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Psicoanálisis y Economía

jueves, 19 de junio de 2014

Nota publicada en Diario Página/12 el día 19 de junio de 2014




“Yo nunca te miento”

Una mentira exitosa debiera sostenerse en muy distintos frentes –el relato, la expresión facial, las manifestaciones fisiológicas– señala el autor de esta nota y, luego de enumerar distintos modos del engaño, advierte que quien se refiera a la mentira debería referirse, también, a la credulidad.

Por Sebastián Plut *

La mentira es, habitualmente, una escena intersubjetiva que se desarrolla por lo menos entre dos personas: uno que falsea y otro que cree o que desconfía. ¿Por qué alguien miente, cuál es su finalidad?; ¿con qué recursos construye la mentira?; ¿por qué el otro cree?; ¿por qué y cómo el mentiroso se autodelata?
Las investigaciones sobre detección de mentiras parten de un supuesto: el comportamiento verbal, conductual y/o paraverbal del mentiroso es cualitativa y cuantitativamente diferente del comportamiento del sujeto sincero. Como se advierte, intentan descubrir de qué formas se revela la verdad. Existe cierto consenso en jerarquizar los signos motrices y paraverbales pues, a diferencia del nivel verbal: a) es más difícil reprimir movimientos o tonos de voz; b) estos signos tienen estrecha relación con las emociones; c) sus manifestaciones son más evidentes para el receptor que para el emisor. Recordemos que los desarrollos de afecto o emoción nunca deben considerarse a través de signos aislados: hay que considerar cómo se combinan las informaciones provenientes de diferentes canales. Por ejemplo, cómo, a lo largo de un determinado relato, se conjugan ciertos deslices verbales, una expresión facial, una manifestación fisiológica.
De acuerdo con Paul Ekman –autor de Telling Lies: Clues to Deceit in the Marketplace, Politics, and Marriage–, gran parte de los errores que los sujetos cometen al mentir deriva de la culpa (por el delito o por el acto mismo de mentir). El autor sostiene que el castigo es lo único que aminora el sentimiento de culpa y que es el motivo de que la persona confiese. Ya Freud había aportado a la criminología la hipótesis de que ciertos sujetos cometen delito motivados por su conciencia de culpa: la razón de sus delitos es la búsqueda de un castigo para aliviar el sentimiento de culpa. Sin embargo, entre ambas ideas hay una diferencia, ya que, para Freud, en aquellos casos el sentimiento de culpa precede al delito.
Freud también aludió a las conductas socialmente buenas pero que encubren el egoísmo y la agresividad. Un individuo, influido por recompensas o castigos, puede optar por la acción aparentemente buena sin haber mudado sus inclinaciones egoístas en inclinaciones sociales. En tal caso, el sujeto sólo será bueno en la medida en que tal conducta le traiga ciertas ventajas y durante el tiempo que ello ocurra, y, en ese marco, mentirá. A esta conducta, Freud no duda en llamarla hipócrita.
Podemos exponer sintéticamente una categorización de cuatro tipos de mentiras:
a) Histérica o proton pseudos (Freud): en la “primera mentira histérica” se desarrolla una fantasía como ficción embellecedora como tentativa de protegerse de afectos como el asco, el dolor, etcétera.
b) Psicopática: encubre un deseo vengativo y busca obtener un bien material. El sujeto procura “hacer hacer”: que el otro realice alguna acción en beneficio del primero. Posee una segunda intención oculta que burla una ley.
c) Lógica: tiene por meta inducir un pensamiento en el otro, que el otro crea algo que no es. El objetivo podrá ser esconder el propio pensamiento, apropiarse del pensamiento ajeno o protegerse de un estado de miseria afectiva o económica. Suele incluir una contradicción entre dos afirmaciones o bien entre una afirmación y la realidad concreta.
d) Afectiva: habitualmente se denomina manipulación emocional y consiste en “hacer sentir” algo al otro, como culpa o gratitud. Por ejemplo, la inducción promueve que el otro sienta culpa por su presunto egoísmo cuando, en realidad, el egoísta es el emisor.
Advertimos que la mentira no es algo homogéneo, no siempre busca lo mismo. Las diferencias se dan por aquello que se busca y se desea ocultar y por las estrategias y recursos con los que se disfraza la mentira. Asimismo, podemos encontrar combinaciones, tales como hacer creer algo al otro para luego asestarle un golpe, robarle, etcétera.
Veamos algunos ejemplos. Una pareja consultó para que su hijo comenzara una psicoterapia. Desde la primera entrevista llamó la atención una muletilla de la madre: en cada ocasión en que describía cuánto quería y cuidaba a su hijo, agregaba: “¿No es cierto?”. Por ejemplo, “A Gustavito yo siempre lo mimé mucho, ¿no es cierto?”. Nos preguntamos qué valor tenía la insistente muletilla. Podía haber sido un modo de requerir una confirmación. Sin embargo, su significación era otra, ya que el componente paraverbal transformaba en pregunta lo que era una afirmación: “A Gustavito yo siempre lo mimé mucho: no es cierto”. Al deformar el tono de la afirmación, no sólo ocultaba un sector de la realidad, sino que también inducía a que el interlocutor estuviera de acuerdo con ella. Esta inducción se reforzaba con recursos adicionales, como el uso de magnificadores (“siempre”, “mucho”). Pero, al mismo tiempo, su texto era una forma de reconocer que no era verdad cuanto decía de la atención hacia su hijo, verdad que sólo pudo expresarse con una deformación de la entonación. En este caso el componente paraverbal hacía de máscara. Claro que esto pudo entenderse a partir de conocer a su hijo y advertir su fragilidad psíquica y de escuchar otros relatos de la madre en que su desconexión se hacía evidente.
Otro ejemplo. Una mujer relata que cuando estaba en la escuela primaria, en una ocasión falsificó la firma de su padre en un boletín y cuando la maestra le preguntó de quién era la firma, respondió velozmente: “Yo, mi papá”. En este caso se puede considerar la identificación de la relatora con su padre, aunque ahora nos interesa señalar que aquélla, por vía de un lapsus, se autodelató.
Una escena observada en un bar: una mujer se acerca a una mesa en la cual la esperaba otra mujer; la primera, con ademán de taparse la boca, le dice que no le da un beso porque está enferma y podría contagiarla. Minutos después, la que la había esperado en el bar le entrega un regalo y la felicita por su cumpleaños. La señora que se declaró enferma lo abre, ve un anillo, agradece, se lo prueba sin que su rostro evidencie que le guste, y entonces se levanta, se acerca y le da un beso. Vemos que, a pesar del esfuerzo de la mujer por no expresar desagrado, su gesto de darle un beso no hace sino exhibir, de modo apenas encubierto, su hostilidad: ya no le importa el posible contagio. Agradecer falsamente un regalo puede ser una mentira inocua, pero el ejemplo muestra: a) la concurrencia de diversos canales que aportan información: lo que la mujer dice y lo que evidencian su rostro, su tono de voz y los movimientos de su cuerpo; b) la importancia del contexto para entender la situación: no sería posible interpretar el beso de agradecimiento si no supiéramos que unos minutos antes se negó a darle un beso.
Vengo partiendo del supuesto de que en cada mentira subyace la frase “yo miento”, que puja por expresarse de algún modo –verbal, paraverbal, motriz–. Los recursos que se utilizan para el disfraz pueden ser múltiples: las exageraciones, el desvío de la atención, el lamento, ciertas contradicciones y ambigüedades, etcétera, y todo ello expresado en el relato, en los actos del habla o en el componente melódico. De allí que, en los testimonios judiciales, el juramento de decir toda la verdad y nada más que la verdad implica no dejar nada de lado y no agregar nada. Cada mentiroso es en sí mismo una versión de “Rashomon”, el cuento de Ryunosuke Akutagawaya, ya que comunica contenidos diversos y contradictorios por canales también múltiples.
He señalado que el análisis de las mentiras comprende una escena intersubjetiva y no puede comprenderse bien sin conocer a su destinatario. Sin duda, importa la habilidad del mentiroso, pero también conviene indagar las razones de la credulidad. Algunos de los motivos para creer son evitar un duelo y protegerse de una desilusión. Otra razón para la credulidad es que el conflicto que se despierta por desconfiar puede conducir, como reacción, a una tendencia a la fuga, en términos del pensamiento.
Otra razón para la credulidad es la fascinación provocada por el discurso de quien, al mentir, utiliza el modo de defensa llamado “desmentida”, por el cual el sujeto rehúsa reconocer la realidad de una percepción traumatizante. Esta fascinación encubre la identificación reprimida con el deseo vindicatorio y con la ilusión de omnipotencia del mentiroso. En el problema de la mentira damos especial relevancia a la investigación de mecanismos de la gama de la desmentida, sea en quien se coloca en una posición activa como en quien padece la mentira.

* Doctor en Psicología. Profesor titular en UCES.

lunes, 16 de junio de 2014

Mensajes

Sebastián Plut

Hace unos días sonó el teléfono de mi casa a eso de las cuatro de la mañana.
Dormido como estaba, atendí y, del otro lado, una voz llorando intensamente me decía “papá, no sabés lo que me pasó”. Pregunté quién era y la voz insistía diciendo lo mismo. Era uno de esos llamados que pretenden amenazar, etc.

Pese a que mis hijos estaban en casa, durmiendo, por un instante me pareció que la voz del teléfono era la de uno de ellos.

¿Por qué, entonces, si era inverosímil que fuera alguno de mis hijos dudé o creí que era la voz de uno de ellos?

Puede que en parte se deba al estado propio del despertarse a esa hora por un llamado telefónico. Es decir, al estado de desconcierto que impide comprender bien lo que ocurría.

A su vez, es probable que una voz en llanto también convoque a la conmiseración, la cual –ya lo dijo Freud- tiene eficacia identificatoria. Algo así como que en tales ocasiones uno tiende a colocarse en el lugar del que sufre.

El tercer factor, lógicamente, es el temor que despiertan esos mensajes. Esto es, cuando uno siente miedo ante un evento lo iguala a otro. Lo hace “parecerse” a lo que no es.

Veámoslo, ahora, del siguiente modo:
Uno está cansado y, pasivamente, recibe ciertos mensajes. En ellos hay imágenes dolorosas que, a su vez, meten miedo. Entonces, uno concluye: “parece real”.
A esto, algunos lo llaman periodismo.

La carta invertida



Sebastián Plut

Fue en un mismo acto, a través de las redes sociales, que me ¿enteré? de una carta que el Papa le habría enviado a CFK pero que tal carta era trucha, falsa y de “mala leche”.
Mi primera reacción fue descreer de la presunta inautenticidad de la carta, y no solo porque la ¿información? que me llegaba vía redes sociales era de Clarín. Me resultaba francamente inverosímil la posibilidad de una carta falsa.

No alcanzaría con considerar que “el Gobierno miente” para creer que es “verdad” que “la carta es mentira”. Habría que imaginar, sobre todo, que CFK es tonta. Si no, ¿cómo creer que se animaría a publicitar una carta del Papa que este no envió?
Entonces pensé: no solo la tratan de “mentirosa” a CFK sino que también piensan que es “boluda”. Suponer que ella se expondría mostrando una carta falsa es, ni más ni menos, que tomarla por descerebrada.

Pero después reconsideré la situación. No la están tratando de idiota, pues ningún medio opositor es tan bobo de creer que ella es boba. Entonces, ¿en qué consistió todo esto?

Se trata de una operación cuyo destinatario es el Gobierno Nacional pero que se ejecuta sobre el propio lector (en este caso de Clarín). En efecto, el Gobierno sabe la realidad (veracidad de la carta) y en todo caso decide si refuta o no (y de qué modo) las versiones del diario.

Se advierte entonces que el modo de atacar al Gobierno consiste en:
a) la atribución de ciertos rasgos a uno o más funcionarios del oficialismo;
b) una afectación cognitiva sobre sus propios lectores (por medio de una tergiversación de la realidad);
c) la configuración de la propia posición desde la cual se habla (o escribe).

Comencemos por esto último.
Clarín habla como un medio opositor. ¿Es eso un problema? Sí. ¿Por qué? Porque así como la función de un gobierno es gobernar, la función del periodismo es informar. Esta tarea, sin duda, puede y debe hacerse de manera crítica (que interrogue, dude, sospeche y, aun denuncie si es necesario) pero eso no es lo mismo que ser opositor. Más aun, si se asume como tal el periodismo pierde su función crítica, al menos si por crítica esperamos una acción sana, honesta y que estimule el pensamiento.

Un periodismo crítico del Gobierno no se logra como opositor, porque requiere de un lugar ex-céntrico y distante respecto de toda posición particular.
Asimismo, un medio crítico se compone de periodistas con autonomía intelectual, en tanto que si el medio deviene opositor no hay duda que aquella autonomía se verá gravemente restringida.

Como sea, y más allá de la disquisición entre ser opositor y ser crítico, si la libertad de prensa no respeta el derecho a la información aquella se transforma en una política deliberada de banalización de la palabra.

Es notable que la noticia sobre la misiva papal fue menos difundida por su autor y/o su destinataria que por aquellos que creyeron (o quisieron) que era falsa. De modo que un hecho protocolar (el Papa suele enviar este tipo de notas a los gobernantes cuando hay celebraciones nacionales) y políticamente menor, fue sobredimensionado por los medios y transformado en lo que no era: una mentira.


Pensar al revés
Ya que en estos días es el aniversario de la muerte de A. Jauretche es bueno recordar que él entendía que los argentinos pensamos al revés.
Clarín afecta el pensamiento de sus lectores haciendo o promoviendo que piense al revés.

Clásicamente supimos que los “rumores” proliferan ante la falta de información. Así, un rumor surge como sustituto de lo que no está y en parte es de allí que extrae su atractivo: uno se enteraría de algo secreto.
Por ello es habitual quedar atrapado (diría penetrado) por el rumor.
La operación a la que asistimos aquí es compleja porque no solo echa a rodar un rumor falso sino que promueve un proceso regresivo, toda vez que en este caso sí había información, en cuyo caso transformarla en un rumor no es otra cosa que degradarla.

Bion, un brillante psicoanalista inglés, describió un fenómeno clínico que llamó “reversión de la perspectiva”. En este el paciente le hace creer al analista que aquel se está analizando, cuando en el fondo su objetivo es otro: atacar la mente del analista y demostrar que no sirve. A la inversa de los sujetos que, según Freud, fracasan al triunfar, en la reversión de la perspectiva el sujeto triunfa al fracasar, aplaude silenciosamente las derrotas, que todo vaya mal.
El paciente, además, le hace creer al analista que hay un paciente, que hay alguien que con sinceridad describe sus problemas. Tiene alguna similitud, aunque sea parcial, con el llamado “síndrome de munchaussen” en tanto en uno y otro caso un sujeto engaña a otro haciéndole creer que allí hay un problema, hasta que se revela la falsedad del problema mentado.


¿Por qué “yegua”?



Sebastián Plut

Freud ha estudiado la significación que adquieren los animales para los sujetos.
No me refiero a que tal o cual animal tenga en sí mismo un sentido particular ni a las razones por las cuales hay quienes gustan de tener animales domésticos.
Más bien alude al empeño por sustituir a humanos por animales o, lo que es casi lo mismo, antropomorfizar a los animales. Algunos superhéroes son un buen ejemplo de ello (Batman, Hombre Araña, etc.).
Mucho es lo que Freud explicó sobre esto en su célebre texto “Tótem y tabú”, en el cual definió lo que conocemos como “ideal totémico”. Dicho ideal se distingue de otros, por ejemplo, en que el ideal es ocupado por un héroe (ideal mítico), por un Dios (religión) o por una ideología (cosmovisión).
De este modo, quienes colocan a un animal en el lugar del líder o ideal (que para quien lo hace puede tener una valencia positiva o negativa) exhiben un singular modo de pensar la realidad.

Quienes nombran a CFK como “yegua”, claro está, lo hacen para insultarla, por lo cual, se trata de un personaje al cual colocan como ideal negativo.
Lo que importa, entonces, es que de ese modo no solo están poniendo en evidencia una crítica. O, más bien, precisamente no están manifestando una crítica.

Tenemos, así, una combinación entre insulto y pensamiento totémico.
El insulto es expresión de la cancelación de la capacidad de pensar y su reemplazo por una acción, no obstante recordemos que solo se trata de una acción impulsiva y hostil. La lógica del insulto (o de dicha acción) es la supresión del otro, ya que quien insulta no soporta el carácter irreductible del otro, no tolera la diferencia.
El que insulta no pregunta lo que el otro piensa sino que desestima toda tentativa –propia y ajena- de reflexionar.
El pensamiento totémico, por su parte, no solo abona la lógica sacrificial sino que se funda en la desmentida, esto es, en la ilusión de hacer coincidir al yo con el ideal, lo cual refleja una aspiración narcisista.

Un tercer y último componente de lo que Freud señaló respecto de la identificación con un animal, se relaciona con la pulsión anal aunque, por el momento, es mejor concluir aquí.

¿Y si no era el adjetivo?



Sebastián Plut


Podría imaginar que le pregunto a Ricardo Forster: “¿Y si Nacional no era el mejor adjetivo del sustantivo Pensamiento?”.
Aunque intuyo que a quienes salieron a toda velocidad a llamarlo Goebbels, también podría preguntarles “¿Y si no es el adjetivo lo que les duele?”
Es que en el discurso de muchos opositores la agresión compite con la celeridad. Digo, porque uno no sabría si preguntarles “¿por qué sos tan agresivo?” o “¿por qué te apurás a criticar?”.
Tal vez no haya tal competencia sino una sinergia efectista en que “más rápido” y “más hostil” se alimentan recíprocamente.
Pero hoy me detengo en este rasgo (la velocidad) porque aun la crítica intencionada debería tomarse un tiempo, ese tiempo que es necesario, insoslayable, para que aparezca el pensamiento.
El apuro para juzgar (léase, insultar) a Forster expresa la fantasía punitiva de muchos, que al modo de un Minority report ya detecta al culpable antes de que este hubiera hecho algo.
Pero aquellos juicios también fueron arrojados catárticamente al ruedo público sin tiempo ni mediación alguna. ¿Realmente creen que no hay nada –de distancia, diferencia, etc.- entre Forster y Goebbels?
La catarsis es eso, aceleración y expulsión del otro, pero también del propio pensamiento.
Por eso, ¿será el adjetivo “nacional” lo que se ataca, o será la convocatoria al “pensamiento”?
A alguno de los que no les gustó y, al minuto, insultó, ¿se le ocurrió que antes que el agravio se podría cooperar? ¿Cómo? Por ejemplo, reflexionando como hicieron muchos sobre los términos. O bien, ¿no se le ocurrió que, antes de calificar al nuevo funcionario, podría leer sus libros?
Nada de eso, cooperar o leer, está en el menú de opciones porque son tareas que requieren de un esfuerzo que no combina bien con la catarsis (que, insisito, es la combinación entre velocidad y hostilidad).

Freud decía que el psicoanalista puede hacer predicciones solo cuando ha identificado la compulsión a la repetición. Entonces, sin atribuirme dotes de futurólogo, anticipo que pasado un tiempo –seguramente breve- en que a Forster se lo tildará de lo más grave, se pasará a denostarlo porque su Secretaría “no hizo nada”, “¿para qué tanto nombre si el pensamiento no cambió?” o cualquier otra forma en que, también aquí sin mediaciones, al catártico no se le mueva un pelo por pasar de criminalizar a un intelectual a desvalorizarlo porque no ha cambiado nada.

Tampoco faltó el que cuestiona de la siguiente manera: “el Gobierno se ocupa de las cosas que no le interesan a la gente. A la gente le importa el trabajo, no el pensamiento nacional”.
Antes de insistir en este tipo de críticas, le pido al opositor: primero, que se fije si es que, por ejemplo, el Ministro Tomada ocupó mucho de su tiempo en el tema Forster (o la nueva Secretaría), pues creo que no; en segundo lugar, le pido al opositor que repase qué opinó, por ejemplo, de las acciones del Gobierno para resolver el problema del trabajo en negro (en algunos campitos, por ejemplo).

Sería interesante que quienes se sienten interpelados por toda esa “nueva movida”, lean a Forster, discutan sobre la Escuela de Frankfurt, etc., ya que todo esto no es sino un esfuerzo por privilegiar el pensamiento en el contexto de la política.
“Pensamiento nacional” puede ser un desacierto, pero desacierto no es igual a fascismo.
Pensamiento nacional, me parece a mí, no es ni podría ser una enorme cosmovisión totalitaria que nos lave la mente.
Pensamiento nacional es, creo, tener pensamiento propio, no ser pensado por el otro.

La vitalidad del conflicto



Sebastián Plut

En el año 2006 se publicó en Argentina (por Topía Editorial) un muy buen libro de Ch. Dejours que lleva por título “La banalización de la injusticia social”. Una de las hipótesis que expone a poco de comenzar es que en muchos ciudadanos “hay un clivaje entre sufrimiento e injusticia”.
Si bien el autor se refería a los ciudadanos franceses, su análisis resultaba valioso para examinar algunas experiencias argentinas.

De hecho, recuerdo haber lamentado que el libro no fuera publicado un poco antes, ya que hacia fines de 2005 yo había concluido mi tesis doctoral (sobre el trauma laboral de los empleados bancarios durante el corralito) y una de las conclusiones tenía mucha afinidad con lo planteado por Dejours, aunque expuesto con mayor claridad por él.

La mencionada conclusión, dicha de manera abreviada, fue que si bien los trabajadores bancarios expresaban un importante nivel de sufrimiento (cansancio, pesimismo, desesperanza, etc.) no manifestaban ningún tipo de frase que evidenciara el sentimiento de injusticia (pese a trabajar muchas más horas de lo habitual, ser objetos de múltiples agresiones, temer futuros despidos, etc.).

Ello me condujo, en aquel momento, a afirmar que el fenómeno correspondía a la invisibilización del conflicto o, al menos, que un sector significativo del malestar no tenía figurabilidad, expresión.

De este u otros modos, problemas similares han planteado diversos autores, tales como Sennett, Aubert y de Gaulejac, entre otros. En más o en menos, todos coinciden que en el llamado neoliberalismo la lógica laboral impide la expresión del conflicto pues prima el individualismo. Una típica expresión era “vos sos tu propio patrón”. Esto es, individualismo no quiere decir sencillamente “hacé la tuya”, sino que también significa desconocer la dependencia del otro, la importancia de ese otro, las relaciones jerárquicas y de poder, entre otras cosas.
Si yo soy mi propio patrón (aun trabajando en una gran compañía) todo conflicto queda confinado (y reducido) a mi propia subjetividad.

Freud decía que el otro puede quedar colocado en diversos lugares, ya sea como ideal, como ayudante, rival o semejante. En la lógica laboral descripta, la empresa se constituía en el lugar de ideal y cada trabajador en un mero ayudante. “Yo soy la empresa”, pues, era a lo que aspiraba (o se pretendía que hiciera) cada trabajador, expulsando por esa vía las posiciones de semejante y rival. En rigor, si se excluyen estas últimas posiciones, el otro deja de ser un otro, ya no es representado como otro con el cual cooperar y/o discutir.

Aunque suene trillado, no está de más recordar que el conflicto es inevitable, es constitutivo del ser humano y de sus vínculos. En todo caso, varían sus destinos, ya que pueden resultar destructivos, quedar invisibilizados o bien expresados dándole un curso de resolución.

Tal vez, entonces, uno de los cambios de época a los que asistimos en la actualidad, consista en que los conflictos se han tornado manifiestos, pueden desplegarse en el escenario de los vínculos intersubjetivos, en el campo social. No hay, ahora, un silenciamiento aterrorizante ni un pensamiento único y banalizante. Por el contrario, hay fuerzas en pugna, que de modo notorio debaten. Aun cuando tales pugnas por momentos se intensifiquen en medida, quizá, innecesaria, no debemos perder de vista la vitalidad que todo ello entraña.

Todos es no solo yo



Sebastián Plut


Pese a que mi fiebre futbolera solo alcanza el nivel de una ligera febrícula estacional, me gusta la idea del “fútbol para todos”.
El valor social de esa política pública no se agota, creo, en el hecho de que mucha más gente pueda ver los partidos. Si hay allí algo de justicia social no es solo porque quienes no pueden pagar un abono ya no deban mirar lastimosamente los partidos en las vidrieras de los negocios de electrodomésticos.
Es justicia porque suprime una posición (abusiva e innecesaria) de privilegio.
Inclusión, entonces, es que “más gente puede…” pero también que “no solo puedo yo”.

Lo mismo podría decir de tantas otras políticas y leyes de los últimos años, como por ejemplo, la ley de matrimonio igualitario. La ley habilita a que también contraiga matrimonio un sector de la sociedad que hasta el momento no tenía ese derecho, pero también es una ley que nos abarca a todos en tanto genera mayor tolerancia, menos prejuicios y menor hipocresía. Así, se trató de una legislación para el conjunto de la sociedad.

Suele decirse que la discriminación se funda en la aversión a lo diferente, en una dificultad para reconocer y aceptar la diversidad. Sin embargo, siendo cierto, también creo que las razones de quienes se oponen a estas políticas derivan de no tolerar las afinidades que estas leyes y políticas visibilizan, reconocen y promueven.

En síntesis, los que se oponen al “todos”, tienen mayor disposición a “tolerar la diferencia” (con todo lo que implica el verbo “tolerar”) que a descubrir la semejanza con el prójimo.