Presentando el Blog

Psicoanálisis y Economía

viernes, 3 de julio de 2009

La inseguridad y el egoísmo

Sebastián Plut*


El método económico sostiene que una comunidad se compone de individuos racionales y egoístas. De allí se desprenden dos problemas. Por un lado, si este modelo resulta explicativo de las vicisitudes comunitarias y, por otro, cuáles serían las consecuencias de su aplicación (en el marco de las decisiones políticas, económicas, jurídicas).
Según Freud la sociedad proscribe las mociones egoístas y agresivas, no obstante estas forman parte de la constitución humana. Estas pulsiones pueden seguir diversas transformaciones (dirigirse a otras metas, fusionarse, cambiar de objeto, volverse contra la propia persona) pero también pueden simular un cambio y mostrar un altruismo solo aparente. La transformación cabal deriva de dos factores, uno interno (erotismo) y otro externo (compulsión). Sabemos que los medios de los que se vale la cultura (recompensas y castigos) no tendrían por efecto necesario la trasposición antedicha. Puede ocurrir que un individuo, influenciado por recompensas o castigos, se defina por la acción culturalmente buena sin haber mudado sus inclinaciones egoístas en inclinaciones sociales. En tal caso el sujeto sólo será “bueno” en la medida en que tal conducta le traiga ventajas y durante el tiempo que ello ocurra.
El psicoanálisis enumera tres fuentes de sufrimiento: la naturaleza, el propio cuerpo y los vínculos con los otros. Esta última deriva de las normas siempre inacabadas que rigen los vínculos recíprocos en la familia, con el Estado y la sociedad. La regulación de los vínculos impone un freno a la arbitrariedad y a la tendencia a la resolución de conflictos en función de intereses y fuerzas individuales. Precisamente, la violencia dio paso al derecho a partir de reconocer que la unión de muchos contrarrestaba el poder del más fuerte. Claro que allí no acaba el proceso, pues nada cambiaría si la unidad se formara sólo para combatir al más poderoso y se diluyera tras su doblegamiento. El primer paso consiste en cómo se origina la unión, luego cómo perdura y, finalmente, cómo se perpetúa. Todos estos pasos entrañan riesgos en tanto la comunidad se compone de elementos de poder desigual. Por ello, las leyes de esta asociación determinan la medida en que el individuo debe renunciar a la libertad personal de aplicar su fuerza. Freud afirmó que la libertad individual no es un patrimonio de la cultura, más aun, aquella “libertad” fue máxima antes de toda cultura pero carecía de valor pues no se estaba en condiciones de preservarla. En cambio, el hombre de la cultura accede a la renuncia de una porción de placer y libertad a cambio de un trozo de seguridad, seguridad determinada por el tipo de ligazones presentes en un colectivo dado. Pensemos en los fenómenos de pánico colectivo (cuando se pierde todo miramiento por el otro) los cuales no se corresponden con la magnitud de un peligro dado sino con la supresión de las ligazones libidinales que mantenían cohesionados a los miembros.
Solemos hallar, en los medios de comunicación, debates acerca de la falta de políticas efectivas en materia de seguridad, las deficiencias del sistema judicial, etc.; debates que giran insistentemente entre la necesidad o no de un endurecimiento de las penas. Gargarella (1) señala que la visión jurídica dominante concibe individuos fundamentalmente egoístas, en lugar de promover que las personas se sientan “identificadas” con el derecho. La primera orientación (incrementar los castigos frente a los desvíos) transforma el sistema legal en un sistema de premios y castigos que trabaja contra individuos que desearían escapar de su alcance. Cada aumento del delito se vería contrarrestado por un aumento proporcional de las penas, lo cual, presuntamente, llevaría a los sujetos a desistir de la intención de cometer un delito. Finalmente, concluye que esta visión alimenta los aspectos calculadores y egoístas de los individuos sin lograr pacificar la sociedad ni la identificación de los ciudadanos con el sistema legal. Paradójicamente, esta visión del derecho se nutre del egoísmo y se propone como factor de cohesión social.

El valor de la identificación
Podemos distinguir tres tipos de identificación: primaria (con el ideal), secundaria (con el objeto) y por comunidad. Mientras la primera apunta al ser y la segunda al tener, conjeturamos que la tercera corresponde al “ser parte de”. La identificación por comunidad está presente en las ligazones afectivas entre los miembros de la masa. La ontogénesis de la comunidad remite a la identificación del infante con otros niños (por ejemplo sus hermanos) ante la imposibilidad de perseverar en una actitud hostil. Esta formación reactiva impone una primera y rudimentaria justicia que restringe las posiciones de privilegio en el conjunto fraterno. Adviértase que la justicia es ante todo, una restricción de la libertad individual. El sentimiento social, pues, deriva de la transformación de un sentimiento hostil en sentimiento tierno por vía de la identificación, y dicho proceso se consuma por efecto de una ligazón tierna común con una persona situada fuera de la masa.
Por otra parte, Freud dice que el trabajo liga al individuo a la realidad y lo inserta en forma segura en la comunidad humana. De modo similar, señala que la justicia corresponde a la seguridad de que el orden jurídico establecido no se quebrantará para favorecer a un individuo. En suma, el sentimiento de seguridad dependerá más de la acción igualitaria de la justicia que de la magnitud de los delitos. También refiere que la comunidad de intereses –el mercado- no lleva por sí sola (sin contribución libidinosa) a la tolerancia recíproca. El mercado, sin ligazones libidinales ni restricciones del narcisismo, no logra sostener la reciprocidad por más tiempo que la ventaja inmediata que se extrae de la colaboración del otro.
¿Qué lugares puede tener el mercado en el marco de una sociedad? En principio, entiendo que existen al menos tres alternativas: que sea hegemónico, que esté contenido (en el doble sentido de incluido y restringido) o bien que esté excluido. En cada caso, se presentarán conflictos diversos. La primera opción supone su predominio a partir de la entronización del ideal de la ganancia. En el segundo caso, estamos ante una sociedad que antepone la regulación y reunión de las diferencias por sobre la lógica de la competencia entre individuos aislados. Finalmente, si el mercado no está integrado, puede ocurrir que se desarrolle de modo clandestino. Pensamos que el mercado (como espacio natural de individuos racionales y egoístas) no promueve sino identificaciones rudimentarias. Como dicen los teóricos de la acción colectiva, la racionalidad individual conduce a la irracionalidad colectiva.
La formación de la sociedad y las producciones culturales requieren de la ya comentada renuncia pulsional y ello comporta una restricción duradera del narcisismo que deja un inevitable sedimento de hostilidad. Dicha restricción sólo se logra, justamente, a partir de las ligazones libidinosas presentes en la comunidad. Freud dice que la expectativa de que la comunidad de intereses contribuya al desarrollo de la ética fue una expectativa falsa pues los individuos ponen en primer plano la satisfacción de sus pasiones. La cooperación mutua podrá dar lugar a la creación de ligazones amorosas siempre que se sostengan en una meta que vaya más allá de lo meramente ventajoso. Es decir, si aquella meta deriva de aspiraciones sexuales de meta inhibida, las cuales no son susceptibles de una satisfacción directa.
La guerra perfora los lazos comunitarios entre los pueblos enfrentados y deja como secuela una rivalidad enquistada por largo tiempo. Acaso podamos preguntarnos si altos niveles de desempleo o la corrupción extendida y duradera, no promueven efectos similares, claro que ya no entre pueblos en disputa sino al interior de una misma comunidad. Así, la oposición a sujetarse a las normas éticas deriva del debilitamiento ético de los dirigentes. Si la ética en la regulación de los vínculos supone el encuentro de la afinidad en la diferencia, la violencia social (sobre todo cuando es ejercida desde el poder) abole los nexos con lo diverso e intensifica los riesgos disolventes que aspiran a una nivelación descomplejizante. Este liderazgo incrementa su destructividad a medida que pierde legitimidad y su correlato social es la disolución de los vínculos de identificación, la degradación de los ideales colectivos hacia afanes individuales y, consecuentemente, da lugar a la liberación de la agresividad y las luchas fraticidas.
Finalmente, recordemos a Camus cuando en La peste decía que “conocer una ciudad es averiguar cómo se trabaja en ella, cómo se ama y cómo se muere”.

* Doctor en Psicología

(1) “Un derecho penal para una sociedad menos fraterna”, Diario Página/12, 15/04/04.

Sobre las elecciones

Sebastián Plut

Si el voto es una de las prácticas propias de la democracia, no lo es porque el más votado sea, necesariamente, un personaje democrático. Lo diré rápidamente: entiendo que lo que le confiere un sentido democrático al voto es su mínima incidencia. Este rasgo que, para algunos es causa de una vivencia de insignificancia (expresada como apatía) para mí es, precisamente, el que determina su potencia democrática.
Dicho de otro modo, lo que para algunos será “mi voto no mueve la aguja”, para mí significa que “mi poder como ciudadano no debe ser más que una medida restringida”. De hecho, matemáticamente, cuanto mayor cantidad de votos obtiene un candidato, menor es el porcentaje de incidencia del voto de cada uno de los que lo eligió.

Adhiero, pues, a una política entendida como renuncia pulsional ya que la pasión, aun cuando cohesione a cierto número de personas, no parece ser democrática. Si las ma-dres de Plaza de Mayo han resultado ejemplares no ha sido, precisamente, por los ex-abruptos de Bonafini, sino por una búsqueda interminable de justicia sin haber cedido a la injusticia por mano propia.

El concepto de renuncia también se aplica a una teoría sobre la representación política. Suele decirse con creciente malestar que los políticos no nos representan. Es cierto pero, al mismo tiempo, acaso sí sean representativos de algún fragmento intersubjeti-vo específico. Un político podrá ser representante de uno o más sectores del entrama-do psíquico y vincular: nuestros deseos, la realidad o los valores. Podrá ocurrir que un político no represente nuestros ideales pero sí represente nuestros deseos; más aun, que sus acciones subroguen la consumación irrestricta de nuestros procesos desidera-tivos.

Claro que no alcanzará con que alguien subraye “tengo que” (en lugar de “quiero”). A menudo escuchamos personas que (se) dicen “tengo que” hacer tal cosa y luego no lo hacen. Esto es, apelar al deber o al tener que, más de una vez es una forma de sobor-nar al superyó (propio o ajeno) para luego transgredirlo o bien no hacer nada.

La publicidad medicinal solo en una pequeña leyenda nos dice que ante cualquier “du-da” consultemos a un médico. Raro, ¿no? ¿Acaso la duda no debería ser lo primero? Nos persuaden sobre la felicidad en grageas y, en letra casi ilegible, nos recuerdan que podemos (¿conviene?) dudar.

Dudar significa que en la política no es bueno ni necesario que prevalezca nuestra “creencia” sino la “credibilidad” del candidato. Veamos un ejemplo. En un diálogo sobre la religión podemos preguntarle a alguien si “cree” en Dios, hasta que quizá alguien afirme que la pregunta no es si cree en Dios, sino si Dios es creíble.

En un capítulo de Dr. House, una monja intenta describirle –al irónico médico- la hipo-condría de su compañera y le dice que es importante que él sepa que la otra monja (quien llega enferma a la clínica) cree cosas que no son. Dr. House, entonces, le pre-gunta si, acaso, eso no es obligatorio en el trabajo de ellas.

La política, pues, se parece más a la salud que a la religión: no es necesario creer lo que no es.
Cuando era niño, recuerdo que mientras iba en micro hacia el colegio veía leyendas en la calle que decían: “Prohibido fijar carteles”. Para mi ingenuidad e ignorancia infantil “fijar” solo quería decir “mirar”, al punto que interpreté que estaba prohibido mirar los carteles. En el micro, entonces yo miraba de reojo los carteles, con la curiosidad resul-tante de la presunta prohibición pero también con el temor de ser descubierto.
No recuerdo cuántos días después pensé: “no puede ser que pongan un cartel para decir que está prohibido leer los carteles”. Recién salí de la confusión cuando advertí la contradicción.
Digámoslo así: podemos recuperar nuestra lucidez si tomamos nota (y conciencia) de las contradicciones que nos entrampan. Contradicciones entre el ayer y el hoy de un candidato, entre lo que vemos y oímos, entre lo que percibimos y lo que sentimos, etc. Solo estar atentos, las incongruencias se muestran en cualquier esquina. En suma, las promesas y consignas son de los otros, las dudas y el pensamiento son de nosotros.

La pulsión laboral y el desempleo (*)

Sebastián Plut


“No los impelía la necesidad simple del trabajo,
sino la ira impotente de perderlo”
(La caverna, José Saramago)

Introducción

Abordar la desocupación, y en particular sus efectos psicológicos, resulta una tarea compleja por un conjunto heterogéneo de razones. Algunos estudios obtienen conclusiones estadísticas a partir de seleccionar poblaciones según distintos criterios (edad, nivel cultural, género, nivel socioeconómico, etc.). Ello arroja ciertos datos útiles pero que escasamente avanzan más allá de observaciones descriptivas. También se han realizado investigaciones en el campo de la psicología social que toman diversas variables tales como autoestima, identidad, etc. Desde el psicoanálisis se ha estudiado el desempleo como un trauma social a partir del cual se desarrollarían ciertos desenlaces psicopatológicos (depresiones, afecciones psicosomáticas, etc.). Dichos desenlaces ponen en evidencia la singularidad de los sujetos (su estructura anímica previa, su repertorio estilístico, sus recursos, etc.) lo cual complejiza la posibilidad de tipificar los efectos del desempleo como factor patógeno. Por último, cabe señalar que podemos desagregar el fenómeno de la desocupación según se trate de la amenaza (más o menos directa), la pérdida de un trabajo y el estado duradero de desempleo.


Desempleo como contexto psicosocial

Desde la perspectiva económica y social se distinguen “cuatro factores cuyo comportamiento regula en forma inmediata el número y la calidad de los empleos” (Monza, 1993): el crecimiento de la población, la tasa de actividad (población económicamente activa), la evolución histórica del producto interno y la evolución del nivel de productividad. De los dos primeros factores deriva la disponibilidad de mano de obra y de los dos siguientes la generación de puestos de trabajo. Si la expansión de la disponibilidad de mano de obra excede la expansión del número de puestos de trabajo surge la brecha de empleo, que se manifiesta como desempleo (abierto u oculto) y subempleo.
La literatura especializada coincide en presentar los siguientes aspectos del problema. Por un lado, prestan atención al tiempo de desempleo, es decir, cuando la desocupación empieza a establecerse como un estado duradero. También han descripto dos tipos de representaciones sociales sobre las causas del desempleo: estructural, el desempleado percibe su situación como consecuencia de fuerzas sociales, económicas o políticas, ajenas a su voluntad y dominio, y conductual, el trabajador atribuye a sus características personales, su pasado, sus acciones, etc., la razón de su falta de trabajo. Ambas representaciones se ha observado que aparecen de manera secuencial; la estructural al momento de ser despedido y la conductual al momento de buscar trabajo y no encontrarlo.
Algunos autores han considerado una situación paradojal: se trata de una amenaza social, un riesgo para el conjunto de la población, y al mismo tiempo aparece desocializado, pues impone resoluciones individuales, mientras cada vez son más escasas las acciones colectivas y la desprotección social va en aumento.
Castel (1997) examina la “cuestión social”, esto es la capacidad de una sociedad de preservar su cohesión, y realiza un exhaustivo estudio de las transformaciones históricas en la lógica asistencial de los riesgos de la existencia. Preocupado por la presencia cada vez mayor de sujetos en “situación de flotación” en la estructura social, pone el acento en la relación salarial y su progresiva precarización. Para Castel existe una fuerte correlación entre el lugar que se ocupa en la división social del trabajo y la participación en redes de sociabilidad y en los sistemas de protección que cubren al individuo. Estas relaciones le permiten identificar tres zonas: integración (con trabajo estable e inserción relacional sólida), la zona de desafiliación (ausencia de participación en actividades productivas y aislamiento relacional) y una zona intermedia de vulnerabilidad (que conjuga precariedad del trabajo y fragilidad de los soportes sociales). El autor se pregunta en qué podrían consistir las protecciones en una sociedad que cada vez más se torna una sociedad de individuos, siendo el amparo una condición de la cohesión social.
Galende (1997) analiza cómo la caída del Estado Benefactor arrastró las consignas de universalidad, igualdad y equidad, dejando librados los riesgos de la existencia a una cobertura que depende de la capacidad económica del aportante. En tanto prevalecen las leyes del mercado por sobre las de la comunidad, y la lógica del contrato sobre la de la justicia social, los riesgos son para la integración. Cuando Freud plantea el irremediable antagonismo entre las exigencias pulsionales y las restricciones impuestas por la cultura, refiere que la justicia social implica que todos deben contribuir con el sacrificio de sus pulsiones, de manera que la violencia individual (la ley del más fuerte o del mercado) no prime sobre el poder comunitario.
Hemos mencionado ya que la representación social del desempleo de tipo conductual es aquella según la cual se atribuye a causas personales (historia laboral, formación, actividad gremial, etc.) el estado de no trabajo. Diversos autores han reparado en ella y examinado sus razones reconociendo allí, en parte, el proceso de desocialización de la problemática laboral. Este proceso se conoce como “juicio de autoculpabilización retrospectiva” y “victimización secundaria”. Un criterio pertinente es diferenciar causas y efectos del desempleo, pues a los fines de la comprensión psicopatológica resulta tan errónea la culpabilización como la pura y compasiva victimización.
Los altos niveles de desempleo han llevado a algunos autores a pensar el problema en términos de la prescindencia del hombre, de una gran masa humana sobrante. Otros (Méda, Racionero) han orientado su examen en función de la prescindencia del trabajo, en tanto el trabajo ya no conservará su centralidad como organizador social.
Racionero (1983) propone un cambio de mentalidad que supere la lógica protestante del trabajo y recupere la tradición del otium cum dignitate. Para el autor el crecimiento económico continuo es una enfermedad y no un éxito, pues toda fuerza, aunque beneficiosa inicialmente, se torna nociva y de signo opuesto si se aplica indefinidamente. En este sentido, opone al “más de lo mismo” (incremento cuantitativo) el desarrollo cualitativo (aumento de calidad y complejización social). Curiosamente el afán económico (como fin absoluto) genera cada vez más pobreza, mientras que para el autor se trata de incluirlo en el seno de una cosmovisión ecológica. Ello implica, desde el punto de vista de la comunidad, despertar el “poder de renunciación”, inverso al poder de la riqueza más desempleo. Dice: “El mundo de la escasez a nivel material es el mundo del miedo a nivel psicológico y el mundo de la autoridad a nivel social. La escasez engendra miedo, que justifica el autoritarismo” (op. cit., pág. 23).
En los estudios psicosociales hay dos modelos frecuentemente utilizados. Uno es la Teoría de la Privación (Jahoda) que parte de considerar aquello que el trabajo brinda (organización temporal, vínculos exogámicos, objetivos trascendentes e identidad social) y desde allí investigar qué provoca el desempleo, de qué priva al individuo. El otro modelo es el que describe el proceso psicosocial que transita el desempleado: shock, búsqueda activa, pesimismo y fatalismo. Esta secuencia también se conoce como Síndrome del desocupado (negación, angustia y resignación). La edad aparece como un capítulo particular, ya sea que consideremos el grupo etáreo central (adultos), la vejez o el desempleo juvenil (final de la adolescencia).
En nuestro medio, uno de los autores que ha encarado el estudio de las consecuencias psicosociales del desempleo es Malfé. En su libro Fantásmata examina cuatro formas de representación del trabajo (arcaica, tradicional, moderna y flexible) cuya prevalencia de una u otra en cada quien (si bien se presentan como mentalidades yuxtapuestas) determina las configuraciones y repercusiones subjetivas de la desocupación. En otro texto (Galli y Malfé; 1996) se detienen en los conceptos de conflicto y crisis. Por un lado los diferencian entre sí (las crisis son más globales y duraderas que los conflictos). Por otro, categorizan tres tipos de crisis: previsibles (por ejemplo, adolescencia, jubilación, etc.), previsibles pero no datables por anticipado (fallecimiento de progenitores, por ejemplo) y posibles pero no previsibles (accidentes, despidos, etc.). Finalmente establecen tres parámetros para considerar el valor potencialmente patógeno de una crisis. No será patológica mientras no altere la capacidad de transformar y transformarse activamente, se conserve la percepción del sufrimiento como parte de la vida y con un sentido y permanezca la capacidad de imaginar.
Todo ello nos recuerda las afirmaciones de Freud según las cuales el trabajo constituye un elemento de valor en la salud y la economía psíquica, en tanto liga con firmeza al individuo a la realidad y es una vía privilegiada para las transformaciones auto y aloplásticas.
En el próximo apartado examinaré el concepto de trabajo desde la perspectiva psicoanalítica. A partir de construir la noción de pulsión laboral podremos conocer en detalle la dinámica y función del trabajo en lo psíquico, su metapsicología, que constituye una parte del fundamento requerido para comprender la dimensión subjetiva de la desocupación.


La pulsión laboral

Tal vez sorprenda al lector la referencia a una pulsión laboral. Pues bien, creo que resulta pertinente teórica y clínicamente la construcción de dicha noción. Desde la perspectiva del concepto genérico de pulsión recordemos que para Freud se trata de una exigencia de trabajo para lo psíquico. De manera que si nos preguntamos qué es trabajo desde el punto de vista psíquico, la respuesta inicial aparece con la definición de pulsión. Freud también caracteriza a la pulsión como motor del desarrollo. En cuanto al atributo específico (“laboral”), entiendo que se trata de la conjugación de mociones libidinales, egoístas y agresivas que se plasman en la actividad productiva. En rigor tomamos la pulsión laboral como un derivado de otra pulsión compuesta, la pulsión social, “que acaso no sea originaria e irreductible” (Freud; 1921, pág. 68), en tanto se despliega en el mundo del trabajo.
La noción de pulsión social (junto con sus conceptos relacionados) resulta de gran valor para pensar tanto los problemas clínicos (sobre todo aquellos referidos a la intersubjetividad) como las vicisitudes institucionales y, en particular, lo relativo a la organización del trabajo. En distintos textos Freud (1911, 1921) se ha ocupado de la pulsión social para referirse a una inclinación descomponible en elementos egoístas (autoconservación), eróticos (libido homosexual) y agresivos. Dice Freud: “las aspiraciones homosexuales se conjugan con sectores de las pulsiones yoicas para constituir con ellas, como componentes apuntalados, las pulsiones sociales, y gestan así la contribución del erotismo a la amistad, la camaradería, el sentido comunitario y el amor universal por la humanidad” (Freud; 1911, pág. 57). “El sentimiento social descansa en el cambio de un sentimiento primero hostil en una ligazón de cuño positivo” (Freud; 1921, pág. 115). La actividad laboral sostenida en la pulsión social, entonces, es un método apto para orientar la hostilidad en el sentido de lo útil (Plut; 2000).
Dejours es uno de los autores que más ha desarrollado una concepción psicodinámica del trabajo. Inicialmente inauguró la corriente denominada Psicopatología del Trabajo, que fue definida como “el análisis del sufrimiento psíquico resultante de la confrontación de los hombres con la organización del trabajo” (Dejours; 1998, pág. 24). Luego, extendió los alcances de su investigación y su abordaje y optó por la denominación de Psicodinámica del Trabajo, cuyo objeto es “el análisis psicodinámico de los procesos intersubjetivos movilizados por la situación de trabajo” (op. cit.; pág. 24).
En esta orientación toman como base un hallazgo de la ergonomía según el cual existe un desfasaje irreductible entre la tarea prescrita y la actividad real de trabajo. La organización del trabajo no es estrictamente sufrida por los trabajadores pues todas las prescripciones y consignas se reinterpretan y reconstruyen. Lo central de los problemas estudiados por el análisis psicodinámico de las situaciones de trabajo deriva, justamente, del desconocimiento (e incluso la negación) de las dificultades concretas que los trabajadores deben encarar debido a la imperfección irreductible de la organización del trabajo.
Desde esta perspectiva, entonces, el trabajo es la actividad desplegada por los hombres y las mujeres para enfrentar lo que no está dado por la organización prescrita del trabajo. Esta visión los lleva a cuestionar la división tradicional entre trabajo de concepción y trabajo de ejecución, en tanto todo trabajo siempre es, al menos en parte, de concepción. El trabajo es el fragmento humano de la tarea, del proceso, ya que se requiere allí donde el orden tecnológico y de las máquinas es insuficiente.
La perspectiva freudiana del trabajo no ha sido tan desarrollada y es, precisamente, la que hace ya casi una década vengo investigando y aplicando. Desde esta línea de pensamiento nos encontramos con un conjunto de ideas de Freud que no han recibido la necesaria atención. La escasa literatura psicoanalítica sobre esta temática está orientada a problemas organizacionales con tenues consideraciones sobre la subjetividad. Quiero destacar, no obstante, los aportes de Maldavsky (2000), Malfé (1994) y Menninger (1943).
Curiosamente, en ocasión de definir la salud y las metas del tratamiento psicoanalítico, Freud distingue dos terrenos de pertinencia: el amor y el trabajo. También señala que ninguna acción une al individuo tan firmemente a la realidad como el trabajo, este lo inserta en la comunidad humana y regula sus vínculos y la distribución de bienes. En síntesis, pensar la actividad laboral desde el punto de vista psicoanalítico supone considerar el valor del trabajo en la economía psíquica, la importancia de la actividad en su relación con la naturaleza y su función en las relaciones intersubjetivas.
Algunos autores de orientación freudiana han puesto el acento en el concepto de sublimación. Menninger (1943) señala que el trabajo es una forma particular y privilegiada de la sublimación. Para este autor el yo tiene que dirigir no solo los impulsos sexuales sino también tendencias agresivas. Si las mociones eróticas dominan lo suficiente, el resultado será una conducta constructiva; si los impulsos agresivos dominan, el resultado será una conducta más o menos destructiva. De todos los métodos disponibles para orientar las energías agresivas en una dirección útil el trabajo ocupa el primer lugar.
En El malestar en la cultura Freud (1930) examina la oposición entre las exigencias pulsionales y las restricciones impuestas por la cultura, de lo cual deriva una triple fuente de sufrimientos: del cuerpo propio, del hiperpoder de la naturaleza y de los vínculos con los otros. En ese mismo texto, así como en Tipos libidinales (1931), plantea de forma sintética un modo de categorizar los estilos individuales: narcisista, de acción y erótico; según predomine la libido narcisista, la pulsión de dominio o la pulsión sexual.
La satisfacción en el trabajo, entonces, puede estar relacionada con el reconocimiento que se obtiene, o bien puede relacionarse con el producto (un artesano con su obra), o bien puede derivar del placer por la cooperación.
Dejours (1998) toma el triángulo de Sigaut (en relación con la dinámica de la identidad), cuyos vértices son Real - Ego – Otros y lo adapta según la psicodinámica del trabajo: Trabajo – Sufrimiento – Reconocimiento. Si extendemos un poco más estas tres dimensiones podemos establecer diferentes correlaciones.
Por ejemplo, la dimensión de la actividad, se orienta hacia la naturaleza, supone el estilo de acción, comprende la pulsión de dominio y la satisfacción está dada por la obtención de un producto, un resultado. El sufrimiento, en cambio, remite a la dimensión del sujeto, en virtud de su cuerpo y su psiquismo. Asimismo, refiere al estilo narcisista, sostenido en la libido narcisista y la autoconservación, en tanto la satisfacción deviene por el reconocimiento. Por último, la dimensión organizacional (o institucional) supone un eje centrado en los vínculos, requiere del estilo erótico, cuya pulsión en juego es la sexual y la satisfacción se alcanza por la cooperación.

Por último, para cerrar este apartado sobre la noción de trabajo, apuntemos que para Freud la actividad laboral:
- Permite procesar la hostilidad fraterna, libido homosexual, libido narcisista, pulsión de apoderamiento o dominio.
- Constituye un escenario en que pueden desplegarse sentimientos de injusticia, celos, envidia, furia (por obedecer a una realidad contrapuesta al principio de placer).
- Cuestiona los vínculos adhesivos (que se acompañan de una falta de investidura de atención dirigida hacia el mundo).
- Permite desarrollar los sentimientos de pertenencia, la ambición y la creatividad.
- Es un modo de desarrollar los vínculos exogámicos, buscar reconocimiento social y lograr una independencia orgullosa respecto de la autoridad de los progenitores.


Duelo y trauma del desempleo

Sin duda uno de los problemas sobre el que pivotean muchas observaciones es el tipo de duelo que exige el desempleo. A quien ha perdido su trabajo se le impone la necesaria elaboración por aquello que se tuvo, según la lógica que Freud advierte: examen de realidad, clausura, sobreinvestidura y desasimiento (Freud; 1915). El examen de realidad muestra la ausencia del objeto y exhorta a sustraer la libido de sus nexos con él. Este proceso se ejecuta no sin cierta repulsa y se va consumando pieza por pieza con un gran gasto de tiempo y energía. “Cada uno de los recuerdos y cada una de las expectativas en que la libido se anudaba al objeto son clausurados, sobreinvestidos y en ellos se consuma el desasimiento” (op. cit.; pág. 243) (la negrita es mía). Creo que podemos subrayar no solo los cuatro pasos del proceso de duelo sino, además, rastrear el destino de los recuerdos, por un lado, y de las expectativas, por otro. Tengo la impresión de que la finalización relativa del proceso surge de la desinvestidura (aunque sea parcial) de los recuerdos y el deslinde de estos últimos de la investidura de expectativas. Ello permitirá la búsqueda e investidura de objetos sustitutos.
Asimismo cabe preguntarse, en el marco de las dificultades del mundo laboral, acerca de la naturaleza de lo perdido. Puede ocurrir que uno pierda el trabajo, pero también puede suceder que lo perdido sea un compañero a quien han despedido o bien un cierto clima o formas de trabajo (por cambios organizacionales, restricciones económicas, etc.). En el caso de las llamadas reestructuraciones, cuando muchos de los que trabajan “quedan en la calle” pero al menos por un tiempo no le ha tocado a uno, suelen entrar en pugna intensos sentimientos de culpa (e identificación con los que han quedado afuera) con las investiduras narcisistas y egoístas que permiten sustraerse del destino de lo perdido.
La magnitud en aumento del problema, en cuyo horizonte se lo visualiza como irreversible, impone un sesgo peculiar al duelo por el trabajo perdido. Se trata de un duelo casi imposible, un duelo ya no por algo que hemos tenido, sino por lo que no vamos a tener. Un futuro cuyo problema no es la incertidumbre sino la desesperanza, la falta de metas, duelar lo que no va a ser. Progresivamente se va desarrollando un proceso de descomplejización que va sustituyendo la dinámica de la esperanza por un apego desconectado y la resolución por vía del circuito según el modelo del arco reflejo.
También debemos considerar el valor funcional y/o negativo de la vergüenza. He observado, en pacientes que se encuentran sin trabajo, que el sentimiento de vergüenza puede aparecer ligado al estar desocupados o bien al hecho de tener que buscar un empleo. Aquellos en quienes la vergüenza deviene de estar desempleados tienen mayor posibilidad de investir la nueva búsqueda. En cambio, quienes se avergüenzan de buscar manifiestan un sentimiento de injuria narcisista ante la posibilidad, por ejemplo, de ser vistos mientras leen avisos clasificados. Incluso, y llamativamente, les sucede aun estando solos en sus casas. Se van replegando en un estado de apatía y furia (con cierta megalomanía) en el cual va desapareciendo el sentimiento de vergüenza. Cuando Freud diferencia el duelo y la melancolía señala, como uno de los observables, la falta de vergüenza en la segunda. En algunos casos se evidencia la rabia por tener que acatar una realidad, en otros aparece más la tendencia a la autodenigración. Parafraseando a Freud podríamos decir que en ellos la sombra del trabajo cayó sobre el yo.
En lo que sigue presentaré una visión del desempleo a partir de considerarlo como una incitación exógena traumática. Con ello destaco del conjunto de hipótesis freudianas aquellas que permiten reconocer y comprender lo social y la realidad como una fuente de estimulaciones insoportables. Al mismo tiempo este recorte supone dejar de lado numerosos problemas. Menciono solo algunos de los temas que no consideraré aquí: la producción psíquica de lo social y la significatividad especifica y singular del desempleo. También omito desarrollar lo que he dado en llamar la dinerización de la libido (en contraposición a la libidinización del dinero), caracterizada por lo cuantitativo, en procura de un aumento constante de la tensión, la resolución vía alteración interna y el trastorno de la autoconservación. Al principio de este artículo he planteado la complejidad de abordar un examen de los efectos psíquicos del desempleo. En parte, tal complejidad deriva de las múltiples perspectivas teóricas y metodológicas así como de los diversos aspectos que pueden ser considerados. Pero también debemos incluir, entre las razones de la complejidad, nuestra particular implicación en el contexto social. Puede ocurrir que estemos implicados más o menos directamente: estar uno sin trabajo, o bien que un familiar o amigo atreviese esta situación; puede suceder que instituciones de las que formamos parte o hemos sido miembros atreviesen períodos de deterioro (más o menos definitivos). También quedamos implicados según nuestra postura respecto de la injusticia y la desigualdad.
En este marco delimitamos tres parámetros para pesquisar la dimensión y alcance traumático del estado social de desocupación: la posibilidad de desarrollo subjetivo (nexos con lo diverso), cómo y hasta donde se ve trastornada nuestra cotidianeidad y la relación entre incitación exógena y coraza de protección antiestímulo. Este último punto conviene explicarlo brevemente. Freud distingue dos tipos de estímulos externos insoportables. Uno de ellos perfora la coraza de protección y promueve un estado de dolor que impone una redistribución energética para contornear la zona de intrusión, neutralizar su efecto y lograr el restablecimiento. También puede ocurrir que el estímulo arrase con la coraza de protección resultando imposible, al menos temporalmente, el esfuerzo de restablecimiento.
Estas hipótesis pueden complementarse con aquellas que Freud expuso sobre los dos tipos de trauma y combinan el vector de la intensidad con el de la frecuencia. En efecto, Freud afirmó que existen traumas derivados del impacto de un solo golpe y aquellos que resultan de la sumación de incitaciones menores. Tal diferencia podría corresponder a los casos de despido y amenaza cotidiana respectivamente.
Hemos observado que la amenaza de perder el trabajo puede potenciar la disposición a la adicción al trabajo como forma de procesar los componentes persecutorios y celotípicos. También puede ocurrir que se desplieguen tendencias inversas, tales como los vínculos adhesivos y una postura acreedora.


Gonzalo

Gonzalo consultó aproximadamente a los 24 años en un estado de inactividad generalizada. En aquel momento había terminado una relación de pareja, no estudiaba ni trabajaba. Sus días transcurrían despertándose hacia el mediodía y durante la tarde pasaba horas mirando el movimiento de la Bolsa en un canal de televisión por cable. En aquel momento trabajamos sobre su desconexión de la realidad, a la cual sustituía por una suerte de apego a la televisión (que luego, como veremos, se desplazó a la PC y el teléfono en su trabajo). Tal desconexión se consumaba a través de la proyección de su propia motricidad. En lugar de realizar acciones, miraba como variaba la cotización de las acciones, de las cuales quedaba suprimida la cualidad.
Unos meses más tarde comenzó a trabajar en una empresa de telefonía. Su tarea, en el sector de atención al cliente, se desarrollaba de lunes a sábado de 16 a 24 hs. con un teléfono y una PC, y consistía en recibir telefónicamente todo tipo de demandas, reclamos y quejas de los clientes. Todo esto debía desarrollarse con un alto grado de eficiencia en cuanto a la resolución del problema y la rapidez de la respuesta. Toda la información, sea del llamado del cliente, cuanto de la acción del operador, consta en la PC para ser controlada por un supervisor. A ello se le sumaba el requerimiento de un mínimo de 86 llamados diarios que debían ser atendidos y resueltos. No obstante, los operadores eran “alentados” a superar dicho mínimo. Si bien se les otorgaba un plazo inicial de 3 meses (previa capacitación) para superar los 86 llamados, Gonzalo optó por intentarlo desde el comienzo, logrando ya el primer mes resolver adecuadamente un promedio de 125.
Gonzalo, que para ese momento había iniciado sus estudios universitarios en comercialización, se mostraba muy entusiasmado con la organización e intensidad de la tarea, a pesar de prever dificultades horarias en su próxima inscripción en la facultad. Parte del entusiasmo de Gonzalo derivaba de un supuesto trabajo en grupos coordinados por un “líder”. Llamativamente, cuando describía la dinámica de su tarea lo grupal no aparecía más que en las comparaciones competitivas sobre la eficiencia de cada uno, estando toda su jornada en relación con su teléfono y su PC. Por otro lado, refería que recurrentemente (sobre todo los sábados) soñaba con la empresa (sueños en los que el contenido estaba ligado a la exigencia del trabajo) y se despertaba dos o tres veces por noche. Los domingos (único día franco) no podía dejar de pensar en el trabajo pendiente. Incluso algunos domingos concurría “voluntariamente” a terminar algunas tareas. Gonzalo mostraba intensos sentimientos de culpa respecto, por ejemplo, de no poder aumentar la cantidad de llamados. En una ocasión, por su temprano buen rendimiento, su líder le asignó una tarea que habitualmente se le pedía a quienes trabajaban hacía más de tres meses. Como no pudo realizarla correctamente su evaluación fue: “le fallé a mi líder”.
Dos años después, cuando Gonzalo ya había accedido a la posición de líder, la empresa comenzó un fuerte proceso de reestructuración a partir del cual despidieron a gran cantidad de empleados, modificaron el sistema de remuneraciones (redujeron significativamente los premios por productividad) y se desarrollaron cambios en la forma de trabajar (ritmos, líneas de mando, etc.). Ello nos permitirá observar como se ensamblan las vicisitudes subjetivas con las injusticias y el desamparo institucional.
Gonzalo cuenta que diariamente se refieren a la compañía como Expedición Robinson (en alusión al programa televisivo en el que se desarrolla una competencia primero entre dos grupos, de los cuales se van eliminando sus miembros, hasta que en un momento la competencia se desarrolla entre los que van quedando, ya no por grupos). La metáfora utilizada, entonces, contiene los siguientes componentes: un sistema de vida precario, competencia feroz, eliminación de unos por otros, y, según lo decía Gonzalo, “alianzas y solidaridad que en el fondo son débiles y ficticias”. Luego de una sucesión de despidos (“las bombas caen cada vez más cerca”) la superior inmediata de Gonzalo le anuncia que ya “no hay más despidos”. A los pocos días ese anuncio se vio desmentido por la realidad, pues hubo más y más despidos. El argumento de ella fue “no se los podía decir, porque si no ¿cómo se iban a sentir?”.
En cuanto a los objetivos diarios de llamadas atendidas, en virtud de que los sistemas de respuesta automática se fueron sofisticando, se redujo lo requerido. Así como antes los operadores intentaban superarlo ahora “se aspira a no pasarlo” porque ello podría eliminar puestos de trabajo, “el objetivo, ahora, no es crecer sino sobrevivir”. Por momentos Gonzalo se consuela pensando que “el barco no se va a hundir”, con lo cual intenta no solo consolarse sino recuperar algo de aquella idealización por la empresa mediante la cual quedaba fusionado con ella. No obstante, rápidamente se encuentra ante una contradicción: “uno pasa a quedar ubicado en el lugar del que remando no ayuda sino que hunde”. Contradicción que le permite diferenciarse de la empresa (él no es el barco) pero que lo introduce en una batalla con sus compañeros (¿quién quedará remando y quienes no?). “Ahora no tenemos que superar los objetivos porque eso quita un puesto de laburo, así que todo lo que aprendí de motivación, valor agregado, ya no sirve. Están los que desde la rivalidad van a trabajar más, pero no para superarse sino para poder quedarse eliminando a otros. Me cambiaron la empresa, antes éramos los que crecíamos hasta el infinito, ahora volvimos a ser una empresa del Estado”. Cada equipo estaba conformado por 10 operadores y un líder (actual puesto de Gonzalo). Cuando echaron a un líder los 10 operadores de ese grupo fueron redistribuidos en los otros equipos, situación que le da a Gonzalo un cierto “respiro”, pues ahora tendrá la “oportunidad” de que echen a dos o tres de su grupo sin que aun haga falta echarlo a él.


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(*) Publicado en Actualidad Psicológica, N° 293, 2001.