabría si preguntarles “¿por qué sos tan agresivo?” o “¿por qué te apurás a criticar?”.
Tal vez no haya tal competencia sino una sinergia efectista en que “más rápido” y “más hostil” se alimentan recíprocamente.
Pero hoy me detengo en este rasgo (la velocidad) porque aun la crítica intencionada debería tomarse un tiempo, ese tiempo que es necesario, insoslayable, para que aparezca el pensamiento.
El apuro para juzgar (léase, insultar) a Forster expresa la fantasía punitiva de muchos, que al modo de un Minority report ya detecta al culpable antes de que este hubiera hecho algo.
Pero aquellos juicios también fueron arrojados catárticamente al ruedo público sin tiempo ni mediación alguna. ¿Realmente creen que no hay nada –de distancia, diferencia, etc.- entre Forster y Goebbels?
La catarsis es eso, aceleración y expulsión del otro, pero también del propio pensamiento.
Por eso, ¿será el adjetivo “nacional” lo que se ataca, o será la convocatoria al “pensamiento”?
A alguno de los que no les gustó y, al minuto, insultó, ¿se le ocurrió que antes que el agravio se podría cooperar? ¿Cómo? Por ejemplo, reflexionando como hicieron muchos sobre los términos. O bien, ¿no se le ocurrió que, antes de calificar al nuevo funcionario, podría leer sus libros?
Nada de eso, cooperar o leer, está en el menú de opciones porque son tareas que requieren de un esfuerzo que no combina bien con la catarsis (que, insisito, es la combinación entre velocidad y hostilidad).

Freud decía que el psicoanalista puede hacer predicciones solo cuando ha identificado la compulsión a la repetición. Entonces, sin atribuirme dotes de futurólogo, anticipo que pasado un tiempo –seguramente breve- en que a Forster se lo tildará de lo más grave, se pasará a denostarlo porque su Secretaría “no hizo nada”, “¿para qué tanto nombre si el pensamiento no cambió?” o cualquier otra forma en que, también aquí sin mediaciones, al catártico no se le mueva un pelo por pasar de criminalizar a un intelectual a desvalorizarlo porque no ha cambiado nada.

Tampoco faltó el que cuestiona de la siguiente manera: “el Gobierno se ocupa de las cosas que no le interesan a la gente. A la gente le importa el trabajo, no el pensamiento nacional”.
Antes de insistir en este tipo de críticas, le pido al opositor: primero, que se fije si es que, por ejemplo, el Ministro Tomada ocupó mucho de su tiempo en el tema Forster (o la nueva Secretaría), pues creo que no; en segundo lugar, le pido al opositor que repase qué opinó, por ejemplo, de las acciones del Gobierno para resolver el problema del trabajo en negro (en algunos campitos, por ejemplo).

Sería interesante que quienes se sienten interpelados por toda esa “nueva movida”, lean a Forster, discutan sobre la Escuela de Frankfurt, etc., ya que todo esto no es sino un esfuerzo por privilegiar el pensamiento en el contexto de la política.
“Pensamiento nacional” puede ser un desacierto, pero desacierto no es igual a fascismo.
Pensamiento nacional, me parece a mí, no es ni podría ser una enorme cosmovisión totalitaria que nos lave la mente.
Pensamiento nacional es, creo, tener pensamiento propio, no ser pensado por el otro.

La vitalidad del conflicto



Sebastián Plut

En el año 2006 se publicó en Argentina (por Topía Editorial) un muy buen libro de Ch. Dejours que lleva por título “La banalización de la injusticia social”. Una de las hipótesis que expone a poco de comenzar es que en muchos ciudadanos “hay un clivaje entre sufrimiento e injusticia”.
Si bien el autor se refería a los ciudadanos franceses, su análisis resultaba valioso para examinar algunas experiencias argentinas.

De hecho, recuerdo haber lamentado que el libro no fuera publicado un poco antes, ya que hacia fines de 2005 yo había concluido mi tesis doctoral (sobre el trauma laboral de los empleados bancarios durante el corralito) y una de las conclusiones tenía mucha afinidad con lo planteado por Dejours, aunque expuesto con mayor claridad por él.

La mencionada conclusión, dicha de manera abreviada, fue que si bien los trabajadores bancarios expresaban un importante nivel de sufrimiento (cansancio, pesimismo, desesperanza, etc.) no manifestaban ningún tipo de frase que evidenciara el sentimiento de injusticia (pese a trabajar muchas más horas de lo habitual, ser objetos de múltiples agresiones, temer futuros despidos, etc.).

Ello me condujo, en aquel momento, a afirmar que el fenómeno correspondía a la invisibilización del conflicto o, al menos, que un sector significativo del malestar no tenía figurabilidad, expresión.

De este u otros modos, problemas similares han planteado diversos autores, tales como Sennett, Aubert y de Gaulejac, entre otros. En más o en menos, todos coinciden que en el llamado neoliberalismo la lógica laboral impide la expresión del conflicto pues prima el individualismo. Una típica expresión era “vos sos tu propio patrón”. Esto es, individualismo no quiere decir sencillamente “hacé la tuya”, sino que también significa desconocer la dependencia del otro, la importancia de ese otro, las relaciones jerárquicas y de poder, entre otras cosas.
Si yo soy mi propio patrón (aun trabajando en una gran compañía) todo conflicto queda confinado (y reducido) a mi propia subjetividad.

Freud decía que el otro puede quedar colocado en diversos lugares, ya sea como ideal, como ayudante, rival o semejante. En la lógica laboral descripta, la empresa se constituía en el lugar de ideal y cada trabajador en un mero ayudante. “Yo soy la empresa”, pues, era a lo que aspiraba (o se pretendía que hiciera) cada trabajador, expulsando por esa vía las posiciones de semejante y rival. En rigor, si se excluyen estas últimas posiciones, el otro deja de ser un otro, ya no es representado como otro con el cual cooperar y/o discutir.

Aunque suene trillado, no está de más recordar que el conflicto es inevitable, es constitutivo del ser humano y de sus vínculos. En todo caso, varían sus destinos, ya que pueden resultar destructivos, quedar invisibilizados o bien expresados dándole un curso de resolución.

Tal vez, entonces, uno de los cambios de época a los que asistimos en la actualidad, consista en que los conflictos se han tornado manifiestos, pueden desplegarse en el escenario de los vínculos intersubjetivos, en el campo social. No hay, ahora, un silenciamiento aterrorizante ni un pensamiento único y banalizante. Por el contrario, hay fuerzas en pugna, que de modo notorio debaten. Aun cuando tales pugnas por momentos se intensifiquen en medida, quizá, innecesaria, no debemos perder de vista la vitalidad que todo ello entraña.

Todos es no solo yo



Sebastián Plut


Pese a que mi fiebre futbolera solo alcanza el nivel de una ligera febrícula estacional, me gusta la idea del “fútbol para todos”.
El valor social de esa política pública no se agota, creo, en el hecho de que mucha más gente pueda ver los partidos. Si hay allí algo de justicia social no es solo porque quienes no pueden pagar un abono ya no deban mirar lastimosamente los partidos en las vidrieras de los negocios de electrodomésticos.
Es justicia porque suprime una posición (abusiva e innecesaria) de privilegio.
Inclusión, entonces, es que “más gente puede…” pero también que “no solo puedo yo”.

Lo mismo podría decir de tantas otras políticas y leyes de los últimos años, como por ejemplo, la ley de matrimonio igualitario. La ley habilita a que también contraiga matrimonio un sector de la sociedad que hasta el momento no tenía ese derecho, pero también es una ley que nos abarca a todos en tanto genera mayor tolerancia, menos prejuicios y menor hipocresía. Así, se trató de una legislación para el conjunto de la sociedad.

Suele decirse que la discriminación se funda en la aversión a lo diferente, en una dificultad para reconocer y aceptar la diversidad. Sin embargo, siendo cierto, también creo que las razones de quienes se oponen a estas políticas derivan de no tolerar las afinidades que estas leyes y políticas visibilizan, reconocen y promueven.

En síntesis, los que se oponen al “todos”, tienen mayor disposición a “tolerar la diferencia” (con todo lo que implica el verbo “tolerar”) que a descubrir la semejanza con el prójimo.

lunes, 19 de mayo de 2014

¡Vaya la libertad!

Sebastián Plut


Pues que sí, hace ya tiempo, para decirlo con cierto tono de exagerada épica, que vengo librando una batalla con la libertad. Es con ella, ya que la pugna, justamente, es si estar a favor o contra ella o, mejor, si oponerme o serle indiferente.
Tengo un problema con esa palabra y, sobre todo, con lo que muchos hacen situándose como la más viva encarnación de ella para la muerte, como sus propietarios y, aun, sus distribuidores.
No escribiré aquí para aquellas mentes indignadas que se sobresaltan sobreactuando y que correrían a decirme “vos no sabés lo importante que es la libertad”. Tampoco podré esperar que me lean aquellos a quienes acomodarse a los lugares comunes les soba el narcisismo.
No crean que ignoro la admirable bibliografía sobre el tema y que yo mismo desearía haber tenido la capacidad de escribir, o tantas poesías y canciones a la libertad a cuyos autores no aspiro más que envidiarles la belleza que son capaces de conquistar.
Pero es que, quizá, por eso que la misma libertad significa y permite, hasta Bush pudo mencionarla unas cincuenta veces en un solo discurso.
Hay otros que defendiendo la libertad de expresión solo renuevan su licencia para mentir. A ellos, hasta el verbo defender pareciera quedarles lejos.
¿Acaso no están los mercaderes para quienes la libertad es el eufemismo que trasviste su único y excluyente deseo de ganar más y más dinero y a costa de más y más otros?
Y más acá encontramos a esos temerosos y frenados, encerrados y silenciosos, que diciendo y pidiendo libertad no hacen más que huir del otro, cual si los vínculos y afectos fueran inversamente proporcionales al oxígeno.
¿Y cómo olvidar a los dueños de industrias y servicios para quienes libertad solo significa fingir que prescindir de un laburante no tiene consecuencia alguna?
Y en cada ocasión que esta lid me asalta encuentro que para todo aquello que sea bueno y bello hay muchas otras palabras, menos ambiguas y manipulables, que no se prestan fácil y habitualmente a ser vaciadas o ninguneadas.
Así es, déspotas y abusadores de toda índole y en todas sus versiones, se animan y arrogan el privilegio de las libertades, pero difícilmente aprecian el compromiso, el esfuerzo, la justicia, la cooperación, la ternura y la confianza.

martes, 6 de mayo de 2014

El síndrome del bisiesto



Sebastián Plut

El bisiesto es el día que se intercala, cada cuatro años, entre el 28 de febrero y el 1 de marzo.
Es decir, se trata de un único día cada cuatro años.

De modo similar, solo es un día, cada cuatro años, en que un candidato gana una elección presidencial. Los restantes 1.460 días, esa persona –con quienes lo acompañen- debe gobernar el país.

De las elecciones legislativas del año pasado, resultaron escogidos diputados y senadores, aunque a muchos de los cuales los vemos más por hacer campaña de cara a las elecciones del próximo año que por su tarea parlamentaria.

Muchos de ellos son los denominados opositores al Gobierno Nacional, opositores que no dejan de oponerse a cuanta medida tome el Ejecutivo y que, paradójicamente, no cesan en su postura antagonista de cuestionar la presunta retórica antagonista del Gobierno.

Son los mismos que en ocasiones critican a los gobiernos que se autoproclaman fundacionales pero, al mismo tiempo, no consideran que nada de lo hecho estos 10 años sea rescatable.

En las próximas elecciones presidenciales habrá candidatos oficialistas y de la oposición, no obstante lo que tendremos que elegir no es un/a “opositor/a” sino un/a “presidente/a”.

Si resultara electo un candidato de la oposición, este sería ganador en tanto tal (opositor) únicamente un día, en tanto los 1.460 días que le siguen deberá presidir el país.

Si es esperable que en ciertos aspectos un próximo gobierno, al menos por la natural alternancia, se diferencie del actual, también sería saludable que en muchos otros asuntos haya continuidad.

En efecto, la vida no puede ser solo continuidad, pues seríamos presa de una homogeneidad empobrecedora, pero tampoco puede ser pura diferencia, porque perderíamos la afinidad necesaria para nuestros vivir común.

Para finalizar, quiero citar un breve fragmento de una carta que Freud le escribiera a Einstein hace poco más de 80 años: “la unión de los muchos tiene que ser permanente, duradera. Nada se habría conseguido si se formara sólo a fin de combatir a un hiperpoderoso y se dispersara tras su doblegamiento”.

lunes, 5 de mayo de 2014

Entrevista a Sebastián Plut: "En la dirigencia hay intolerancia ante la derrota" (Diario de Río Negro) 22:43 04/05/2014 Vía un libro sólidamente fundado en el manejo de compleja metodología ("Psicoanálisis del discurso político"), el doctor en Psicología Sebastián Plut explora el discurso político generando un aporte para conocer a quienes manejan el destino de un país.


— Que a un político no le guste ser derrotado en una elección es natural. Sin embargo suele verse, fundamentalmente tras una elección, que un derrotado asume desde lo discursivo el hecho ignorándolo ¿Son mecanismos defensivos o estos se extienden en términos de patología?
— Puede haber de todo y todo junto. Me parece sí acertado lo que sostiene un estudioso del tema: Otto Kernberg. Sostiene que el político es propenso a la "intolerancia a la derrota"… Y siempre en esa línea vincula, incluso, esa intolerancia a lo narcisista y paranoide. Todo esto hay que reflexionarlo desde un encuadre amplio de reflexión sobre el discurso de los políticos. Después de trabajar años sobre discursos de cientos de políticos del mundo entero (más de 100 fueron discursos de asunción del poder) rescato muchas conclusiones. Una es que los políticos siempre se presentan desde lo exitoso. Y reproducen su discurso desde ese plano.
— ¿Borran? ¿No hay historia?
— Puede relacionarse con eso. Digo que tanto si hablan desde el ejercicio de un gobierno, o desde el rol de opositores a la hora de plantear soluciones a los problemas que enfrentan, no es común el discurso que reconoce un fracaso; tampoco la confesión sobre las dudas o dificultades para encarar este o aquel problema. Ningún político va a un programa de televisión y dice: "esto no sé cómo resolverlo". Tampoco: "tal problema es complejo de resolver".
— ¿Esta conducta es cultura en la política argentina? Por caso: nadie se va en la política argentina. El electorado los borra del mapa, pero siguen y siguen…
— Reflexiono el tema como tendencia muy acentuada. Hemos tenido un presidente que, de cara a una situación severa del país, dijo: "Estamos mal pero vamos bien".
— Lo mismo dice Rajoy de cara a la crisis española, pero avalado por resultados positivos…
— Por eso hablo de tendencias. Acá hay casos interesantes. En estos años, ante la pregunta de un periodista sobre cómo quedaba una convergencia opositora tras sufrir una dura derrota electoral, uno de los líderes de esa convergencia respondió: "No hemos sido derrotados; estamos más fuertes que nunca".
— Usted señala en su libro que, en política, la mentira no siempre es un tema sencillo de determinar. ¿Es más constante ese "no siempre" que "se puede"? O, en todo caso, ¿cómo juega el contraste entre lo que se dijo y se hizo?
— No he investigado en términos de establecer porcentajes entre lo uno y lo otro. Mire, si lo que está diciendo un político hace a una cuestión de futuro, ¿cómo determinar, en ese momento, que el político miente? Podemos creerle o no, pero entonces nuestra credibilidad ya depende de otros determinantes… De ahí, al menos en parte, lo complejo del tema.
— ¿Qué sugiere -siempre en el campo de la mentira- como camino para reflexionar el discurso de un político?
— Así, ya, sugiero que si un político dice "tengo sed de verdad", prestemos atención a aquello que dijo antes de tomar un vaso de agua…
— En otros términos: antes de poner su discurso en estado de euforia…
— Más o menos eso... Por ahí, por ahí. Pero no me suba al tren de sugerencias, porque hay mucho por decir.
— Subamos. ¿Por ejemplo?
— Uno puede preguntarse no sólo o no tanto si el político miente, sino si él mismo cree en lo que dice. Por ejemplo, si un político dice: "Vamos a terminar con la inseguridad", quizá sea más importante detectar si él cree en lo que dice que demostrar si es verdad que lo hará, ya que ese resultado será a futuro y dependerá de muchos factores. Pero como son interrogantes cuyas respuestas dependen de distintos factores, es que hablo de lo complejo de todo lo que hace a la mentira o no en política…
— ¿Cómo plantarse a la hora de las urnas, computando toda esta complejidad en tiempos en que la política está bajo acecho?
— La respuesta hace al universo de ideas, de posición social, etcétera. Es de naturaleza esencialmente política y yo no hago política: reflexiono el discurso político… Ante la hora que usted señala o rumbo a ella, quizá haya una suerte de pacto implícito con el ciudadano, porque me pregunto si la gente votaría a aquel que sincera su impotencia o ignorancia…
— ¿No ha votado a quien dijo hacer una cosa e hizo otra? Algunos sociólogos franceses llaman "elogio de traición" a ese corsi y ricorsi que suele tener mucho de positivo…
— Por supuesto que se ha votado algo que después no se dio. Pero sucede también que, más allá del discurso, se suele prestar atención a las políticas públicas de un gobierno. Nos pueden gustar o no, pero si alguien se muestra activo en la toma de decisiones… bueno, eso pesa. En relación a todo lo que estamos hablando, tengo la impresión de que algo nos falta…
— ¿Qué?
— Dejar en claro que el discurso político, además de información, es inexorablemente tres cosas o funciones: una, "hacer-hacer", que sería la función pragmática: dos, "hacer sentir", o sea una función afectiva, y tres: una función cognitiva, que es "hacer creer". En síntesis: cuando un político habla lo que busca es que el otro le crea, movilizar afectos y, vía esa movilización, que el otro haga algo… no sé… que vaya a una manifestación, un acto, lo vote. Es decir: toda una tarea que procura lo interactivo.
— ¿Cómo define, en términos de estructura conceptual, lo que abarca el todo de este discurso?
— Desde el psicoanálisis lo defino de discurso de estilo épico.
— ¿Eso hace a lo vindicatorio?
— Sí, en términos de deseo. Apunta a que una palabra se apodere de la motricidad ajena. Es un discurso que, una vez puesto en marcha, puede no hacerse evidente pero está presente.
— ¿Con que Menem arrancara con el "síganme" ya bastaba…
— Puede interpretarse así. Hay mucha condensación de palabras en ese buscar la motricidad del otro. Una búsqueda que incluso apela a lo gestual por parte del político… manejo de brazos, miradas, silencios… Alfonsín con su manos entrelazadas, Menem con su poncho…
— O sea que el discurso verbal tiene llegada más directa…
— Depende del escenario, entre otras razones. Pero siempre tiene tres niveles. Uno: del relato, o sea cuando el que habla muestra lo ocurrido, de dónde se viene en política. Dos: los actos del habla, o sea las frases, lo que uno hace cuando habla. Puedo contar lo que pasó ayer para lamentar, amenazar, dramatizar, objetar. Tres: cuáles son las palabras que usan los políticos. Yo trabajo este tema a partir del método de distribución de frecuencia. Un estudio estadístico donde, a través de un software, determinamos qué tipo de lenguaje usa un político. Esto último lo estudié a partir de más de 100 discursos de asunción de políticos argentinos, del continente, EE. UU y europeos. El discurso de asunción tiene un contexto muy particular: habla ante una platea amplia, internacional. Ajusta sus palabras a esa realidad. Distinto es cuando, horas después, sale al balcón…
— En tren de hablar de Néstor Kirchner, Cristina habla de "él". Generalmente no lo nombra. Evita hablaba de Perón, directamente. ¿Puede inferirse de esto que Cristina tiene menos dependencia de Néstor que Eva de Perón?
— Eva no fue presidenta.
— Pero fue la mujer quizá con mayor poder político de la historia argentina junto con Encarnación Ezcurra de Rosas.
— Pero no era funcionaria. No estaba en la cadena de ejercicio orgánico del gobierno. Ese plano era de Perón y Perón. Esta diferencia de funciones entre una y otra, marcan diferencias, responsabilidades distintas.
— ¿Cómo reflexiona el discurso de Cristina?
— Reitero, no hago política. Es bastante estable en lo concerniente a recursos retóricos, estrategias argumentativas. Pero con variaciones que dependen de quién es su oyente. Recuerdo, a modo de ejemplo, que en una ceremonia de egreso de cadetes de las Fuerzas Armadas ella privilegió el estilo épico porque, claro, estaba ante hombres de armas, batallas. Uno puede concluir que siempre el discurso de un político expresa mucho de su subjetividad, pero también expresa la subjetividad, los ideales que ese político le atribuye a su interlocutor.
— ¿Si hablo en La Matanza cambio la cinta?
— No hay engaño, sí tomar en cuenta al interlocutor.
— Bucea discursos desde hace 20 años. ¿Encontró alguno en que tras la muerte de Eva, Perón se refiera a ella?
— Lo busqué y busqué: no. Sí en la presidenta en relación a su esposo.
— ¿Qué marca lo uno y lo otro?
— No sé si marca algo.
— ¿Cuesta desde el psicoanálisis reflexionar el duelo de un político?
Una reflexión: lo político, en términos de duelo, hace a lo público. Uno no puede esperar lo mismo de un duelo de una persona, que no es un personaje público, que de éste. Si una paciente llega al psicoanálisis tras la pérdida de su esposo y, durante dos semanas o más, habla y habla del dinero que no tiene para vivir, bueno… hay un problema. Si se trata de un presidente o una presidenta que pierde a su esposa o su marido, no es esperable que esté un tiempo largo hablando de su dolor por la pérdida. Y, nos guste o no, no es menos cierto que la presidenta recuperó rápidamente su rol tras la muerte de Kirchner.
"Gorrión entre los gorriones"
— Y un día, el político llega a la Rosada. Y es presidente. Y está el balcón que, como señala Tulio Halperín Donghi, "guste o no suele mover la historia". ¿Puede decirse que hay un estilo muy común en el discurso desde el balcón?
— Sin caer en generalizaciones, la experiencia que nos llega dice que ese discurso es propicio para lo histriónico, por caso. Pero también para lo que en mi investigación llamo "estilo lírico alentado por deseos de amor", de vincularse con la plaza desde esa línea. En el discurso de Eva Perón este estilo tenía una alta prevalencia. Esto incluso queda palmariamente demostrado en el prólogo de "La razón de mi vida".
— ¿Lo de los gorriones?
— Por ejemplo… ella se asume como "un gorrión en una inmensa banda de gorriones". Y coloca a Perón en términos de un "cóndor gigante" que vuela cerca de Dios y que un día descendió "y me enseñó a volar".
— ¿El amor con sostén en la exageración?
— Sí, también por la metáfora. Como actos del habla, o sea frases, en los discursos de Eva hay mucho lenguaje donde abundan exaltaciones del sacrificio, entrega, afectos que, sin duda, buscaba instalar en la plaza donde estaban "mis queridos descamisados"… la recurrencia a la palabra "corazón" como el lugar desde el que parte, digamos, el lazo emocional hacia el otro.
— ¿Pero el discurso de Eva no tenía carga agresiva, denostador para con lo distinto?
Bueno, en el libro y a la saga de toda una línea de reflexión sobre el discurso como tal, yo trabajo el discurso de Eva señalando que hay situaciones en que colocar el ideal de amor en el campo discursivo y toda la carga emocional que conlleva este estilo, suele exceder ese espacio y transformar lo que se dice en hegemónico.
(Sebastián Plut es doctor en Psicología y Psicoanalista egresado de la UBA. Entre sus actividades académicas figura el ser profesor en la UCES, Universidad de Ciencias Empresarias y Sociales. Su tesis doctoral abordó el "Estrés laboral y trauma social de los empleados bancarios durante el corralito". Ahora, editado por Ed. Lugar, publicó "Psicoanálisis del discurso político") Carlos Torrengo

martes, 29 de abril de 2014

Los lugares comunes

Sebastián Plut

Hay afirmaciones que parecen constituir mitos pero, en rigor, ni siquiera son tal cosa, son más bien lugares comunes. Es decir, son afirmaciones que padecen de simplicidad y que, por eso mismo, a veces las damos por ciertas, como si, al mismo tiempo, quisieran decir algo valioso y fueran por su misma expresión una demostración de su veracidad.

Una de tales afirmaciones es la que distingue una supuesta “vieja política” de una que, pareciera, sería “nueva”. En ocasiones, la variable no dicha pero subyacente sería la edad del político al que se acusa de pertenecer a la “vieja política”, pues, por ejemplo, se habla de la cantidad de años que hace que interviene u ocupa ciertos cargos. Si así fuera, supongamos, Nelson Mandela debería haber sido excluido mucho antes de su deceso.
Entonces se dirá que no, que no es una cuestión de edad, sino de la forma en que se hace política. Y aquí, entonces, la afirmación pierde aun más sentido, y ello por varias razones: a) porque no se sabe bien qué es lo que queda designado bajo el mote de “vieja política”; b) porque se engloba de modo abusivo –como si antaño se hubiera hecho política solo de una única manera-; c) porque se creería que la “nueva” política es toda buena; d) y porque tampoco queda muy claro qué sería esta “nueva” política.

Sin ir más lejos, ayer me dispuse a ver el programa de María Laura Santillán, que entrevistó a algunos miembros de UNEN y cuando hablaban de la “vieja política” la referían a las “mentiras”, por ejemplo. Suponer que eso describe lo “viejo” es, entonces, una simplificación absurda, pues ni lo viejo es solo eso, ni hay razón para suponer que alguna nueva política carezca de mentiras, y porque es una ingenuidad creer que las “mentiras” son un problema –y patrimonio- de la política.

Con eso podemos pasar a otro lugar común, consistente en hablar de “los políticos”. Nuevamente, hay aquí otra generalización y, en tanto tal, abusiva y carente de fundamento.
Es curioso que, actualmente, rechazamos toda generalización porque sabemos que son portadoras de prejuicios, sea que hablemos de “los chinos”, “los homosexuales”, “los judíos”, etc. Sabemos que no podemos emitir juicio alguno sobre un sujeto, englobándolo en la categoría de algún grupo del cual sea parte. ¿Por qué no actuamos igual con los políticos? ¿Por qué creemos que cuando decimos “los políticos son…” estamos, per se, afirmando algo verdadero y aceptable y no un prejuicio?

Otro lugar común es el que se produce cuando para refutar una afirmación de un político, el objetor dice: “basta con salir a la calle y ver que no es así”. La referencia al “salir a la calle” daría la impresión de una observación realista y concreta, cuando en rigor, no constituye demostración de nada, ya que la “calle” no es un dato y, mucho menos, es una realidad homogénea. Huelga decir que, si es por eso, en “la calle” estamos dispuestos a ver lo que deseamos ver. Vale también una humorada que solía hacer cuando era chico. Cuando me preguntaban si hacía frío en la calle, yo respondía: “no sé, yo venía por la vereda”.

Un último lugar común es el que cuestiona cierta retórica política basada en la construcción de antagonismos. Este lugar común también simplifica y falsea, pues el discurso político no es sin dicha construcción. De hecho, quien lo cuestiona también lo hace en virtud de un cierto antagonismo, de una rivalidad entre intereses contrapuestos.
Puedo agregar, incluso, que la retórica del antagonismo, en definitiva, reconoce a ese otro (con quien disiente), mientras que la ilusión de una unidad son conflictos solo se construye a costa de la exclusión, desconocimiento y hasta abolición del otro.

Finalmente, suele decirse que la “palabra está devaluada” como consecuencia de las frecuentes mentiras de los políticos. Al respecto, puedo hacer dos comentarios. Por un lado, si la palabra está devaluada no será tanto por las mentiras sino, precisamente, por la simplificación y banalización del lenguaje que se produce con la proliferación de afirmaciones propias de los lugares comunes. Por otro lado, la que está devaluada no es la palabra sino la confianza. Hoy parecería que la desconfianza es garantía de lucidez, cuando también puede ser incapacidad de confiar en la palabra.

viernes, 4 de abril de 2014

La responsabilidad linchada



Sebastián Plut


Desde hace ya unos días escribí varias opiniones breves sobre los recientes hechos de “linchamiento” que quiero ahora reunir y retomar acá. Asimismo, he dedicado numerosos textos al problema de la violencia, sea al investigar los vínculos familiares, las vicisitudes laborales o el discurso político. En varias ocasiones, a su vez, suscribí la propuesta de Freud según la cual no alcanza con preguntarnos el por qué de la violencia, sino que el interrogante que nos debe orientar es cómo ha de surgir algo diverso de ella, cómo despertar la ternura.
Hablar de la ternura en este contexto no supone ninguna mirada ingenua sobre los actos delictivos ni una visión romántica respecto de los sujetos que los llevan a cabo. Tampoco presupongo que el sistema judicial-punitivo tenga un funcionamiento óptimo pero, a la vez, no creo que el endurecimiento penal –que muchos arengan- constituya solución alguna.
De todos modos, sobre los problemas criminológicos y/o el sentimiento de inseguridad ya he escrito en otras ocasiones y, ahora, deseo referirme a los sucesos que ocurrieron en las últimas semanas, cuando grupos de personas apalearon (en algún caso hasta la muerte) a sujetos que –probadamente o no- habrían cometido algún delito (por cierto, menor).
En estos días escuché o leí tres posiciones: quienes repudiaron bajo todo punto de vista los linchamientos (entre quienes me incluyo); quienes los criticaron pero argumentan que serían la consecuencia de un Estado ausente; quienes los defienden bajo el supuesto de que “es la única solución que hay” (o expresiones más o menos similares).

¿Resulta, pues, explicativa la hipótesis según la cual el linchamiento deriva de una ausencia del Estado?
Claro que antes de admitir o refutar esta presunción, quien la sostenga deberá justificar o mostrar que efectivamente hay un Estado ausente. Cuanto menos, hallamos aquí una generalización excesiva toda vez que aun con imperfecciones y defectos de todo tipo no parece ser el caso (de más está decir que muchos de quienes sostienen esto, en otras ocasiones acusan al Estado de un intervencionismo extremo). De hecho, una de las situaciones de linchamiento ocurrió a posteriori de un tiroteo con un policía. Tampoco hay, como algunos señalan, un Estado abolicionista en materia penal, de lo cual dan cuenta las cárceles llenas y los juzgados correspondientes desbordados de trabajo.

Ahora bien, si por un momento suspendemos la objeción a este primer sector de la explicación (que habría un Estado ausente), resta aun verificar el nexo antes mencionado (que es dicha ausencia la que daría lugar a los linchamientos). Aquí, pues, deberíamos suponer que estas “prácticas” (por llamarlas de algún modo) constituyen formas o vías de restituir aquello que se supone ausente.
Por caso, podemos mencionar que en la década del ’90, ante el avance del neoliberalismo y, ahí sí, cuando el Estado se retiraba, florecieron las denominadas ONG’s, organizaciones del tercer sector con fondos privados pero con fines públicos. Más allá de la valoración singular o global que podamos hacer de aquéllas, efectivamente procuraron compensar la ausencia de políticas públicas en variadas áreas.
Dicho esto, sostengo que los linchamientos no constituyen ni un camino de restablecimiento de la justicia (ya que solo son actos vengativos y de despliegue sádico) ni tampoco emergen como presunto síntoma de la ausencia estatal.

Considero, además, que la hipótesis que pretende explicar los linchamientos en virtud de la ausencia del Estado, aun cuando quienes la esgrimen reprueben tales actos, no solo desacierta en el nexo causal, sino que también abona una política de des-responsabilización de los sujetos.
Yo mismo sostuve la conexión entre los discursos de algunos políticos o medios de comunicación (que decían, por ejemplo, que con el nuevo código penal todos los delincuentes saldrían a la calle) y los inmediatos posteriores linchamientos. Aun cuando sigo intuyendo la validez de este enlace, ello no exime de responsabilidad alguna a los agresores. Es curioso que cuando se cuestiona el accionar de los medios de comunicación, haya quienes insisten en que no se les puede imputar por nada de lo que hacen algunos ciudadanos. Es curioso, digo, porque por un lado se habla de la importancia que tienen los medios en la sociedad, pero luego se pretende que no tengan responsabilidad alguna.
La solidez que se pretende atribuir a la (ficticia) ausencia del Estado como factor decisivo, sí iría en la línea de considerar que los linchamientos, aun siendo reprobables, fueron realizados por sujetos que carecen de responsabilidad sobre sus actos.
En suma, antes que una indeseada consecuencia de un Estado ausente, los linchamientos configuran una tentativa de sustitución y/o ataque a la acción colectiva. Por eso mismo, no podemos sino observar que estos actos son la respuesta al proceso colectivo que elaboró y desarrolló una propuesta de código penal y propone una discusión profunda y compleja en el terreno de los derechos.
A su vez, un sistema penal debe ser “garantista” (que no es lo mismo que abolicionista) no solo porque así respeta el derecho de todos los ciudadanos, sino porque también admite su inevitable imperfección, asume la imposibilidad de una realización absoluta del ideal de la justicia. Los linchamientos, por el contrario, son empujados por la certeza, por la plena convicción acerca de lo que sucedió y de cuál es la solución. “Garantista”, entonces, significa que el sistema penal tiene como meta no solo la sanción de determinados actos sino, sobre todo, la limitación de la posibilidad de satisfacción de los afanes vengativos. Dicha limitación se realiza a través de la delegación de la justicia en otro (en ese caso, un poder del Estado) y, también, en la admisión de una restricción de la intensidad (al asumir un ideal como irrealizable). 

En lo que sigue, entonces, sintetizo lo esencial de los argumentos que considero refutan toda tentativa de vincular los linchamientos a la supuesta ausencia del Estado:
- Como ya dije, no parece verosímil afirmar dicha ausencia;
- Los actos por “mano propia” no son consecuencia de lo que estaría ausente, sino formas de sustituir un ordenamiento dado. Así ocurre no solo en los mal llamados hechos de “justicia por mano propia”, sino también en lo que podríamos denominar “medicación por mano propia” (como cuando alguien se automedica) o en los “impuestos por mano propia” (cuando cada quien dibuja sus ingresos para evadir al fisco);
- En esta misma línea, quienes deciden linchar a un sujeto no lo hacen porque “el Estado no está”, sino porque el Estado no satisface sus pulsiones vindicativas;
- Así, el linchamiento no expresa la “falta de justicia” sino una forma extremada de la “justicia” que algunos proponen;
- También es expresión de cómo los “linchadores” han quedado contagiados de la violencia ajena a la cual, a su vez, multiplican;
- Se crea una paradoja al cuestionar a la Justicia (como poder del Estado) por sus limitaciones en la disminución de la violencia y, luego, creer que la venganza tendría alguna legitimidad y/o eficacia.

Merle y De Saussure, en su estudio sobre Hitler afirmaron que la “paz” que este último buscaba no suponía la reunión armónica (y aun conflictiva) de la diversidad, sino aquella que surge de la aniquilación de los enemigos.
Algo deberíamos aprender de la historia.