Presentando el Blog

Psicoanálisis y Economía

domingo, 28 de junio de 2009

8 apreciaciones

Sebastián Plut


I. Influido por una conversación familiar y por las próximas elecciones, soñé que –durante un almuerzo entre amigos- estaban Prat Gay y Heller. Luego de escucharlos hablar, le pedía a Prat Gay que me cuente sus defectos. Le decía que si había tantos problemas irresueltos, sería bueno que los políticos digan qué es lo que no sabrán o podrán hacer.

II. El discurso político suele tener valor como acto, como escena desplegada con algu-na finalidad: generar adhesiones, fortalecer hostilidades, presionar, enmascarar, son actos que generan actos, reforzar la legitimidad, autoridad y credibilidad del enuncia-dor, hacer creer (también hacer sentir o hacer hacer).

III. El político se presenta como una persona objetiva y racional, lo cual tiende a en-cubrir una estrategia inductora. Es decir, expone un conjunto de ideas y valores con el objeto de disminuir la desconfianza ajena. También procura modelar la propia imagen según lo que el otro desea, por lo cual importan sus deseos e ideales pero también los que se atribuyen a quienes escuchan.

IV. Qué lugar debemos darle a un líder político, qué posibilidades efectivas tiene aquel de ser fiel a sus premisas y promesas, qué fragmentos anímicos e intersubjetivos son determinantes de los tipos de elección y, a su vez, quedan representados (o desesti-mados) por los conductores, cómo concilia cada grupo dirigente las exigencias prove-nientes de las aspiraciones de los miembros de una comunidad, de las tradiciones y valores y de la realidad, qué distancias se presentan entre la forma democrática de una elección y el carácter democrático (o no) de un candidato, son algunos de los in-terrogantes que aguardan estudios concretos. Suele decirse con creciente malestar que los políticos no nos representan, dado que cuando asumen persiguen sus propios in-tereses personales o corporativos. Sin embargo, aun siendo cierto, podemos pregun-tarnos si los políticos no son representativos de algún fragmento intersubjetivo especí-fico. Un político podrá ser representante de uno o más sectores del entramado psíquico y vincular: el ello, la realidad y/o el superyó. Podrá ocurrir que un político no represen-te nuestros ideales, no obstante sí represente nuestra vida pulsional; más aun, que sus acciones subroguen la consumación irrestricta de nuestros procesos desiderativos.

V. Freud ha señalado que el otro puede ocupar diversas posiciones: objeto, rival, mo-delo, ayudante y doble. Los objetos, son aquellos con los cuales el sujeto despliega su deseo de hacer (con el otro), en tanto los rivales corresponden a los semejantes cuyo deseo es similar al del sujeto pero a quienes el yo no puede suponer como eliminables. Si en la política quedan jerarquizados los abusos de poder, los discursos falsos, las manipulaciones emocionales o el afán de ganancia, no predominan los lazos fraternos ni los rivales. Es lo que Freud denominó masas de a dos, en las que el yo se rodea de dobles idénticos y ayudantes y se opone a dobles hostiles, con los cuales el único pro-yecto es su eliminación. Algo similar ocurrirá con aquellos que queden colocados en la posición de ayudantes, a quienes no se les considera un deseo sino que son utilizados como instrumentos, que finalmente serán descartados.

VI. La complejización de los ideales deriva del esfuerzo psíquico por darle cabida en lo anímico a una realidad traumatizante: la imposibilidad de que una vivencia permita acceder duraderamente a una felicidad absoluta. Admitir la caída de la ilusión de omni-potencia supone un duelo por la pérdida de un objeto sensual. La función complejizan-te de los duelos, pues, permite fundamentar por qué resulta inconveniente una reelec-ción indefinida en el terreno de los cargos políticos. La renuncia (pulsional) a un objeto idealizado, probablemente decante como complejización comunitaria. Recordemos que el proceso de duelo permite que el objeto perdido continúe –reelaborado- en lo psíqui-co, sin pérdida del yo, a menos que el proceso previo de elección de objeto se haya realizado según el tipo narcisista. La función complejizante del duelo, pues, cuestiona un vínculo narcisista, se opone a la rebaja del sentimiento yoico por depositación libidi-nal (en un líder carismático) y objeta la distribución posicional centrada en los dobles y ayudantes que excluyen el lugar de objeto y rival. La comunidad generada por la dis-posición a la elección narcisista sólo privilegia aquellos objetos en los que el yo puede reconocerse, ya sea que se ubiquen como modelos (lo que desearía ser) o como do-bles. Cuando prevalece un liderazgo de tipo carismático los procesos complejizantes pueden quedar interferidos, dado que rige la lógica de las masas de a dos con la con-siguiente ilusión de coincidencia entre el yo con un ideal (con una desmentida de las diferencias). La fascinación promovida por el líder carismático, por lo tanto, obstaculiza el establecimiento de lazos fraternos entre los miembros del grupo y la decantación como conquista anímica del objeto perdido.

VII. Si el voto es una de las prácticas de la democracia, no lo es porque el más votado sea, necesariamente, un personaje democrático. Lo que le confiere un sentido demo-crático al voto es su mínima incidencia. Este rasgo que, para algunos es causa de una vivencia de insignificancia (expresada como apatía) para mí es, precisamente, el que determina su potencia democrática. Lo que para algunos será “mi voto no mueve la aguja”, para mí significa que “mi poder como ciudadano no debe ser más que una me-dida restringida”. Matemáticamente, a mayor cantidad de votos que obtiene un candi-dato, menor es el porcentaje de incidencia del voto de cada uno de los que lo eligió.

VIII. El mensaje político encuentra su eficacia no tanto en el contenido que transmite, en aquello que se informa, sino en inducir o promover una forma regresiva de pensar (simplificada, sin dudas, por imágenes y creencias, etc.). Recuperamos nuestra lucidez si tomamos nota de las contradicciones que nos entrampan. Contradicciones entre el ayer y el hoy de un candidato, entre lo que vemos y oímos, entre lo que percibimos y lo que sentimos, etc. Con solo estar atentos, las incongruencias se muestran en cual-quier esquina. En suma, las promesas y consignas son de los otros, las dudas y el pen-samiento son de nosotros.

Revisión epistemológica y crítica del concepto de patologías actuales (*)

Sebastián Plut



Introducción
El desarrollo de una ciencia requiere de un complejo proceso de enlaces sucesivos entre los hechos que procura investigar y la teoría de la cual dispone. Sólo a partir de estos nexos es que dicha ciencia, en nuestro caso el psicoanálisis, podrá conquistar progresivamente una perspec-tiva más sofisticada de los fenómenos abordados (discurso, lenguaje no verbal, motricidad, etc.) y un refinamiento de sus hipótesis. Por mi parte, considero que la investigación científica es un trabajo colectivo en el cual se reúnen los consensos y disensos, los avances y retrocesos, las ratificaciones y rectificaciones. Este proceso supone que se despliegue una tensión fecunda en el encuentro complejizante entre las propuestas originarias y lo nuevo, lo diverso.
En lo que sigue, pues, me propongo examinar, a modo de ejercicio epistemológico, la noción de “patologías actuales”. Conviene aclarar, por un lado, que me ceñiré al examen de esta noción en el marco de los estudios psicoanalíticos. Por otro lado, también deseo agregar que no pre-tendo con estas reflexiones eliminar o invalidar la categoría sujeta a examen, sino esbozar ru-dimentariamente un proceso de puesta a prueba de la misma, tal como toda disciplina científica busca advertir el grado de refutabilidad de cada una de sus propias hipótesis.
Toda denominación suele tener una razón de ser, sea cuando elegimos el nombre de un hijo, sea cuando intentamos acuñar un concepto. En el primer caso, los factores determinantes se-rán, por ejemplo, el simple gusto o la tradición. En cambio, cuando se trata de una noción teó-rica, se presentan otros requerimientos relativos a la justificación y a la explicación. Es decir, será preciso fundamentar por qué se hace necesario dicho concepto y, a la vez, por qué se escoge ese y no otro. La necesidad de un concepto nuevo, a su vez, responde al hallazgo de un fenómeno aun no descripto y a la inexistencia de nociones que resulten válidas para su desig-nación.
Resulta indudable que la realidad se va modificando, se van produciendo transformaciones o alteraciones que pueden ser transitorias o duraderas. Sin embargo, tendremos que ser cuidado-sos al momento de definir de qué se tratan tales cambios, qué aspectos son los que se modifi-can y cuáles son sus consecuencias. Cuando sostenemos la idea de un cambio en la realidad clínica tendremos que ser precisos en cuanto a identificar si tales cambios corresponden a transformaciones en la subjetividad o bien a desarrollos teóricos que permiten refinar nuestros juicios.
Veamos un pequeño ejemplo: un paciente logra concretar el proyecto de ir a hacer un posgrado en una universidad de los Estados Unidos. Al finalizar el mismo, obtiene un importante trabajo en un país de Centroamérica. En ese momento, me solicita retomar el análisis conmigo a través de sesiones telefónicas. Yo acepto su propuesta y trabajamos durante un tiempo. En ese perío-do, en una ocasión me envía un mail pidiéndome un “cambio de hora” pues al día siguiente (en el horario de su sesión) tiene que estar “temprano en su oficina para una reunión con Asia”.
No pretendo hacer un análisis del caso sino solamente mostrar que esta breve viñeta clínica evidencia numerosas transformaciones, ya sea sobre el encuadre psicoanalítico, ya sea sobre la realidad en general. Sobre lo primero (encuadre) puedo mencionar: análisis de una sola sesión semanal, sesiones telefónicas, pedido de cambio de horario vía mail, pago de sesiones por transferencia bancaria. En relación con los cambios sociales, cabe referir no sólo las sucesivas migraciones sino, en particular, aquello que el paciente denominó una “reunión con Asia”. Sin embargo, todos estos cambios no nos dicen mucho acerca de la existencia de nuevos cuadros clínicos. En ocasiones, se alude a “nuevas subjetividades” (por ejemplo, ligadas con las nuevas tecnologías de la información), no obstante cabe señalar que el término “subjetividad” suele resultar ambiguo e impreciso. Esto es, ¿cuál es la definición subyacente del concepto de subje-tividad? ¿En qué niveles o estratos del aparato psíquico se dan los cambios a los que aludimos con “nuevas subjetividades”? tengamos en cuenta que la realidad puede perturbar la erogenei-dad de un sujeto, pero también puede ocurrir que sólo se modifiquen ciertas representaciones-palabra, identificaciones de la superficie anímica, rasgos del carácter, etc. Asimismo, aun así resta examinar el pasaje desde la noción de subjetividad a las consideraciones psicopatológicas.


Las patologías actuales
Una revisión sumaria de diferentes artículos que tratan sobre el tema permite identificar que la denominación “patologías actuales” resulta de enfatizar distintos aspectos:
a) en ocasiones, alude a un conjunto de problemáticas anímicas que serían “novedosas”, se trataría de nuevas formas del padecer anímico;
b) en otras, más bien, no remite tanto a nuevas patologías, sino a cuadros psicopatológicos que, en la actualidad, tendrían una mayor presencia o que registrarían mayor incidencia en el conjunto de los pacientes;
c) algunos trabajos ponen el énfasis en el peso causal que tendrían las actuales condiciones de existencia;
d) por último, ciertos artículos exponen avances teóricos sobre un conjunto de hechos clíni-cos ya identificados en la bibliografía.

En cuanto a la distinción recién expuesta es necesario hacer dos observaciones. Por un lado, sin duda no es exhaustiva; por otro lado, no se trata de grupos de artículos que se excluyan mu-tuamente, sino del valor relativo que en cada publicación adquieren las argumentaciones co-rrespondientes. En efecto, mientras en el primer grupo se señala la presencia de nuevos fenó-menos, en el último se destaca la novedad teórica. Asimismo, mientras el segundo grupo pare-ciera incluir una suerte de consideración epidemiológica, el conjunto c) acentúa un vector etio-lógico presuntamente desconsiderado en la psicopatología.

Sea cuál fuere el enfoque con que se abordan las patologías actuales, un aspecto decisivo pare-ce ser, en todos los casos, que se trataría de problemáticas graves.
Si reunimos los 4 argumentos en una secuencia, tendríamos: 1°) condiciones actuales de exis-tencia  2°) nuevas formas del padecer anímico  3°) presencia estadísticamente significativa  4°) nuevos desarrollos teóricos .
Si lo expuesto hasta aquí posee un cierto grado de validez y pertinencia deberíamos poder res-ponder a un conjunto restringido de interrogantes:
1) ¿Cuáles son los cambios en las condiciones de existencia? ¿Qué aspectos novedosos tendrí-an un valor patógeno? ¿Se modifica con ello el modelo etiológico ya utilizado (supongamos, el de las series complementarias)? En todo caso, ¿Adquiere mayor eficacia alguna de las se-ries? ¿Se ha contrastado la época actual con otros períodos de la historia? ¿Cuál es el pe-ríodo que estamos considerando? ¿Los últimos 20 o 30 años?
2) Si admitimos la existencia de un cambio social de magnitudes y que ello tendría algún tipo de impacto subjetivo, ¿Cuáles son los rasgos subjetivos y/o psicopatológicos que se enlazan con la época? ¿Son aspectos nucleares del aparato psíquico o más bien son componentes de la superficie anímica?
3) ¿A partir de qué criterios se habría definido y detectado una mayor presencia?
4) Los nuevos desarrollos teóricos, ¿reflejan cambios detectados en los hechos clínicos o son modalidades más sofisticadas de comprenderlos?
En suma, los interrogantes que nos formulamos apuntan a: a) detectar la presencia-ausencia de un conjunto de cambios (sociales, clínicos, teóricos); b) definir los nexos entre ellos.


Puesta a prueba de la categoría estudiada
Hasta aquí presenté diversos interrogantes y parámetros que subyacen a la definición de “pato-logías actuales”. En lo que sigue expondré algunos argumentos que podrían constituir, si no objeciones, cuanto menos aspectos irresueltos de la categoría mencionada:
I. En primer lugar, entiendo que es importante diferenciar el desarrollo de un nuevo concepto (por ejemplo, cuando Freud definió la noción de “pulsión”) del desarrollo teórico sobre una nueva patología. Esto es, podría ser que identifiquemos nuevos padecimientos, no obstante podrán –o no- ser explicados con el repertorio de nociones ya existentes. En tal caso, el riesgo es que se presuma introducir un nuevo concepto cuando ya han sido desarrolladas nociones similares (quizá bajo otro nombre). Dicho de otro modo, aquí el problema sería el desconoci-miento de los desarrollos existentes.
II. Por otro lado, también es preciso subrayar que “patologías actuales” no supone, necesaria-mente, “nuevas patologías” .
III. Dada la semejanza con la noción freudiana de “neurosis actuales”, recordemos que la idea de “actuales” para Freud no remitía tanto a problemas psicosociales sino a la ausencia de un sentido histórico o valor simbólico de los síntomas descriptos. De hecho, las denominadas neu-rosis actuales, posteriormente, dieron lugar al desarrollo sobre las llamadas “afecciones psico-somáticas”.
IV. Habida cuenta de los cambios sociales, ¿supone ello un cambio en la estructura anímica de los sujetos? Por otro lado, ¿difiere la cualidad de los cambios actuales con la de otros períodos de la historia? La primera pregunta apunta a su se modifican los conceptos con los cuales com-prendemos el psiquismo. El segundo interrogante remite más bien a comprender la especifici-dad (si la hubiera) de los cambios actuales. Esto implica, a su vez, definir si lo determinante sería el hecho mismo de la transformación social, el estado social resultante, o ambas cosas.
V. Intuyo que las hipótesis que abordan la noción de patologías actuales deben considerar tres riesgos: a) ceder al refrán que dice “no hay nada nuevo bajo el sol”; b) quedar en un estado de fascinación ante discursos novedosos y superficiales; c) quedar presas del horror ante determi-nadas circunstancias. En el primer caso, el problema surgiría al quedar inmersos en una cerra-zón donde no habría nada nuevo que explicar y, a su vez, todo se explicaría con los conceptos e hipótesis ya existentes. El segundo riesgo conduciría, en cambio, a tomar de manera acrítica fórmulas o descripciones sugestivas pero carentes de fundamentación y, en muchas ocasiones, provenientes de otros campos disciplinares. Esto último, en rigor, introduce otro problema que es el de las relaciones interdisciplinarias, es decir, de qué modo las hipótesis de una ciencia se trasladan a otra. Finalmente, el horror puede llevarnos a situaciones similares a la fascinación, quizás con el agregado de una sensación de extrañeza o ajenidad respecto del mundo (social y/o clínico) en el que vivimos.
VI. Tomemos, por ejemplo, el conjunto de pacientes a partir de los cuales se realiza una inves-tigación sobre la transmisión generacional de los traumas. Al respecto, debemos remitirnos a los “traumas” padecidos por las generaciones previas (padres y/o abuelos), por ejemplo, como consecuencia de los campos de concentración. Por ello, más arriba, señalamos la importancia de precisar el lapso de tiempo (últimos 20, 30 años, etc.) que se está considerando. Dicho de otro modo, debemos identificar si los hallazgos remiten al descubrimiento de una nueva patolo-gía en los descendientes o bien remiten a un hallazgo teórico, a saber, la identificación de los mecanismos y vías de la transmisión de traumas. De hecho, si sostenemos la validez de deter-minada teoría (por ejemplo, sobre las neurosis traumáticas, los efectos de la violencia política extrema, etc.) no podemos omitir que la historia de la humanidad, lamentablemente, ha sido generosa en este tipo de hechos. De modo tal que las hipótesis con las que pensamos los efec-tos del nazismo o de las dictaduras en Latinoamérica deberán ser aplicables, al menos parcial-mente, a sucesos más antiguos.
VII. Otro de los puntos que conviene destacar es lo que podríamos denominar la “indigencia de la ciencia”. Con ello nos referimos a que en todos los campos, quizás sobre todo en el ámbito de las ciencias humanas, el avance científico es rezagado respecto de los hechos. Más aun, es frecuente escuchar que el arte describe y/o expresa anticipadamente lo que luego, tardíamente, logar desentrañar la ciencia. Si acordamos en ello, entonces, resultaría cuanto menos llamativo que hubieran aparecido las “patologías actuales” y, casi simultáneamente, la detección de las mismas, el desarrollo de hipótesis teóricas explicativas y el diseño de estrategias de abordaje. Con ello nos preguntamos, pues, si se trata de “patologías actuales” o, más bien, de “teorías actuales”.
VIII. Cuando Freud desarrolló su teoría sobre las neurosis no atinó a pensar que se trataba de “patologías actuales”. Es decir, no se arrogó el mérito de creer que –en tiempo real- estaba descubriendo “un nuevo fenómeno” o problema. Su posición fue la de quien admite que echaba un poco de luz sobre problemáticas existentes. Del mismo modo, cuando Freud desarrolló sus hipótesis sobre la desmentida, la escisión del yo o el fetichismo, no imaginó que la realidad estaba promoviendo –novedosamente- la producción de perversos.
IX. Es frecuente, sobre todo en las últimas décadas, leer textos que realizan pormenorizadas descripciones sobre los cambios sociales, en particular los trabajos de los denominados sociólo-gos o filósofos de la posmodernidad. Asimismo, también solemos encontrar que los analistas que aluden a las patologías actuales toman como base dichas descripciones. En tal sentido, son diversos los problemas a tener en cuenta (muchos de los cuales ya hemos comentado): a) ¿son válidas tales descripciones?; b) aun siendo válidas, ¿comprenden al conjunto de la sociedad o, más bien, remiten a determinadas circunstancias específicas?; c) nuevamente, aun siendo váli-das las descripciones sobre el estado de una sociedad, el tipo de vínculos, etc., ¿es válida la hipótesis del cambio? Es decir, el investigador deberá fundamentar no sólo por qué dice que la sociedad es como dice que es, sino, además, fundamentar la hipótesis acerca de que lo que ocurre no ocurría previamente; d) ¿qué nexos se establecen entre los presuntos cambios socia-les –o bien, las características que tiene una determinada sociedad o época- con la subjetividad y el psiquismo?; e) ¿hay una correlatividad estrecha entre tal estado social y los cambios aními-cos?; f) en todo caso, ¿con qué parámetros se define y caracteriza a dicha correlatividad?; g) por último, ¿son trasladables, sin una reelaboración, las hipótesis de disciplinas como la socio-logía o la filosofía al corpus teórico psicoanalítico?
Unos y otros podremos responder de modo diverso a los interrogantes formulados, no obstan-te, los psicoanalistas podremos prestar atención a algunos textos de Freud y de Lacan.
Freud cita a un neurólogo de su época que dice : “La lucha por la vida exige del individuo muy altos rendimientos, que puede satisfacer únicamente si apela a todas sus fuerzas espirituales; al mismo tiempo, en todos los círculos han crecido los reclamos de goce en la vida, un lujo inaudi-to se ha difundido por estratos de la población que antes lo desconocían por completo; la irreli-giosidad, el descontento y las apetencias han aumentado en vastos círculos populares; merced al intercambio, que ha alcanzado proporciones inconmensurables, merced a las redes telegráfi-cas y telefónicas que envuelven al mundo entero, las condiciones del comercio y del tráfico han experimentado una alteración radical; todo se hace de prisa y en estado de agitación: la noche se aprovecha para viajar, el día para los negocios, aun los viajes de placer son ocasiones de fatiga para el sistema nervioso; la inquietud producida por las grandes crisis políticas, industria-les, financieras, se trasmite a círculos de población más amplios que antes; la participación en la vida pública se ha vuelto universal: luchas políticas, religiosas, sociales, la actividad de los partidos, las agitaciones electorales, el desmesurado crecimiento de las asociaciones, enervan la mente e imponen al espíritu un esfuerzo cada vez mayor, robando tiempo al esparcimiento, al sueño y al descanso; la vida en las grandes ciudades se vuelve cada vez más refinada y des-apacible. Los nervios embotados buscan restaurarse mediante mayores estímulos, picantes goces, y así se fatigan aun más; la literatura moderna trata con preferencia los problemas más espinosos, que atizan todas las pasiones, promueven la sensualidad y el ansia de goces, fomen-tan el desprecio por todos los principios éticos y todos los ideales…; nuestro oído es acosado e hiperestimulado por una música que nos administran en grandes dosis, estridente e insidio-sa…”.
La cita transcripta, con excepción de la referencia al telégrafo, bien podría coincidir con las des-cripciones que muchos autores realizan de la sociedad y época actuales. Si atendemos a ello, pues, es cierto que no se invalidan –necesariamente- las hipótesis de tipo “sociogenético”, pero sí quedarían cuestionadas, al menos parcialmente, las estridentes descripciones que muchas veces se realizan en torno de la posmodernidad.
No mucho después de que Freud escribiera el texto citado (dos décadas aproximadamente), Lacan escribió su ensayo sobre la familia, en el cual toma en cuenta las hipótesis de Durkheim (de fines del Siglo XIX) sobre la ley de contracción familiar, lo cual llevó al psicoanalista francés a proponer la idea de la declinación de la imago paterna. Podemos, entonces, adherir o no a las tesis de Lacan, no obstante no puede menos que llamarnos la atención la coincidencia entre aquéllas y las proposiciones de los filósofos de la posmodernidad .
X. Otro de los problemas que conviene subrayar es el criterio a partir del cuál quedan reunidas una serie de problemáticas anímicas bajo el término “patologías actuales”. En efecto, allí suelen encuadrarse adicciones, depresiones, ataques de pánico, borderlines, desvalimiento, estados fronterizos, patologías del narcisismo, etc. Esto es, lo que se reúne con un criterio “psicosocial” (o ligado con la “realidad”) no refleja, necesariamente un conjunto coherente y organizado desde el punto de vista “psicopatológico”. Más arriba señalé que un rasgo común en los traba-jos sobre “patologías actuales” suele ser la referencia a problemáticas graves, no obstante, pareciera dudoso que los adjetivos “actuales” o “graves” permitan dar coherencia teórica a los cuadros que así quedan reunidos.


Del agrupamiento del caso por caso
En ocasiones se suele decir que, en la actualidad, ya no llegan pacientes neuróticos a los con-sultorios tal como los que atendía Freud. Sobre ello, podemos formular algunos comentarios. En primer lugar, tal como ya he señalado, los avances teóricos y clínicos han permitido identificar procesos anímicos y psicopatológicos y debemos comprender que ello constituyó una novedad teórica pero no fáctica. Al mismo tiempo, si bien el origen del psicoanálisis suele centrarse en el descubrimiento de las neurosis, también es cierto que Freud ha desarrollado hipótesis y obser-vaciones sobre diversos cuadros, tales como las perversiones, las psicosis, las caracteropatías, los procesos tóxicos y traumáticos , etc. Asimismo, podemos señalar que diversos estudios pos-teriores sobre los casos freudianos (Dora, el Hombre de los Lobos, etc.) echaron luz sobre co-rrientes psíquicas no neuróticas en tales sujetos .
Por otro lado, podemos agregar otro comentario en virtud de la comparación que se establece entre los “pacientes” de una y otra época. Cuando uno pretende hacer tal contraste hay cuanto menos dos factores que constituyen si no obstáculos, cuanto menos dificultades: a) en primer lugar, no es sencillo congeniar un enfoque epidemiológico con la perspectiva metapsicológica; b) por otro lado, las “muestras” que se comparan no son homogéneas y ello en dos sentidos. En principio, pues en la actualidad se ha incrementado exponencialmente la masa de sujetos que se psicoanalizan; en segundo lugar pues tales contrastes se hacen intuitivamente y, ade-más, se comparan no tanto los “casos” sino las comprensiones que sobre una y otra muestra son posibles. Esto es, las comparaciones se hacen no entre grupos de casos, sino entre lo que se decía de los pacientes en la época de Freud y lo que se dice actualmente. Como ya hemos visto, las herramientas teóricas y clínicas con las que contamos hoy, difieren de aquellas con las que contaban Freud y sus discípulos.
Estos comentarios sobre la comparación entre “muestras” remiten al problema de la agrupabili-dad en psicoanálisis, esto es, la complejidad de reunir casos en una ciencia que sostiene la importancia del “caso por caso”.
Esta idea (caso por caso) puede conducir a un prejuicio, a saber, que en psicoanálisis no es posible realizar agrupamiento alguno. No obstante, sostendremos que para la metodología pro-pia de una ciencia de la subjetividad y la singularidad, la agrupabilidad es más una complejidad que una imposibilidad.
Cuando un analista cuenta un caso ante sus colegas, suele ocurrir que estos últimos profundi-cen algún aspecto no considerado por el primero, desarrollen otras hipótesis o bien lo compa-ren con otros casos. Con ello estamos indicando que: a) en tal caso, las reglas de juego ya no son las mismas que durante el trabajo en las sesiones; b) el caso ya comienza a circular en relación con otros casos y en relación con la teoría; c) que, aun cuando sea intuitiva o espontá-neamente, sobre todo al comparar con otros casos, ya estamos formulando algún tipo de agru-pamiento . En este sentido, suelo decir que el pensar metodológico no constituye una tentativa de encorsetamiento, sino, por el contrario, una manera de formalizar y de sistematizar de modo conciente el modo en que pensamos. De modo similar, establecer criterios de agrupamiento también es una forma de organizar concientemente un modo de pensamiento que utilizamos frecuentemente.
Si alguien considerase que la noción de “singularidad” resulta un obstáculo insalvable para agrupar casos, en última instancia se vería en la dificultad de reunir diferentes fragmentos de un mismo material clínico. Esto sería así pues no sólo cada paciente es singular sino que cada sesión también es única.
En suma, entiendo que es posible y necesario realizar agrupamientos y debemos definir los criterios para ello, criterios que en gran medida derivan de qué es lo que deseamos investigar.
Por otra parte, debemos aclarar que si bien para agrupar deberemos hallar un elemento común, no es lo mismo “agrupar” que “igualar”, pues, de hecho, una investigación puede tener como meta detectar las diferencias. Por ejemplo, uno puede agrupar casos por “repitencia escolar” para tratar de describir los factores que interfieren en el aprendizaje. Luego, uno puede en el conjunto hallar algunas similitudes y algunas diferencias. En definitiva, el criterio de agrupa-miento responderá, entonces, cuanto menos a dos criterios: a) cuál es el objetivo de la investi-gación; b) la definición de un elemento común.
Si revisamos la obra de Freud hallamos que reunía: 1) pacientes de uno y otro sexo; 2) adultos y niños; 3) descripciones clínicas y textos literarios; 4) fragmentos clínicos y testimonios escri-tos; 5) varias escenas relatadas o escenas relatadas y escenas desplegadas.
En todos los casos, el criterio de reunión consistía en detectar algún rasgo común, y, a su vez, con ello Freud intentaba responder diferentes tipos de interrogantes: 1) psicopatológicos; 2) sobre procesos psíquicos; 3) sobre la singularidad de un caso.
Una vez realizada la investigación, el siguiente interrogante apunta al procesamiento de los resultados, en cuyo caso obtendremos conclusiones que podrán o no ser generalizadas. Si vol-vemos a los escritos freudianos, por ejemplo su libro sobre los sueños, una de las cosas que hace Freud es detectar un concepto unificante (el sueño como realización de deseos). Es decir, uno o más sujetos pueden tener diferentes sueños, con escenas variadas y significaciones hete-rogéneas, pero en todos los casos lo común será la realización de deseos. Otra alternativa, puede consistir en hallar las diferencias pese a los elementos comunes. Por ejemplo, para Freud un elemento común entre los paranoicos era la defensa contra la homosexualidad, no obstante, pese a este elemento común, detectó diferentes tipos de delirio (erotomaníaco, celotípico, me-galomaníaco, persecutorio).


Conclusiones
Lo que hemos expuesto hasta aquí nos conduce a afirmar que nociones como la de “patologías actuales” encuentra dos problemas difíciles de resolver: a) por un lado, la combinación entre investigaciones psicosociales (aun cuando sean con un enfoque psicoanalítico) y las investiga-ciones psicopatológicas; b) por otro lado, las relaciones interteóricas o interdisciplinarias (por ejemplo, estudios que combinen hipótesis del psicoanálisis con postulados de la sociología y/o la filosofía).
En cuanto a lo primero (investigaciones psicosociales y psicopatológicas) no pretendemos afir-mar que las segundas (psicopatológicas) no tomen en cuenta problemas intersubjetivos ni tam-poco sostendremos que la realidad social no posee entidad suficiente para promover alteracio-nes anímicas. Sólo señalamos que: a) aun cuando se de tal orientación etiológica, ello no alcan-za para justificar –como novedad- la existencia de nuevas patologías; b) ambos tipos de inves-tigación (psicosocial y psicopatológica) tienen objetivos diferentes y diseños metodológicos diversos.
Respecto de la relación del psicoanálisis con otras ciencias y disciplinas, acordamos con ello, con su conveniencia y su necesidad, no obstante siempre que se avance hacia ellas a partir de los interrogantes derivados de la teoría y la práctica psicoanalítica . Tal como refiere Maldavs-ky, “de lo contrario se corre el riesgo de recurrir a la teoría no psicoanalítica o bien para susti-tuir sin fundamento un sector de los propuesto por Freud y sus discípulos, o bien para formali-zar arbitrariamente la teoría psicoanalítica en su conjunto” (1998, pág. 268).
En este punto, pues, antes que las investigaciones interdisciplinarias los psicoanalistas quizás nos estemos debiendo una discusión metodológica sobre los nexos entre: a) diferentes escuelas dentro del mismo psicoanálisis; b) el psicoanálisis y otras corrientes de la psicología; c) el psi-coanálisis y otras ciencias. Sobre lo primero, por ejemplo, en ocasiones se oponen conceptos de dos autores (por ejemplo, Klein y Lacan) solamente porque se usa el mismo término (supon-gamos, “objeto”) sin advertir con precisión si ambos términos corresponden al mismo concepto.
En cuanto a la relación del psicoanálisis con otras corrientes de la psicología (por ejemplo, la cognitiva), diremos que no resulta válido el cuestionamiento de una teoría desde la otra. De modo similar a lo anterior, el concepto de “cura” (u objetivos terapéuticos), por ejemplo, no remiten a lo mismo en una y otra teoría. En este sentido, uno puede terminar cuestionando a la psicología cognitiva porque no hace (no busca o no logra) lo que hace el psicoanálisis. Esta posición que podríamos denominar “narcisismo epistemológico” es incorrecta toda vez que una teoría debe revisarse y cuestionarse en función de sus propios fundamentos. El interrogante, entonces, es cómo se determinan la confiabilidad y validez de un método y una teoría.
Volvamos, ahora, a la cuestión de qué sería lo novedoso. Habiendo transcurrido ya más de un siglo de psicoanálisis, es indudable que en su trayectoria se han ido rectificando algunas de sus hipótesis (el mismo Freud lo hizo) y se han ido complejizando otras. Hubieron cambios teóricos (por ejemplo, mayor comprensión de determinados procesos anímicos y psicopatológicos) y técnicos. Tales transformaciones dieron lugar a revisiones sobre la posición del analista, el aná-lisis sin diván, la frecuencia de las sesiones, la inclusión de pacientes que, previamente, caían fuera de la categoría de “analizabilidad”, a propuestas de objetivos terapéuticos diversos (por ejemplo, no son las mismas metas en un paciente neurótico que en un paciente psicosomático), cambios sobre la frecuencia de las sesiones, etc. Es por todo ello, pues, que más que hablar de patologías actuales, pensamos que, en todo caso, asistimos a cambios que dan lugar a “teorías actuales” e, incluso, a “analistas actuales”.
De tal modo, podrá haber dos tipos de cuestionamientos: a) refutar el juicio que sostiene la existencia de patologías actuales; b) cuestionar los fundamentos en los que se sostiene dicho juicio. En este artículo, pues, me he centrado sobre todo en este segundo punto (ya que hemos realizado un estudio con un enfoque más epistemológico que clínico).
Insisto, entonces, que no hemos procurado ratificar o rectificar las impresiones clínicas de las cuales surge la noción estudiada, sino que hemos intentado mostrar la debilidad de algunos de los argumentos en los que se sostiene aquella. Para decirlo con mayor precisión, pues, quizá convenga señalar que la noción de patologías actuales, desde un punto de vista epistemológico, corresponde al denominado “contexto de descubrimiento”, no obstante resta aun su análisis en el marco del “contexto de justificación”.
Este pasaje –de un contexto a otro- es un proceso que podemos advertir en muchos de los textos de Freud. En efecto, muchos de los hallazgos del propio Freud surgían, inicialmente, por vía de la inducción. Es decir, primero ocurre que una cierta recurrencia o reiteración captada inductivamente le llamaba la atención y, luego, intenta explicar por qué ocurre eso y procede a una justificación teórica (deductiva). Ello le permite, entonces, confirmar (o eventualmente rechazar) su impresión inicial y, además, establecer nexos con la teoría general.
Un ejemplo de ello lo encontramos en sus estudios sobre los rasgos de carácter ligados con el erotismo anal. Inicialmente, Freud observa que “harto a menudo tropieza con un tipo singulari-zado por la conjunción de determinadas cualidades de carácter” y lo asocia con el valor que, en la infancia de tales sujetos tuvo “el comportamiento de una cierta función corporal”. Luego agrega: “Ahora ya no sé indicar qué ocasionamientos singulares me dieron la impresión de que entre aquel carácter y esta conducta de órgano existía un nexo orgánico, pero puedo aseverar que ninguna expectativa teórica contribuyó a esa impresión. Una experiencia acumulada reforzó tanto en mi la creencia en ese nexo que me atrevo a comunicarlo” (1908a, pág. 153). Una dé-cada después, retoma estas ideas y señala que “en aquel tiempo me interesaba dar a conocer un vínculo discernido en los hechos”. Dice también que había descuidado la argumentación teórica pero que “desde entonces se ha generalizado la concepción de que cada una de las tres cualidades, avaricia, minuciosidad pedante y terquedad, proviene de las fuentes pulsionales del erotismo anal”. Finalmente, subraya que “algunos años después, a partir de una profusión de impresiones y guiado por una experiencia analítica de particular fuerza probatoria, extraje la conclusión…” (1917, pág. 117).
Las citas transcriptas, pues, ponen de manifiesto el proceso propio de una investigación científi-ca. En primer lugar, la observación de cierto fenómeno que llama la atención; luego, la recu-rrencia o repetición de dicho fenómeno; en tercer lugar, la experiencia acumulada; por último, la conclusión y generalización teórica.
En síntesis, creo que al intentar realizar avances teóricos y precisiones conceptuales en el mar-co de la investigación científica es necesario despojarnos de un pensar arrogante y apocalíp-tico. La arrogancia podrá ser la expresión del narcisismo de las pequeñas diferencias, el cual nos conduce al desconocimiento de lo que es exterior al propio grupo. También podrá ser arro-gancia la pretensión de ser, en cada trabajo, “descubridores” de lo nuevo. La visión apocalíptica se enlaza con la idea de que la época actual sería, toda ella, una sucesión de catástrofes que conducen a un franco deterioro social y psíquico. Con ello estaríamos, quizás también, descono-ciendo que –ni siquiera en eso- esta época resulta original. Asimismo, podríamos estar operan-do más como agoreros del fin del mundo que como investigadores de un conjunto específico de problemas. Algo de esto me resuena cuando escucho hablar de la “caída de las ideologías” co-mo síntoma de una progresiva decadencia humana y social. Tengo la impresión, pues, que cuando se alude a la “caída de las ideologías” (como vivencia de derrumbe) podríamos recono-cer, más bien, una “ideología de la caída” , cosmovisiones ominosas que se asumen como lecturas objetivas de un mundo inminente. Creo en cambio que, en todo caso, resultará más acertada la lenta y progresiva identificación de un proceso histórico de transformaciones con sus movilizaciones correspondientes. Al fin y al cabo, entendemos que el psicoanálisis no ha de ser una cosmovisión.


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(*) Publicado en Psicanálise, Revista da Sociedade Brasileira de Psicanálise de Porto Alegre v.10, n.1, 2008.

Variaciones sobre el crimen (*)

Sebastián Plut



“Todavía hoy lo que nuestros niños aprenden
en la escuela como historia universal es, en lo esencial,
una seguidilla de matanzas de pueblos”
(Freud, De guerra y muerte)


Habitualmente, ante la invitación a participar en una revista, me veo llevado, primero, a definir el tema y luego a organizar el plan de trabajo. Sin embargo, el efecto de la convocatoria para este número de non nominus fue, inicialmente, naufragar en toda tentativa de cernir algún tópico con especificidad así como también hallarme preso de una persistente evocación de textos de diversa índole (psicoanalíticos, filosóficos, literarios, etc.). Quizá esta multiplicación, al modo de la cabeza de Medusa, no sea otra cosa que la expresión misma de lo inenarrable contenido en la criminalidad.
Aludir al acto criminal en singular quizá sólo sea posible por un artificio del lenguaje. En efecto, los hechos clínicos y sociales nos revelan una diversidad difícil de comprender y de reunir en una unidad. Bajo esa premisa, en lo que sigue expondré una serie de ideas y pensamientos que, con cierta indulgencia del lector, podrán considerarse hipótesis.

I. Homo hominis lupus
Cuando escribimos sobre la violencia solemos centrarnos en modalidades específicas en las que aquella se plasma, ya se trate de los crímenes de lesa humanidad, la violencia sexual, los secuestros u otras formas. Intentaré en lo que sigue, pues, examinar la violencia pura, si se me permite el término, la violencia constitutiva de lo humano. De hecho, el epígrafe que encabeza este artículo nos recuerda que entre las múltiples formas de encarar la historia de la humanidad, una de ellas consiste en tomarla como la historia de los asesinatos.
El horror que nos provoca la violencia nos permite imaginar que somos ajenos a ella, no obstante la fascinación que nos promueve denuncia que nos involucra. Recordemos que el mandamiento que reza «No matarás» sólo es entendible en tanto pertenecemos al linaje de una interminable cadena de generaciones de asesinos. Como ha señalado Frazer (citado por Freud, 1913, pág. 126) “la ley sólo prohíbe a los seres humanos aquello que podrían llevar a cabo bajo el esforzar de sus pulsiones”. Compleja imbricación entre ley y pulsión que no por necesaria deja de ser siempre inacabada .
No hace mucho tiempo un paciente explicaba (o intentaba convencerme) que un suceso verosímilmente hostil hacia su pareja se trataba de un mero azar, un “accidente” que jamás habría deseado cometer. Como en otras ocasiones, recurrí al humor y le dije que los analistas operamos de modo inverso a la mafia. Ante la reacción sorprendida del paciente agregué que los analistas no cedemos a la tentación de que “parezca un accidente”.
Tal como señala Freud (1915), sólo mediante una ilusión podemos imaginar un mundo en que está ausente la violencia pues no hay desarraigo posible de la maldad. En una línea afín, Lacan refiere en su contribución a la criminología que el malestar en la cultura desnuda “la articulación misma de la cultura con la naturaleza” (1950, pág. 119). Es decir, el malestar en la cultura no sería sino la evidencia de un fondo de naturaleza nunca eliminable en toda civilización. Creo, entonces, que sigo la orientación freudiana al pensar que mientras la violencia es constitutiva del sujeto, los imperativos éticos son una conquista de la humanidad.
La violencia será todo acto que desestime la existencia vital y subjetiva del prójimo. La violencia perturba “el significado de las impresiones que nos asedian y sobre el valor de los juicios que formamos” (Freud, 1915, pág. 277). Asimismo, la ética, entendida como la tentativa de darle cabida a la diferencia, supone la renuncia al ejercicio de la crueldad. En suma, en un extremo la violencia, en el otro, la dimensión semántica y ética del sujeto, no obstante ambos extremos conviven en el hombre.
El párrafo previo indica una parte del efecto de la violencia, aunque sin embargo también sostendré la posibilidad de pensar la violencia como la resultante de suponerse no representado en el otro (este otro podrá ser un prójimo, el Estado, etc.).
Lo impensable de la criminalidad halla una representabilidad posible como argumentación sobre la injusticia. Aun así, advierto que ello deja un fondo no iluminado sobre el alma humana. En efecto, las consignas que proponen no olvidar el pasado en ocasiones fracasan pues omiten considerar las tendencias desestimantes. No se tratará, entonces, de la necesidad de esforzarnos en recordar sino de neutralizar la aversión a la realidad.

II. De culpas y penas
En 1916 Freud escribe un conjunto de tres ensayos uno de los cuales dedica al problema de la delincuencia. No obstante, tanto el artículo señalado como los dos restantes (sobre las excepciones y los que fracasan al triunfar) pueden encuadrarse en el estudio de aquello que no responde a una racionalidad esperable. Así, un crimen constituye la suspensión de la regla con que nuestras conciencias pretenden que se organice el mundo . Allí Freud señala la evidencia que indica que ciertos delitos no son la causa del sentimiento de culpa sino, más bien, su consecuencia.
De este breve escrito pueden derivarse diversos interrogantes, dos de los cuales expuso el mismo Freud. Por un lado, se pregunta sobre el origen de aquel sentimiento de culpa preexistente al delito. Sabemos ya que la teoría psicoanalítica reconduce los sentimientos morales al complejo de Edipo (perspectiva ontogenética) y al mito fundante del asesinato del padre de la horda cuando echa mano de la dimensión filogenética.
Por otro lado, Freud se cuestiona si esta hipótesis –la de la culpa como factor determinante de la fechoría- permite comprender la comisión de delitos. En tal caso, dice, será necesario deslindar cuanto menos dos grupos de delincuentes: aquellos que no poseen ningún sentimiento de culpa y aquellos otros en los que sí se presenta dicho sentimiento. Respecto de este segundo grupo la hipótesis freudiana encuentra cabida , mientras que el primer grupo quedaría excluido de la misma (posteriormente denominaré apatía criminal a este grupo).
Finalmente, deseo realizar otra puntuación consistente en profundizar la idea de un “sentimiento” que conduce a un “acto” (culpa y delito respectivamente). Recordemos que Freud (1919) señala que las fantasías (como la de “pegan a un niño”) constituyen escenificaciones necesarias para el procesamiento de una erogeneidad específica. En el artículo sobre los delincuentes dice Freud: “[el malhechor] sufría una acuciante conciencia de culpa… y después de cometer una falta esa presión se aliviaba. Por lo menos, la conciencia de culpa quedaba ocupada de algún modo” (1916, pág. 338). Luego agrega que los delitos son cometidos “para fijar el sentimiento de culpa” (op. cit., pág. 339) (la negrita es mía). Dicho de otro modo, el erotismo pide una escena y así podemos comprender el nexo entre el sentimiento de culpa y el acto delictivo, siendo este segundo la escena solicitada por el primero.
Pasemos ahora a examinar la lógica del castigo.
Hace un tiempo escuché el caso de un joven francés quien luego de asesinar a sus padres pidió clemencia al tribunal por ser un pobre huérfano. Maniobra discursiva que a través del cinismo logra concordar con los hechos y nos conduce a pensar que la pena de muerte no es otra cosa que la muerte de la pena.
Existen numerosos estudios que se han dedicado a objetar ya sea la efectividad o la legitimidad de la pena de muerte. Los primeros han mostrado que, en los hechos, la tasa de criminalidad no disminuye por efecto de la aplicación de la pena máxima. Los autores que cuestionan su legitimidad, a su vez, sostienen –con argumentos diversos- que la ley no puede, en ningún caso, avalar un asesinato.
Koestler (1960) y Camus (1960) son dos de los autores cuyas hipótesis me resultaron más sugerentes. Ambos plantean cuestionamientos de distinta naturaleza, los cuales comprenden los dos tipos de objeciones (eficacia y legitimidad). No me detendré en citar los argumentos correspondientes sino que prefiero centrarme en los efectos de la aplicación de la pena capital. Koestler, por su parte, señala que con la pena de muerte la “barbarie legal se convierte en barbarie común” (op. cit., pág. 47). El autor no desconoce que todo ser humano abrigue impulsos vengativos, pero estos no deben ser ratificados por la ley aun cuando formen parte de nuestra herencia biológica (en un apartado posterior me referiré al problema de la herencia de la especie).
Camus recuerda que, frecuentemente, las legislaciones consideran más grave el crimen premeditado que el crimen por impulso. Así, con fina ironía afirma que la pena de muerte no sería otra cosa que un crimen premeditado. El autor también se ocupa del fundamento que justificaría la pena de muerte en función de la ejemplaridad de la misma y lo refuta en virtud de que tal “ejemplo” no amedrenta a ningún criminal. Puedo agregar que el “asesinato legal” no se traduce en una reflexión sobre lo que podría ocurrirle a quien comete un crimen. Más bien, considero que se transforma en un ejemplo del grado de violencia del que es capaz un ser humano o la sociedad .
La pena de muerte consume (agota) el castigo posible pero no logra eliminar el sentimiento de culpa. Quiero decir, si un crimen da paso al castigo necesario para un sentimiento de culpa, el castigo absoluto libera la culpabilidad para que sean necesarios otros actos delictivos ¿No se trata en esos casos de que la sociedad ya está “resarcida por completo”, y con ello promueve un reinicio del circuito culpa  delito? Quizá tengamos que admitir (soportar) la conveniencia de dejar que una porción (simbólica) del delito siga ocurriendo.
La culpa, entonces, es un sentimiento que admite diversas posiciones: o bien como ausente, o bien como determinante del hecho delictivo o bien como freno al mismo. En ocasiones me he preguntado acerca del valor de la vergüenza (Plut, 2001). He señalado que en algunos sujetos la vergüenza actúa como un freno al evento vergonzante (por ejemplo, hay personas que sienten vergüenza por su desocupación y, por ende, tienden a buscar un trabajo), mientras que en otros funciona de otro modo (les da vergüenza “ser vistos” en la búsqueda de trabajo y, por lo tanto, tienden a abandonar dicha búsqueda). En estos últimos, en rigor, la vergüenza va sedimentándose como un estado persistente del cual pretenden salir a través de una progresiva retracción –de tipo narcisista- a pesar de lo cual aquel afecto insiste interminablemente. Del mismo modo, me he preguntado por qué algunos sujetos una y otra vez se precipitan en escenas en que los invade la vergüenza, la humillación u otros sentimientos. Pues bien, entiendo que mientras para algunos los afectos displacenteros operan al modo de un freno, en otros operan como un destino hacia el cual se conducen invariable e irrefrenablemente.
Quizá esta proposición no difiera en mucho de la distinción freudiana entre la angustia señal y la angustia automática y nos sentimos autorizados de proponer, pues, una culpa señal y una culpa automática.
En este sentido, pensando en la criminalidad, podemos pesquisar, cuanto menos tres alternativas:
1) Apatía criminal  caracterizada por la ausencia de culpa y subjetividad.
2) Los que delinquen por conciencia de culpa (en cuyo caso la culpa es, a la vez, el punto de partida y el punto de llegada).
3) Aquellos en quienes la culpa interfiere en la comisión del hecho culpógeno.
La apatía criminal nos permite pensar en aquellos sujetos en quienes su crimen no posee los rasgos de la perversidad. Sus actos no procuran la obtención de un bien material a costa de otros, sino que pretenden reducir el estado psíquico del destinatario de la violencia al propio, a la misma condición inerte de quien lo perpetra. Su propósito, entonces, es el de nivelar por lo bajo. Para el caso 2) el derecho opera como castigo, como punición, mientras que para el caso 3) como prohibición. Finalmente, puede advertirse que en esta rudimentaria tipología no hallamos casos en los cuales el sentimiento de culpa sea consecuencia del acto delictivo.

III. La especie humana es la especie de la culpa
Freud sostuvo que la neurosis es el negativo de la perversión, hipótesis que le permitió rastrear el destino de las pulsiones y también identificar posiciones subjetivas diversas al interior de una familia (una esposa neurótica con un marido perverso).
Sin embargo, no deseo centrarme ahora en la problemática de las estructuras clínicas sino en el término “negativo”. Si bien de un modo simplista podemos entender la frase al modo de “el neurótico fantasea lo que el perverso hace”, la primer alternativa impide su inversión. Es decir, podríamos enunciar que el perverso hace lo que el neurótico fantasea pero no podríamos afirmar que la perversión es el negativo de la neurosis. Esto es, el axioma freudiano no supone la negatividad como equivalente de “inverso”; antes bien implica que una –la neurosis- sólo se constituye a condición de la sofocación de la otra –perversión. En este sentido, gran parte del texto sobre el asesinato del padre de la horda primordial puede leerse en clave de “negación”. Para decirlo de otro modo, afirmaré que la sociedad es el negativo del crimen.
Repasemos algunas de las nociones expuestas por Freud (1913) en torno del origen de la ética y la comunidad. Sabemos que recurre a la hipótesis filogenética –herencia de la especie- para comprender el origen y continuidad del sentimiento de culpa. También refiere que el poder ético comprende un conjunto de representaciones y significaciones comunes. La comunidad social, entonces, se establece en la aceptación de las obligaciones recíprocas.
Freud también alude a la comunidad de linaje, y si bien cada uno reúne dentro de sí diversos linajes (su propia familia, su nación, su credo, la humanidad toda) es conveniente especificar que en esta ocasión el linaje al que Freud se refiere es el de la especie humana . Recordemos que en su estudio sobre Schreber Freud apuntó que la pulsión social puede investir diversas representaciones-grupo las cuales pueden tener un grado creciente de abstracción y abarcatividad.
Más allá de cuál es el grado de abarcatividad de un linaje dado, tiene particular interés la hipótesis de que en el clan totémico ciertas acciones (asesinato) estaban prohibidas para el individuo aislado pero eran legítimas cuando todo el linaje asumía la responsabilidad.
Esta descripción nos recuerda que en la modernidad, precisamente, es el Estado quien exige conservar el monopolio de la violencia. Podemos conjeturar que la atribución del monopolio estatal de la violencia deriva de la prescripción totémica de un sacrificio sólo permitido como acción colectiva. El Estado, pues, como instancia que representa al conjunto sería el único ejecutor legítimo de la violencia. Si bien esta delegación tiene por finalidad cierta seguridad social, también entraña determinados riesgos derivados de la concentración de tales magnitudes de hostilidad.
Por otro lado, se presenta un problema de naturaleza diversa que ha sido estudiado por numerosos autores, entre ellos, Agamben (2000) y Arendt (2000). Me refiero a las ocasiones en que el sentimiento de culpabilidad ve dislocado su origen histórico causal y se transforma en una difusa culpabilidad social. Agamben y Arendt examinan los efectos de la ausencia de una responsabilidad individual y jurídica de los implicados directamente en los crímenes de lesa humanidad durante el nazismo. Agamben, por su parte, recuerda la tendencia a asumir una culpa genérica en cada ocasión en que ocurre un fracaso en la resolución de un problema ético. Es decir, la culpa difusa y generalizada (al modo de “todos somos culpables”) resulta de (o invisibiliza) la no asunción –o adjudicación- de las responsabilidades individuales en cada delito cometido.
Podemos formular la siguiente proposición: la lógica según la cual no hay culpabilidad en la medida en que todos participamos de la violencia (claro que bajo la forma de su negatividad), queda pervertida cuando la violencia individual pretende diluir su culpabilidad en una responsabilidad (difusa y) colectiva. Mientras que en el primer caso, la violencia perpetrada por el “todos” se denomina “derecho” o “ley”, en el segundo caso se denomina “impunidad”. En la obra que hemos citado de Koestler, este afirma que “en el fondo de cada hombre civilizado se oculta un hombrecito de la edad de piedra, pronto para el robo y la violación, y que reclama a grandes gritos un ojo por ojo. Pero sería mejor que ese pequeño personaje cubierto con pieles de animales no inspirara la ley de nuestro país” (1960, pág. 104). Camus agrega que “si el crimen está en la naturaleza del hombre, la ley no está hecha para imitar o reproducir esa naturaleza” (1960, pág. 133).
Cada generación, entonces, renueva una y otra vez el parricidio (como un trauma que no cesa de ocurrir) por vía de la desmaterialización del padre y da lugar a la constitución de la sociedad fraterna. La culpa derivada del asesinato del padre deviene en proscripción de asesinar al hermano . De ese modo, la horda paterna queda sustituida por el clan de hermanos que rinde, al mismo tiempo, la constitución de un ideal (del yo). Huelga aclarar que la producción del ideal del yo resultante de la desmaterialización del padre es un proceso diverso (si no el opuesto) de la declinación de su autoridad (tal como lo expusieron, cada uno a su tiempo, Durkheim y Lacan) .
Volvemos con ello a la hipótesis que planteé más arriba: comprender la organización social como el negativo del parricidio. La gran fechoría (como Freud designa al parricidio) es así motivo (dio origen) y límite (lo que debe permanecer irrealizado) de la sociedad.

IV. Una investigación reciente
Hace aproximadamente un año estoy llevando a cabo una investigación sistemática cuyo objeto es el análisis del discurso político desde la perspectiva psicoanalítica (Plut, 2007a, 2007b). Deseo comentar brevemente algunas de las conclusiones derivadas del estudio del discurso escrito de Adolfo Hitler. En primer lugar, consideramos que el nazismo fue un sistema de pensamiento político más que un fenómeno inabordable o inhumano. Por ello acordamos con que no pensar lo que los nazis pensaban frena la posibilidad de pensar lo que hicieron, en cuyo caso aquel pensamiento permanecerá impensado entre nosotros (Badiou, 2005). Muchas de nuestras conclusiones hallaron correlación con observaciones realizadas por otros autores. Se ha señalado que el tipo de fidelidad (camaradería) que exigía Hitler respondía más a una construcción narcisista que a una relación objetal y que la “paz” que perseguía no suponía la reunión armónica (y aun conflictiva) de la diversidad sino aquella que surge de la aniquilación de los enemigos (Merle y De Saussure, 1973). El enemigo para Hitler era aquel que encarnaba la diferencia. Recordemos que para Freud el primer opuesto del amor es la indiferencia, que alude a lo no significativo y a lo no diferenciado. Los mismos autores afirmaron que el proceso decisorio de Hitler se desplegaba creando situaciones cada vez más tensas, seguidas de una descarga de odio hasta llegar a una indiferencia extrema.
Por otra parte, ha sido estudiado el nexo entre el desarrollo del nacionalsocialismo y el proceso inflacionario. Este último promovía un sentimiento de humillación que empujaba a endilgarle la responsabilidad (e inferioridad) a otro, a quien se hacía valer cada vez menos (como la unidad monetaria durante la inflación) (Canetti, 1960). En alguna ocasión escuché que una propaganda del período nazi afirmaba que la culpa de la crisis económica la tenían los ciclistas y los judíos. Ante el absurdo del anuncio, la gente tendía a preguntarse por qué los ciclistas, al tiempo que se instalaba y naturalizaba la presunta responsabilidad de los judíos.
Nuestras propias observaciones nos permitieron pensar en un tipo de liderazgo correlativo a la descomposición de la pulsión social, la disolución de las identificaciones, la convicción omnipotente del líder y la atribución de los males a la exterioridad. En el tipo de liderazgo descripto el proceso de ligadura de la pulsión de muerte recorre un camino descompositivo: la voluntad de poder se degrada progresivamente hacia la pulsión de apoderamiento y de allí hacia la pulsión de destrucción (Freud, 1924).

V. El mercado no hace lazo social
Una disputa clásica entre corrientes económicas y/o políticas opone dos valores: libertad y justicia. Mientras algunas doctrinas (como el neoliberalismo) proponen la libertad como el valor supremo, otras sostienen que el ideal rector debe ser la justicia. Cabe precisar que la libertad aludida es la libertad de mercado mientras que la justicia indicada por la otra postura es sobre todo la justicia social. Para los primeros, los defensores de la libertad de mercado, en todo caso, la justicia queda subordinada a la libertad pero, además, se trata de la justicia inherente o acotada a la seguridad civil (las leyes y normas que garantizan la protección de los bienes individuales).
También se discute, por ejemplo, si la delincuencia aumenta o no con el nivel de pobreza. En este caso, mientras los defensores de una perspectiva “garantista” argumentan que el nivel de inseguridad es consecuencia de la desigualdad social, los liberales refutan que exista un nexo entre ambos problemas. Podemos formular la siguiente hipótesis: es probable que un nivel creciente no sólo de pobreza sino de injusticia social tenga por consecuencia un aumento de los niveles de inseguridad. Asimismo, también consideramos que la inseguridad es –al menos parcialmente- un efecto del debilitamiento de los lazos sociales resultante de la entronización del mercado.
La violencia dio paso a la construcción del derecho a partir de reconocer que la unión de muchos (débiles) podía contrarrestar la violencia del más fuerte . Es decir, la unión quebranta la violencia y da origen al derecho que es el poder de una comunidad. Claro que allí no acaba el proceso, pues nada cambiaría si la unidad se formara sólo para combatir al más poderoso y se diluyera tras su doblegamiento. Dicha unidad logrará ser duradera a través de las ligazones de sentimiento. Un primer paso, entonces, es cómo se origina la unión, luego, cómo perdura y, finalmente, cómo se perpetúa. Todos estos pasos entrañan riesgos en tanto la comunidad se compone de elementos de poder desigual . Por ello, las leyes de esta asociación determinan la medida en que el individuo debe renunciar a la libertad personal de aplicar su fuerza.
Podemos agregar que Freud (1930) ha señalado que la libertad individual no es un patrimonio de la cultura, más aun, que aquella “libertad” fue máxima antes de toda cultura (aunque carecía de valor pues no se estaba en condiciones de preservarla). En cambio, el hombre de la cultura accede a la renuncia de una porción de placer y libertad a cambio de un trozo de seguridad. Podemos también intentar una aproximación metapsicológica a partir de los fenómenos de pánico colectivo. Recordemos que estos (cuando se pierde todo miramiento por el otro) no se corresponden con la magnitud de un peligro dado sino, precisamente, con la supresión de las ligazones libidinales que mantenían cohesionados a los miembros .
La desconstitución del ideal del yo conduce a la disolución de la representación-grupo y la descomposición de la pulsión social. Si esta última es la resultante de la desexualización de la libido homosexual apoyada en la autoconservación y de la transformación de la agresividad en sentimiento tierno, rápidamente advertimos los riesgos de la descomposición de aquella pulsión, lo cual da lugar a la liberación de la agresividad, las tendencias suicidas y las luchas fraticidas.
He aludido ya al estado de fascinación y horror en que podemos quedar frente a la criminalidad, y con ello afirmé también que no debemos abordar esta problemática como si fuera ajena. En efecto, frente al interrogante común sobre cómo es que han de ocurrir tales atrocidades, la teoría freudiana sugiere partir de un interrogante inverso: no sólo por qué puede imponerse la tendencia a la supresión de lo vital, sino cómo ha podido crearse un universo complejo en que predominen la ética, la solidaridad y la ternura.


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(*) Publicado en non nominus, N° 7, Revista Mexicana de Psicoanálisis