Sebastián Plut
“Todavía hoy lo que nuestros niños aprenden
en la escuela como historia universal es, en lo esencial,
una seguidilla de matanzas de pueblos”
(Freud, De guerra y muerte)
Habitualmente, ante la invitación a participar en una revista, me veo llevado, primero, a definir el tema y luego a organizar el plan de trabajo. Sin embargo, el efecto de la convocatoria para este número de non nominus fue, inicialmente, naufragar en toda tentativa de cernir algún tópico con especificidad así como también hallarme preso de una persistente evocación de textos de diversa índole (psicoanalíticos, filosóficos, literarios, etc.). Quizá esta multiplicación, al modo de la cabeza de Medusa, no sea otra cosa que la expresión misma de lo inenarrable contenido en la criminalidad.
Aludir al acto criminal en singular quizá sólo sea posible por un artificio del lenguaje. En efecto, los hechos clínicos y sociales nos revelan una diversidad difícil de comprender y de reunir en una unidad. Bajo esa premisa, en lo que sigue expondré una serie de ideas y pensamientos que, con cierta indulgencia del lector, podrán considerarse hipótesis.
I. Homo hominis lupus
Cuando escribimos sobre la violencia solemos centrarnos en modalidades específicas en las que aquella se plasma, ya se trate de los crímenes de lesa humanidad, la violencia sexual, los secuestros u otras formas. Intentaré en lo que sigue, pues, examinar la violencia pura, si se me permite el término, la violencia constitutiva de lo humano. De hecho, el epígrafe que encabeza este artículo nos recuerda que entre las múltiples formas de encarar la historia de la humanidad, una de ellas consiste en tomarla como la historia de los asesinatos.
El horror que nos provoca la violencia nos permite imaginar que somos ajenos a ella, no obstante la fascinación que nos promueve denuncia que nos involucra. Recordemos que el mandamiento que reza «No matarás» sólo es entendible en tanto pertenecemos al linaje de una interminable cadena de generaciones de asesinos. Como ha señalado Frazer (citado por Freud, 1913, pág. 126) “la ley sólo prohíbe a los seres humanos aquello que podrían llevar a cabo bajo el esforzar de sus pulsiones”. Compleja imbricación entre ley y pulsión que no por necesaria deja de ser siempre inacabada .
No hace mucho tiempo un paciente explicaba (o intentaba convencerme) que un suceso verosímilmente hostil hacia su pareja se trataba de un mero azar, un “accidente” que jamás habría deseado cometer. Como en otras ocasiones, recurrí al humor y le dije que los analistas operamos de modo inverso a la mafia. Ante la reacción sorprendida del paciente agregué que los analistas no cedemos a la tentación de que “parezca un accidente”.
Tal como señala Freud (1915), sólo mediante una ilusión podemos imaginar un mundo en que está ausente la violencia pues no hay desarraigo posible de la maldad. En una línea afín, Lacan refiere en su contribución a la criminología que el malestar en la cultura desnuda “la articulación misma de la cultura con la naturaleza” (1950, pág. 119). Es decir, el malestar en la cultura no sería sino la evidencia de un fondo de naturaleza nunca eliminable en toda civilización. Creo, entonces, que sigo la orientación freudiana al pensar que mientras la violencia es constitutiva del sujeto, los imperativos éticos son una conquista de la humanidad.
La violencia será todo acto que desestime la existencia vital y subjetiva del prójimo. La violencia perturba “el significado de las impresiones que nos asedian y sobre el valor de los juicios que formamos” (Freud, 1915, pág. 277). Asimismo, la ética, entendida como la tentativa de darle cabida a la diferencia, supone la renuncia al ejercicio de la crueldad. En suma, en un extremo la violencia, en el otro, la dimensión semántica y ética del sujeto, no obstante ambos extremos conviven en el hombre.
El párrafo previo indica una parte del efecto de la violencia, aunque sin embargo también sostendré la posibilidad de pensar la violencia como la resultante de suponerse no representado en el otro (este otro podrá ser un prójimo, el Estado, etc.).
Lo impensable de la criminalidad halla una representabilidad posible como argumentación sobre la injusticia. Aun así, advierto que ello deja un fondo no iluminado sobre el alma humana. En efecto, las consignas que proponen no olvidar el pasado en ocasiones fracasan pues omiten considerar las tendencias desestimantes. No se tratará, entonces, de la necesidad de esforzarnos en recordar sino de neutralizar la aversión a la realidad.
II. De culpas y penas
En 1916 Freud escribe un conjunto de tres ensayos uno de los cuales dedica al problema de la delincuencia. No obstante, tanto el artículo señalado como los dos restantes (sobre las excepciones y los que fracasan al triunfar) pueden encuadrarse en el estudio de aquello que no responde a una racionalidad esperable. Así, un crimen constituye la suspensión de la regla con que nuestras conciencias pretenden que se organice el mundo . Allí Freud señala la evidencia que indica que ciertos delitos no son la causa del sentimiento de culpa sino, más bien, su consecuencia.
De este breve escrito pueden derivarse diversos interrogantes, dos de los cuales expuso el mismo Freud. Por un lado, se pregunta sobre el origen de aquel sentimiento de culpa preexistente al delito. Sabemos ya que la teoría psicoanalítica reconduce los sentimientos morales al complejo de Edipo (perspectiva ontogenética) y al mito fundante del asesinato del padre de la horda cuando echa mano de la dimensión filogenética.
Por otro lado, Freud se cuestiona si esta hipótesis –la de la culpa como factor determinante de la fechoría- permite comprender la comisión de delitos. En tal caso, dice, será necesario deslindar cuanto menos dos grupos de delincuentes: aquellos que no poseen ningún sentimiento de culpa y aquellos otros en los que sí se presenta dicho sentimiento. Respecto de este segundo grupo la hipótesis freudiana encuentra cabida , mientras que el primer grupo quedaría excluido de la misma (posteriormente denominaré apatía criminal a este grupo).
Finalmente, deseo realizar otra puntuación consistente en profundizar la idea de un “sentimiento” que conduce a un “acto” (culpa y delito respectivamente). Recordemos que Freud (1919) señala que las fantasías (como la de “pegan a un niño”) constituyen escenificaciones necesarias para el procesamiento de una erogeneidad específica. En el artículo sobre los delincuentes dice Freud: “[el malhechor] sufría una acuciante conciencia de culpa… y después de cometer una falta esa presión se aliviaba. Por lo menos, la conciencia de culpa quedaba ocupada de algún modo” (1916, pág. 338). Luego agrega que los delitos son cometidos “para fijar el sentimiento de culpa” (op. cit., pág. 339) (la negrita es mía). Dicho de otro modo, el erotismo pide una escena y así podemos comprender el nexo entre el sentimiento de culpa y el acto delictivo, siendo este segundo la escena solicitada por el primero.
Pasemos ahora a examinar la lógica del castigo.
Hace un tiempo escuché el caso de un joven francés quien luego de asesinar a sus padres pidió clemencia al tribunal por ser un pobre huérfano. Maniobra discursiva que a través del cinismo logra concordar con los hechos y nos conduce a pensar que la pena de muerte no es otra cosa que la muerte de la pena.
Existen numerosos estudios que se han dedicado a objetar ya sea la efectividad o la legitimidad de la pena de muerte. Los primeros han mostrado que, en los hechos, la tasa de criminalidad no disminuye por efecto de la aplicación de la pena máxima. Los autores que cuestionan su legitimidad, a su vez, sostienen –con argumentos diversos- que la ley no puede, en ningún caso, avalar un asesinato.
Koestler (1960) y Camus (1960) son dos de los autores cuyas hipótesis me resultaron más sugerentes. Ambos plantean cuestionamientos de distinta naturaleza, los cuales comprenden los dos tipos de objeciones (eficacia y legitimidad). No me detendré en citar los argumentos correspondientes sino que prefiero centrarme en los efectos de la aplicación de la pena capital. Koestler, por su parte, señala que con la pena de muerte la “barbarie legal se convierte en barbarie común” (op. cit., pág. 47). El autor no desconoce que todo ser humano abrigue impulsos vengativos, pero estos no deben ser ratificados por la ley aun cuando formen parte de nuestra herencia biológica (en un apartado posterior me referiré al problema de la herencia de la especie).
Camus recuerda que, frecuentemente, las legislaciones consideran más grave el crimen premeditado que el crimen por impulso. Así, con fina ironía afirma que la pena de muerte no sería otra cosa que un crimen premeditado. El autor también se ocupa del fundamento que justificaría la pena de muerte en función de la ejemplaridad de la misma y lo refuta en virtud de que tal “ejemplo” no amedrenta a ningún criminal. Puedo agregar que el “asesinato legal” no se traduce en una reflexión sobre lo que podría ocurrirle a quien comete un crimen. Más bien, considero que se transforma en un ejemplo del grado de violencia del que es capaz un ser humano o la sociedad .
La pena de muerte consume (agota) el castigo posible pero no logra eliminar el sentimiento de culpa. Quiero decir, si un crimen da paso al castigo necesario para un sentimiento de culpa, el castigo absoluto libera la culpabilidad para que sean necesarios otros actos delictivos ¿No se trata en esos casos de que la sociedad ya está “resarcida por completo”, y con ello promueve un reinicio del circuito culpa delito? Quizá tengamos que admitir (soportar) la conveniencia de dejar que una porción (simbólica) del delito siga ocurriendo.
La culpa, entonces, es un sentimiento que admite diversas posiciones: o bien como ausente, o bien como determinante del hecho delictivo o bien como freno al mismo. En ocasiones me he preguntado acerca del valor de la vergüenza (Plut, 2001). He señalado que en algunos sujetos la vergüenza actúa como un freno al evento vergonzante (por ejemplo, hay personas que sienten vergüenza por su desocupación y, por ende, tienden a buscar un trabajo), mientras que en otros funciona de otro modo (les da vergüenza “ser vistos” en la búsqueda de trabajo y, por lo tanto, tienden a abandonar dicha búsqueda). En estos últimos, en rigor, la vergüenza va sedimentándose como un estado persistente del cual pretenden salir a través de una progresiva retracción –de tipo narcisista- a pesar de lo cual aquel afecto insiste interminablemente. Del mismo modo, me he preguntado por qué algunos sujetos una y otra vez se precipitan en escenas en que los invade la vergüenza, la humillación u otros sentimientos. Pues bien, entiendo que mientras para algunos los afectos displacenteros operan al modo de un freno, en otros operan como un destino hacia el cual se conducen invariable e irrefrenablemente.
Quizá esta proposición no difiera en mucho de la distinción freudiana entre la angustia señal y la angustia automática y nos sentimos autorizados de proponer, pues, una culpa señal y una culpa automática.
En este sentido, pensando en la criminalidad, podemos pesquisar, cuanto menos tres alternativas:
1) Apatía criminal caracterizada por la ausencia de culpa y subjetividad.
2) Los que delinquen por conciencia de culpa (en cuyo caso la culpa es, a la vez, el punto de partida y el punto de llegada).
3) Aquellos en quienes la culpa interfiere en la comisión del hecho culpógeno.
La apatía criminal nos permite pensar en aquellos sujetos en quienes su crimen no posee los rasgos de la perversidad. Sus actos no procuran la obtención de un bien material a costa de otros, sino que pretenden reducir el estado psíquico del destinatario de la violencia al propio, a la misma condición inerte de quien lo perpetra. Su propósito, entonces, es el de nivelar por lo bajo. Para el caso 2) el derecho opera como castigo, como punición, mientras que para el caso 3) como prohibición. Finalmente, puede advertirse que en esta rudimentaria tipología no hallamos casos en los cuales el sentimiento de culpa sea consecuencia del acto delictivo.
III. La especie humana es la especie de la culpa
Freud sostuvo que la neurosis es el negativo de la perversión, hipótesis que le permitió rastrear el destino de las pulsiones y también identificar posiciones subjetivas diversas al interior de una familia (una esposa neurótica con un marido perverso).
Sin embargo, no deseo centrarme ahora en la problemática de las estructuras clínicas sino en el término “negativo”. Si bien de un modo simplista podemos entender la frase al modo de “el neurótico fantasea lo que el perverso hace”, la primer alternativa impide su inversión. Es decir, podríamos enunciar que el perverso hace lo que el neurótico fantasea pero no podríamos afirmar que la perversión es el negativo de la neurosis. Esto es, el axioma freudiano no supone la negatividad como equivalente de “inverso”; antes bien implica que una –la neurosis- sólo se constituye a condición de la sofocación de la otra –perversión. En este sentido, gran parte del texto sobre el asesinato del padre de la horda primordial puede leerse en clave de “negación”. Para decirlo de otro modo, afirmaré que la sociedad es el negativo del crimen.
Repasemos algunas de las nociones expuestas por Freud (1913) en torno del origen de la ética y la comunidad. Sabemos que recurre a la hipótesis filogenética –herencia de la especie- para comprender el origen y continuidad del sentimiento de culpa. También refiere que el poder ético comprende un conjunto de representaciones y significaciones comunes. La comunidad social, entonces, se establece en la aceptación de las obligaciones recíprocas.
Freud también alude a la comunidad de linaje, y si bien cada uno reúne dentro de sí diversos linajes (su propia familia, su nación, su credo, la humanidad toda) es conveniente especificar que en esta ocasión el linaje al que Freud se refiere es el de la especie humana . Recordemos que en su estudio sobre Schreber Freud apuntó que la pulsión social puede investir diversas representaciones-grupo las cuales pueden tener un grado creciente de abstracción y abarcatividad.
Más allá de cuál es el grado de abarcatividad de un linaje dado, tiene particular interés la hipótesis de que en el clan totémico ciertas acciones (asesinato) estaban prohibidas para el individuo aislado pero eran legítimas cuando todo el linaje asumía la responsabilidad.
Esta descripción nos recuerda que en la modernidad, precisamente, es el Estado quien exige conservar el monopolio de la violencia. Podemos conjeturar que la atribución del monopolio estatal de la violencia deriva de la prescripción totémica de un sacrificio sólo permitido como acción colectiva. El Estado, pues, como instancia que representa al conjunto sería el único ejecutor legítimo de la violencia. Si bien esta delegación tiene por finalidad cierta seguridad social, también entraña determinados riesgos derivados de la concentración de tales magnitudes de hostilidad.
Por otro lado, se presenta un problema de naturaleza diversa que ha sido estudiado por numerosos autores, entre ellos, Agamben (2000) y Arendt (2000). Me refiero a las ocasiones en que el sentimiento de culpabilidad ve dislocado su origen histórico causal y se transforma en una difusa culpabilidad social. Agamben y Arendt examinan los efectos de la ausencia de una responsabilidad individual y jurídica de los implicados directamente en los crímenes de lesa humanidad durante el nazismo. Agamben, por su parte, recuerda la tendencia a asumir una culpa genérica en cada ocasión en que ocurre un fracaso en la resolución de un problema ético. Es decir, la culpa difusa y generalizada (al modo de “todos somos culpables”) resulta de (o invisibiliza) la no asunción –o adjudicación- de las responsabilidades individuales en cada delito cometido.
Podemos formular la siguiente proposición: la lógica según la cual no hay culpabilidad en la medida en que todos participamos de la violencia (claro que bajo la forma de su negatividad), queda pervertida cuando la violencia individual pretende diluir su culpabilidad en una responsabilidad (difusa y) colectiva. Mientras que en el primer caso, la violencia perpetrada por el “todos” se denomina “derecho” o “ley”, en el segundo caso se denomina “impunidad”. En la obra que hemos citado de Koestler, este afirma que “en el fondo de cada hombre civilizado se oculta un hombrecito de la edad de piedra, pronto para el robo y la violación, y que reclama a grandes gritos un ojo por ojo. Pero sería mejor que ese pequeño personaje cubierto con pieles de animales no inspirara la ley de nuestro país” (1960, pág. 104). Camus agrega que “si el crimen está en la naturaleza del hombre, la ley no está hecha para imitar o reproducir esa naturaleza” (1960, pág. 133).
Cada generación, entonces, renueva una y otra vez el parricidio (como un trauma que no cesa de ocurrir) por vía de la desmaterialización del padre y da lugar a la constitución de la sociedad fraterna. La culpa derivada del asesinato del padre deviene en proscripción de asesinar al hermano . De ese modo, la horda paterna queda sustituida por el clan de hermanos que rinde, al mismo tiempo, la constitución de un ideal (del yo). Huelga aclarar que la producción del ideal del yo resultante de la desmaterialización del padre es un proceso diverso (si no el opuesto) de la declinación de su autoridad (tal como lo expusieron, cada uno a su tiempo, Durkheim y Lacan) .
Volvemos con ello a la hipótesis que planteé más arriba: comprender la organización social como el negativo del parricidio. La gran fechoría (como Freud designa al parricidio) es así motivo (dio origen) y límite (lo que debe permanecer irrealizado) de la sociedad.
IV. Una investigación reciente
Hace aproximadamente un año estoy llevando a cabo una investigación sistemática cuyo objeto es el análisis del discurso político desde la perspectiva psicoanalítica (Plut, 2007a, 2007b). Deseo comentar brevemente algunas de las conclusiones derivadas del estudio del discurso escrito de Adolfo Hitler. En primer lugar, consideramos que el nazismo fue un sistema de pensamiento político más que un fenómeno inabordable o inhumano. Por ello acordamos con que no pensar lo que los nazis pensaban frena la posibilidad de pensar lo que hicieron, en cuyo caso aquel pensamiento permanecerá impensado entre nosotros (Badiou, 2005). Muchas de nuestras conclusiones hallaron correlación con observaciones realizadas por otros autores. Se ha señalado que el tipo de fidelidad (camaradería) que exigía Hitler respondía más a una construcción narcisista que a una relación objetal y que la “paz” que perseguía no suponía la reunión armónica (y aun conflictiva) de la diversidad sino aquella que surge de la aniquilación de los enemigos (Merle y De Saussure, 1973). El enemigo para Hitler era aquel que encarnaba la diferencia. Recordemos que para Freud el primer opuesto del amor es la indiferencia, que alude a lo no significativo y a lo no diferenciado. Los mismos autores afirmaron que el proceso decisorio de Hitler se desplegaba creando situaciones cada vez más tensas, seguidas de una descarga de odio hasta llegar a una indiferencia extrema.
Por otra parte, ha sido estudiado el nexo entre el desarrollo del nacionalsocialismo y el proceso inflacionario. Este último promovía un sentimiento de humillación que empujaba a endilgarle la responsabilidad (e inferioridad) a otro, a quien se hacía valer cada vez menos (como la unidad monetaria durante la inflación) (Canetti, 1960). En alguna ocasión escuché que una propaganda del período nazi afirmaba que la culpa de la crisis económica la tenían los ciclistas y los judíos. Ante el absurdo del anuncio, la gente tendía a preguntarse por qué los ciclistas, al tiempo que se instalaba y naturalizaba la presunta responsabilidad de los judíos.
Nuestras propias observaciones nos permitieron pensar en un tipo de liderazgo correlativo a la descomposición de la pulsión social, la disolución de las identificaciones, la convicción omnipotente del líder y la atribución de los males a la exterioridad. En el tipo de liderazgo descripto el proceso de ligadura de la pulsión de muerte recorre un camino descompositivo: la voluntad de poder se degrada progresivamente hacia la pulsión de apoderamiento y de allí hacia la pulsión de destrucción (Freud, 1924).
V. El mercado no hace lazo social
Una disputa clásica entre corrientes económicas y/o políticas opone dos valores: libertad y justicia. Mientras algunas doctrinas (como el neoliberalismo) proponen la libertad como el valor supremo, otras sostienen que el ideal rector debe ser la justicia. Cabe precisar que la libertad aludida es la libertad de mercado mientras que la justicia indicada por la otra postura es sobre todo la justicia social. Para los primeros, los defensores de la libertad de mercado, en todo caso, la justicia queda subordinada a la libertad pero, además, se trata de la justicia inherente o acotada a la seguridad civil (las leyes y normas que garantizan la protección de los bienes individuales).
También se discute, por ejemplo, si la delincuencia aumenta o no con el nivel de pobreza. En este caso, mientras los defensores de una perspectiva “garantista” argumentan que el nivel de inseguridad es consecuencia de la desigualdad social, los liberales refutan que exista un nexo entre ambos problemas. Podemos formular la siguiente hipótesis: es probable que un nivel creciente no sólo de pobreza sino de injusticia social tenga por consecuencia un aumento de los niveles de inseguridad. Asimismo, también consideramos que la inseguridad es –al menos parcialmente- un efecto del debilitamiento de los lazos sociales resultante de la entronización del mercado.
La violencia dio paso a la construcción del derecho a partir de reconocer que la unión de muchos (débiles) podía contrarrestar la violencia del más fuerte . Es decir, la unión quebranta la violencia y da origen al derecho que es el poder de una comunidad. Claro que allí no acaba el proceso, pues nada cambiaría si la unidad se formara sólo para combatir al más poderoso y se diluyera tras su doblegamiento. Dicha unidad logrará ser duradera a través de las ligazones de sentimiento. Un primer paso, entonces, es cómo se origina la unión, luego, cómo perdura y, finalmente, cómo se perpetúa. Todos estos pasos entrañan riesgos en tanto la comunidad se compone de elementos de poder desigual . Por ello, las leyes de esta asociación determinan la medida en que el individuo debe renunciar a la libertad personal de aplicar su fuerza.
Podemos agregar que Freud (1930) ha señalado que la libertad individual no es un patrimonio de la cultura, más aun, que aquella “libertad” fue máxima antes de toda cultura (aunque carecía de valor pues no se estaba en condiciones de preservarla). En cambio, el hombre de la cultura accede a la renuncia de una porción de placer y libertad a cambio de un trozo de seguridad. Podemos también intentar una aproximación metapsicológica a partir de los fenómenos de pánico colectivo. Recordemos que estos (cuando se pierde todo miramiento por el otro) no se corresponden con la magnitud de un peligro dado sino, precisamente, con la supresión de las ligazones libidinales que mantenían cohesionados a los miembros .
La desconstitución del ideal del yo conduce a la disolución de la representación-grupo y la descomposición de la pulsión social. Si esta última es la resultante de la desexualización de la libido homosexual apoyada en la autoconservación y de la transformación de la agresividad en sentimiento tierno, rápidamente advertimos los riesgos de la descomposición de aquella pulsión, lo cual da lugar a la liberación de la agresividad, las tendencias suicidas y las luchas fraticidas.
He aludido ya al estado de fascinación y horror en que podemos quedar frente a la criminalidad, y con ello afirmé también que no debemos abordar esta problemática como si fuera ajena. En efecto, frente al interrogante común sobre cómo es que han de ocurrir tales atrocidades, la teoría freudiana sugiere partir de un interrogante inverso: no sólo por qué puede imponerse la tendencia a la supresión de lo vital, sino cómo ha podido crearse un universo complejo en que predominen la ética, la solidaridad y la ternura.
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(*) Publicado en non nominus, N° 7, Revista Mexicana de Psicoanálisis
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