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Psicoanálisis y Economía

viernes, 30 de marzo de 2012

La banalización sin frenos

Sebastián Plut


¿Asunto cerrado?
El conductor del tren habría declarado que si bien advirtió un problema en los frenos, no se animó a detener el viaje por temor al caos que se desataría con los pasajeros. Curioso fenóme-no que podría sintetizarse en la siguiente expresión: “como no andan los frenos, mejor no fre-no”. Si esto es lo que afirmó y si efectivamente esto es lo que le sucedió, no podemos menos que inferir el alto nivel de sufrimiento que debe padecer, diariamente, en su trabajo. ¿Qué es lo que ocurre, en el desempeño cotidiano del trabajo, para que una persona tome tamaña deci-sión (si es que puede llamarse decisión)?
Christophe Dejours, uno de los autores más destacados en materia de psicodinámica del traba-jo, ha investigado profundamente el sufrimiento laboral. No podré sintetizar aquí sus ideas ni interpretar desde su enfoque el “desastre previsible” que ocurrió hace pocos días en la Estación de Once, pero resulta ilustrativo citar el diálogo entre un ingeniero y un jefe (del servicio fran-cés de ferrocarriles) que transcribe en su libro La banalización de la injusticia social (Ed. Topia). El ingeniero reportó un incidente, en el que las barreras automáticas no habrían funcionado, sin que se produjera accidente alguno, y luego de lo cual, sin mediar ninguna intervención técnica, las mencionadas barreras volvieron a operar normalmente. A pesar de ello, el ingeniero insistía en el problema y sucede el siguiente diálogo (pág. 29):

Jefe: ¿Hubo descarrilamiento?
Ingeniero: No.
Jefe: ¿Hubo colisión con un vehículo o un peatón?
Ingeniero: No.
Jefe: ¿Hubo heridos o muertos?
Ingeniero: No.
Jefe: Entonces, no hubo incidente. El asunto queda cerrado.

Durante algunos días, ciertos medios periodísticos informaron que el maquinista habría dicho que comunicó al área de control que no andaban los frenos, a pesar de lo cual le habrían res-pondido que continuara el viaje.
En rigor de verdad, no puedo saber si el motorman dijo y se desdijo, si se trató una maniobra periodística, o alguna otra alternativa. De todos modos, resulta sugerente la escena así figura-da: alguien pide ayuda (o informa un problema) y otro desoye el anuncio. En cierto sentido, de hecho, no difiere de lo que el conductor del tren habría comentado con posterioridad (respecto de la posible reacción de los usuarios). En efecto, en ambos casos la escena corresponde a un sujeto a quien otros le imponen “seguir” pese a no tener frenos. O, lo que es lo mismo, el suje-to no tiene un destinatario para su pedido. En suma, la vivencia que suelen tener las personas que atraviesan un trauma social comprende la presunción de una indiferencia en el interlocutor. Esto es, la indiferencia captada en el mundo deriva de una proyección de la propia tendencia a desinvestir desarrollada en el yo de quienes pasaron por el trauma. Claro que, si esta proposi-ción es verosímil, su corolario es que el maquinista ya operaba en un estado similar al de los traumatizados, estado que, más allá de sus propias circunstancias vitales, es la resultante de un sistema laboral determinado.


Un “desastre previsible”
En las décadas de los ’60 y ’70 se desarrolló una metodología para el estudio de “accidentes”, denominada “Árbol de causas”, utilizada para determinar los factores intervinientes. Dicha me-todología adopta una perspectiva pluricausal y, a su vez, analiza el suceso como un síntoma que pone de manifiesto perturbaciones funcionales de la organización. Sin embargo, conviene recordar que Robert Villate (El método Árbol de causas, Ed. CEIL) sostiene que el análisis de las causas no es un fin sino un medio y que solo tiene interés si conduce a acciones de prevención.
Asimismo, el autor explica que suelen combinarse errores humanos y técnicos, no obstante aclara que “la posibilidad de que un hombre cometa un error se debe en parte a que otro hom-bre no pudo o no supo preveer esa posibilidad de error y no hizo nada para preverla o eliminar las consecuencias” (pág. 24).
Los familiares de las víctimas (víctimas también) han denominado a la tragedia del 22 de febre-ro un “desastre previsible”. Si bien en otro contexto, Galli y Malfé (“Desocupación, identidad y salud”) distinguen tres tipos de crisis: las previsibles (por ejemplo, la jubilación), las previsibles pero no datables por anticipado (fallecimiento de los progenitores, por ejemplo) y, por último, las posibles pero no previsibles (por ejemplo, un accidente).
Curiosamente, lo que ocurrió en la estación de Once, bajo otras circunstancias, sería un “acci-dente”, aunque si era previsible deja de serlo. Dicho de otro modo, los hechos a los que esta-mos aludiendo no parecen cuadrar claramente en la categorización de aquellos autores. La pregunta, entonces, será: ¿por qué un problema previsible no se transforma en prevenible? ¿Qué es lo que ocurre que las señales no conducen a la acción preventiva? En síntesis, no basta ahora con conocer las causas del suceso (sean errores técnicos y humanos, sea la corrupción política o la desidia empresarial) sino que resulta imperioso comprender no solo cómo se produ-jo el desastre sino, sobre todo, qué impidió su prevención.


Morir en un no-accidente
Hace casi 100 años, y a poco de comenzar la Primera Guerra Mundial, Freud (1915) escribió un artículo, De guerra y muerte, que se compone de dos partes: “La desilusión provocada por la guerra” y “Nuestra actitud hacia la muerte”.
En el primero de ellos, examina los efectos comunitarios de la guerra y, específicamente, las consecuencias que resultan de que el Estado prohíba la injusticia no tanto porque procure eli-minarla sino porque pretende monopolizarla. Agrega, pues, que no “puede asombrar que el aflojamiento de las relaciones éticas entre los individuos rectores de la humanidad haya reper-cutido en la eticidad de los individuos” (pág. 281). En el segundo sector del artículo, dedicado al modo en que pensamos la muerte, sostiene que nadie cree en la propia muerte y que, “por lo general, destacamos el ocasionamiento contingente de la muerte, el accidente, la contracción de una enfermedad, la infección, la edad avanzada, y así dejamos traslucir nuestro afán de rebajar la muerte de necesidad a contingencia” (pág. 291). Las proposiciones freudianas remi-ten a lo irrepresentable de la muerte en el inconciente, a la pervivencia del hombre primitivo en el hombre civilizado y, también, a la ambivalencia de sentimientos, no obstante, aquí pretendo tomar otra dirección. Es decir, si naturalmente nos negamos a admitir la inevitabilidad de la muerte, los traumas sociales imponen aun otra perturbación del pensar, en tanto ya no solo nos habituamos a considerarla una contingencia sino a comprender que tras las muertes siempre hallamos una injusticia. Basta con recordar el atentado a la AMIA, el avión de LAPA, la explo-sión de la fábrica militar de Río Tercero, Cromañón, entre otros tantos episodios, para evocar a todos los familiares en los que su duelo personal e íntimo, se superpone con una exposición mediática en la que, durante años, no cesan de reclamar justicia. Lógicamente, no veo en ello algo sino necesario e imperioso, aunque también advierto que al quedar empujados a la viven-cia de injusticia ello comporta una consecuencia adicional al dolor consistente en una perturba-ción del pensar sobre la muerte.


Aun antes que la injusticia
Retomemos ahora las hipótesis de Dejours a la luz de las ideas de Freud sobre la guerra. Aquél se interesó en estudiar la “banalización de la injusticia social”, especialmente a partir de los procesos de precarización laboral de la década del ’90. Sostiene, entonces, que muchas de las movilizaciones colectivas no encuentran su principal fuente de energía en la esperanza de un bienestar sino en la furia contra el sufrimiento y la injusticia, cuando ya alcanzan niveles intole-rables. Así, la acción colectiva constituye más una reacción que una acción. Lo que el autor entiende es que, paradójicamente, las denuncias conviven con una tolerancia creciente en que la sociedad civil se va familiarizando con la infelicidad. Finalmente, concluye que, como conse-cuencia de la corrupción política y económica, la acción directa de la denuncia es impotente porque, previamente, se desarrolló un proceso de “banalización del mal”. De este modo, propo-ne “reemplazar el objetivo de lucha contra la injusticia y el mal por un la lucha intermedia, que no está directamente dirigida contra el mal y la injusticia sino contra el proceso mismo de bana-lización” (pág. 131).


Escribir el trauma
He investigado e intervenido en diferentes situaciones de trauma social y sé de la fecundidad de las teorías con que contamos y de la importancia del trabajo con las personas afectadas. En este contexto, tienen valor explicativo y heurístico conceptos como duelo o trauma así como tiene eficacia para la elaboración del sufrimiento, la construcción de narrativas. Dicho de mane-ra resumida, esto último permite temporalizar la cantidad resultante de incitaciones exógenas desmesuradas, a través de la localización espacial y temporal, el desarrollo de cualidades y la detección de nexos causales.
Claro que, todo ello, es tan válido y útil como insuficiente, ya que solo toma en cuenta el efecto de un suceso en los afectados directamente. Recuerdo que un empleado bancario, durante el Corralito, decía: “tenemos que defender lo indefendible”. Esta misma frase, por qué no, podría haber sido expresada por el maquinista del tren del 22/02. Recuerdo también haberle dicho: “eso que decís contiene un interrogante: ¿quién defiende al indefenso?”.
En síntesis, si solo centramos el trabajo y la reflexión en el impacto que el hecho tuvo en las víctimas directas del choque, en el eslabón más afectado pero que está solo al final de una cadena, estaremos perdiendo de vista el sufrimiento psíquico de los trabajadores ferroviarios, la anestesiada infelicidad cívica cotidiana, la indiferencia empresarial y la apatía de los políticos. Si así ocurre, la banalización seguirá irrefrenable.

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