Sebastián Plut
Si uno pretendiera, aun a riesgo de cierto reduccionismo, definir de manera abreviada qué es el psicoanálisis, podrá decir que se trata de una teoría sobre la memoria.
Habrá, sin duda, otras formas de especificar en qué consiste la teoría freudiana, pero esta a mí me resulta particularmente ilustrativa. En efecto, Freud decía que el yo comprende la historia individual, en tanto que el superyó integra la historia familiar y cultural y, por su parte, el ello sintetiza la historia de la especie humana.
En suma, tanto desde el punto de vista singular como desde el punto de vista social, consideramos que el valor de la memoria resulta incuestionable. Como analistas sabemos que el “recordar” siempre estuvo presente entre las metas clínicas e, incluso, permaneció como tal en las sucesivas transformaciones que Freud llevó a cabo tanto en su teoría cuanto en sus técnicas terapéuticas.
En la actualidad asistimos a una jerarquización de la memoria que no podemos sino valorar y abonar, ya que olvidar –que no deja de ser una acción de la memoria- trastoca el recordar por vía de la repetición.
Sin embargo, también debemos precavernos, cuanto menos, de dos riesgos: la banalización de la memoria –que la transforma en un mero slogan- y su hipertrofia.
Ireneo Funes quizá sea uno de los memoriosos más célebres de la literatura. Su extrema capacidad recordatoria, sabemos, fue correlativa de haber quedado “tullido, sin esperanza”. Al tiempo que recordaba cada evento y cada pormenor, “no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos”.
Tengamos presente también que, en relación con el trabajo del duelo, Freud señaló la importancia no solo de desinvestir los recuerdos sino de diferenciar estos últimos de las expectativas. Dicho de otro modo, procesar el pasado (y lo perdido) requiere no solo –o no tanto- desinvestir las huellas mnémicas de antiguas vivencias, sino de poder investir las expectativas hacia nuevos objetos y vivencias.
Por otro lado, es conveniente destacar la exclusión recíproca que Freud advirtió entre la memoria y la percepción (“Nota sobre la pizarra mágica”). Allí dice que si uno escribe en una hoja de papel obtiene una huella mnémica duradera, aunque “la desventaja de este procedimiento consiste en que la capacidad de recepción de la superficie de escritura se agota pronto”. Por el contrario, si uno escribe en una pizarra, dispone “de una superficie de recepción que sigue siendo receptiva sin límite temporal alguno… la desventaja, en este caso, consiste en que no puedo obtener una huella duradera”. La conclusión, entonces, es que “capacidad ilimitada de recepción y conservación de huellas duraderas parecen excluirse”.
De este modo se ve llevado a distinguir dos sistemas: por un lado, el sistema percepción-conciencia (que permite recoger nuevas percepciones e investir la realidad) y, por otro lado, un sector de lo anímico en que tienen cabida los recuerdos duraderos.
En síntesis, la hipertrofia de la memoria implicará la imposibilidad de deslindar los recuerdos de las expectativas (por lo cual, solo esperaremos que se perpetúe el pasado) y la restricción para la investidura con atención de las vivencias y hechos del presente.
En todo caso, podemos preguntarnos: ¿las consignas que proponen no olvidar el pasado, modifican profundamente la tendencia a desconocer la realidad? No se tratará, entonces, solamente de la necesidad de esforzarnos en recordar sino de neutralizar la aversión a la realidad.
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