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Psicoanálisis y Economía

domingo, 24 de marzo de 2013

Francisco I y las renuncias

Sebastián Plut


Para comenzar optaré por exponer un fragmento de mi subjetividad o, mejor, dado que habré de referirme al Papa Francisco I, una confesión. En distintas situaciones de mi vida, hace tiempo sé que necesito luchar contra la fascinación. Sé que ante ciertos autores, textos o interlocutores, puedo tender a quedar seducido y se me impone, pues, un trabajo de elaboración tal que se dirija no solo al entendimiento de ese otro, sino también al procesamiento dentro mío de aquel efecto.
Se advierte ya que no abono ninguna posibilidad de conciliar favorablemente la reflexión con la fascinación. Más aun, esta última y la idealización configuran tanto la intolerancia al error como el camino más directo a éste.

Escribir estos días sobre el Papa Francisco I, a poco aún de su asunción, es precisamente expresión de esa misma pugna: interviene allí algo de la fascinación y, simultáneamente, el esfuerzo por despojarme de ella o, nuevamente tomando el contexto, por exorcizarla.

Lógicamente, el riesgo de expresarse en este momento sobre el flamante Papa, no es tanto el equívoco, sino el alto grado de probabilidad de escribir obviedades, renglones que solo sumen un más de lo mismo a lo que tantos otros están diciendo, a favor o en contra, desde la fe o el ateísmo, con pesimismo o esperanzas, con críticas o elogios. Sin embargo, también podemos considerar que todo este suceso hace que la realidad tome el carácter de una pulsión, en el sentido de constituirse como una exigencia de trabajo para lo psíquico.
Decía al comienzo de este párrafo que el riesgo no es el error, ya que a tan pocos días del inicio del papado todo lo que podamos decir será a sabiendas de que se trata de conjetura, deseo o sospecha. Es decir, es preciso reconocer que mayormente cuando hacemos pronósticos, estamos mirando por el espejo retrovisor y creemos que miramos por el parabrisas.

Hace días que todos conversamos sobre los pequeños gestos de Francisco y sobre los cuales los medios describen e informan: breves oraciones que dijo, fotos que circulan, antiguas anécdotas de su vida moderada, actitudes recientes, etc. No permanecí ajeno a las opiniones, si bien mantuve –o intenté mantener- cierta prudencia. Primero traté de leer las noticias pero, sobre todo, procuré leer notas extensas y enteras. Se me fue despertando una curiosidad significativa que me llevó, por ejemplo, a leer artículos más extensos en el sitio web de La Santa Sede (www.vatican.va). Allí me detuve en las homilías, ángelus y mensajes varios de diferentes papas.
Conviene insertar aquí una aclaración: progresivamente identifiqué que mi interés en el tema iba de la mano de mi vocación –otra palabra de cuño religioso- como psicólogo institucional, muy similar al tipo de fruición con que leí (más bien, estudié) la novela El nombre de la rosa de Umberto Eco. En un texto en el que expuse el análisis de la figura de Baskerville (www.revistaepistemologi.com.ar) señalé que esta novela puede leerse como si fuera un texto de historia, una novela filosófica, en clave religiosa o policial e, incluso, como un caso de análisis institucional. Ahora que lo pienso, de tan heterogénea manera también pueden pensarse el Vaticano, la Santa Sede y la elección y actividad del Papa Francisco I.

Me gustan la sobriedad, la humildad y la modesta forma de vivir de este Papa. En cierta medida me evocan los conceptos freudianos de renuncia pulsional y restricción del narcisismo y que nada tienen que ver con alguna sofocante represión. Tales nociones, para ser sintético, expresan la posibilidad y la resultante de reconocer que la realidad no coincide ni con el ideal ni con la pulsión. Para decirlo de otro modo: la renuncia es la condición para admitir la imposibilidad de una satisfacción irrestricta. Desde ya que esos conceptos pueden desarrollarse mucho más, pero aquí basta con esta escasa referencia.

Decía, entonces, que el hecho de que un Papa nos muestre tales rasgos y gestos me cae bien. Me genera algo de empatía, quizá porque reencuentro allí una pelea similar a la que mantengo contra el goce de la fascinación.
No hace falta decir aquí que esas manifestaciones no son suficientes, pues ya lo han dicho muchos estos días. No hay ninguna duda: para ser buen Papa (si es que fuera simple y posible definir qué es un “buen” Papa) o para “vaticinar” lo que vendrá, no alcanza con ponderar la sobriedad de Bergoglio. Tampoco me caben dudas acerca de quienes son los verdaderos destinatarios de la novedosa humildad pontificia: los propios miembros del clero, los que han hecho de la canonjía un derecho natural e incuestionable del sacerdocio.
No pienso que sea deber de la Iglesia, ni que esté a su alcance, resolver los problemas económicos de la sociedad. Podrá llevar consuelo y en ocasiones un plato de comida, pero su esencia –creo- será el alimento espiritual que puede brindar. La humildad de Francisco I, cuanto menos, podrá interferir en la inclinación social actual a alimentar la envidia, el egoísmo y la voracidad. Veremos cómo sigue todo esto.

Ahora bien, si nos centramos en Francisco no estará de más recordar que la humildad no nos dice nada, al menos necesariamente, sobre si es o no buena persona, sobre sus posibles ilusiones de omnipotencia, sobre sus programas de gobierno y, mucho menos, sobre los resultados que podrá obtener.
De estas incertidumbres quiero subrayar la correspondiente a la ilusión de omnipotencia. Es que sobre su programa de acción y sobre los logros que pueda alcanzar no dependerán solo del Papa. En cuanto a las expectativas de renovación, de hecho, no conviene olvidar que se trata de una institución sostenida en la tradición y cuya misión es su transmisión. Respecto de si estamos ante una buena o mala persona, ello entraña tantas consideraciones morales que excede mi disposición a detenerme en ese tema. Por eso, volvamos al problema de la omnipotencia. Además, porque este asunto, en rigor, excede a Jorge Bergoglio y abarca a todo aquel que sea ungido Papa. Sencillamente, me pregunto cómo puede escapar a la ilusión de omnipotencia una persona que admite (y, por qué no, soporta) ser el representante o vicario de Dios en la Tierra y, en cuya elección habría participado el Espíritu Santo. No digo esto con ironía y, ciertamente, es independiente de lo que yo mismo crea. Lo que importa es que sí lo cree quien ocupa esa posición. Y tratándose de una persona humilde, reacia a los ornamentos, imagino que de verdad debe ser todo un trabajo abdicar, a diario, a cada minuto, de esa ilusión que, casi casi, el contexto pide que conserve y enarbole.
Una digresión: a penas escribí el sustantivo ornamentos evoqué la primera frase que aprendí en latín cuando cursé el primero año del Colegio Nacional de Buenos Aires. Creo, con alguna posibilidad de equívoco dado el paso de los años, que era así: ancilla statuam ornat. Su traducción, también con ciertas prevenciones sobre mi capacidad de recordar, sería: la esclava adorna (o embellece) la estatua. No tengo del todo clara la significación de esta asociación libre que me sobrevino, y menos aun me explico por qué la primera oración que uno aprendía en latín incluía una esclava.

En suma, no podremos saber, al menos por el momento, si la mesura y moderación de Francisco I forman parte de un conjunto de señales que quiere brindar a los curas, obispos, etc.; si es un modo de entender el ejercicio de su enorme tarea diaria; o bien, si son parte prevalente de sus rasgos psicológicos de carácter. Esperemos para saber, entonces.

Lo cierto es que, como sea, la elección de este Papa, por argentino o por hispanoamericano, por bueno o por algún otro motivo, ha generado –y sigue generando- grandes expectativas. En verdad, es posible que la designación de cualquier líder sea una fuente canónica –palabra que, otra vez, no está escogida al azar- de esperanzas. Dicho de otro modo, es inevitable que así sea.
Pienso: si el Papa toma la tarea de renunciar a los lujos que tiene disponibles y, a su vez, si imaginamos que también trabajará en renunciar a la ilusión de omnipotencia con que lo inviste el trono que ocupa, la feligresía católica en particular, y la humanidad en general, podrá responderle en consecuencia: ser sensatos y medidos en nuestras expectativas.

Cuando fue electo Barack Obama, gran parte del mundo se entusiasmó con quien sería el primer presidente afroamericano de los EE.UU. Vieron allí un signo de avance en la sociedad americana y una esperanza de cambio que, a decir verdad, no se concretó palmariamente. Tal vez, el ocaso de la discriminación no se contente con la posibilidad de elegir a un hombre afroamericano en los EE.UU., o con elegir a un Papa que venga del fin del mundo. Quiero decir: no discriminar también exige no esperar que estos mismos atributos sean el signo y anuncio de nuevos y mejores vientos.
Demos aun un paso más: que en un país de larga historia racista se elija a un Presidente como Obama o que en el universo europocéntrico se designe a un sudaca, no solo no garantiza ni augura per se nada maravilloso, sino que tampoco creo que, invariablemente, su misma elección exprese un genuino y noble cambio de mentalidades.
En el caso de Barack Obama, fue electo presidente en ocasión de una de las crisis financieras más importantes de los EE.UU y luego de que George W. Bush instalara sólidamente la amenaza del terrorismo islámico. Francisco I fue elegido en el cónclave vaticano como consecuencia de un hecho, si no inédito, al menos de ocurrencia cada varios siglos: la renuncia del Papa precedente.
Intuyo que en sendos contextos de elección hay aun algo por desentrañar en cuanto a los caminos y motivaciones que empujaron a ambos resultados: presidencia de Obama y papado de Francisco. O sea, ¿qué podrá significar –y sinceramente no lo sé- que ante dos situaciones extrañas e indeseadas, se elijan a personajes que tienen atributos que, hasta el momento, los hacían difícilmente elegibles en sus sociedades respectivas?

Es momento de finalizar. Comencé con una confesión y terminaré con la mención de algo que no me gustó mucho de lo que ha dicho el Papa. Algo que, como decimos por acá, no me cierra. El Papa ha hablado de la paciencia de Dios, quien no se cansa de perdonar, mientras los humanos nos cansamos de pedir perdón. Francisco I, en ese momento, enfatizó la misericordia divina y aconsejó no cansarnos de pedir perdón. Con estas reflexiones de su ángelus del 17/03/13, disiento en algunos puntos, pero lo que no me gustó fue lo que recordé: a propósito de la postura de la Iglesia durante la Segunda Guerra Mundial, el filósofo italiano Giorgio Agamben llamó la atención sobre el rasgo divino al que se apelaba: “La Iglesia Evangélica alemana declaró públicamente en un determinado momento que era ‘corresponsable ante el Dios de Misericordia del mal que nuestro pueblo ha hecho a los judíos’; pero no ha mostrado la misma prontitud para sacar la consecuencia de que esta responsabilidad no tenía que ver, en realidad, con el Dios de Misericordia, sino con el Dios de Justicia, y hubiera significado, en consecuencia, el castigo de los pastores culpables de haber justificado el antisemitismo”.
Hay otros dioses (o ideales) además del propio del amor: el de la justicia, el de la verdad, entre otros. Cada uno de estos, seguramente, exige alguna renuncia particular. Por ahora, debemos esperar a ver cómo se van combinando los diferentes deseos e ideales del Papa. Yo me quedo con las preguntas, mis antepasados dirían: Baruj Hashém.

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