Sebastián Plut
Estimado opositor
Tal vez usted suponga,
acaso por el título de esta carta, que su autor es oficialista y ya se esté
preparando para leer alguna encendida defensa del gobierno; una defensa
–imagino que imagina- que subraye (¿sobredimensione?) los aciertos de los
funcionarios actuales de la
Nación y que, sobre todo, destaque los errores, desaciertos y
desvaríos de políticos adversarios.
La realidad es que no soy
oficialista, ni kirchnerista y, tampoco, peronista. Tal vez sea un requisito
autoimpuesto, algo influido por las circunstancias actuales, el hecho de
comenzar presentándome por esta particular vía de lo que “no soy”, pero que de
ningún modo corresponde a una formulación en tiempo presente del “yo no fui”
que busca quedar eximido de alguna responsabilidad.
Es que tampoco estoy
pensando si usted es miembro de algún partido de la oposición o se siente más o
menos representado por alguno de sus dirigentes. En todo caso, lo supongo una
suerte de independiente que está en desacuerdo con el kirchnerismo, que tal vez
haya ido –o no- a algunas de las marchas que se hicieron y que, con lucidez o
ingenuidad, asume los cuestionamientos que se le hacen al gobierno.
Si se trata de evidenciar
mi propia posición, a modo de encuadrar estas líneas en el contexto del
denominado sujeto de la enunciación, podría decir que luego de 10 años de
kirchnerismo tengo unas cuantas dudas sobre el gobierno. Tal vez, entonces, la
diferencia con gobiernos precedentes es que respecto de aquellos no tuve
ninguna duda. Intento, pues, que la mencionada duda no constituya una
oscilación obsesiva entre dos o más opciones, sino que me permita sostener
interrogantes y, por qué no, soportar la diferencia entre el propio pensar y la
realidad.
Suele decirse que
actualmente hay viejos amigos que ya no se hablan entre sí, o familiares que ya
no se reúnen como antes, porque las discusiones políticas alcanzan grados
insoportables de violencia. Se sugiere también que los kirchneristas serían tan
agresivos e intolerantes que resulta imposible todo diálogo. ¿Es realimente la
intensidad de la pasión con que se expresan ciertas posturas y, sobre todo, el
modo en que lo hacen quienes defienden las políticas “K”, la causa de este
presunto imposible diálogo? ¿No será, más bien, que el resurgimiento del debate
puso de manifiesto la sordera habitual que padecemos los seres humanos, sordera
inadvertida en tiempos de apatía cívica?
Es probable que la forma
misma en que planteo el interrogante exhiba la evidencia de lo que al menos yo
respondería. Esto es, no creo que estas supuestas discusiones expulsivas se
eliminen al suprimir la antinomia kirchnerismo-antikirchnerismo, sino que
requieren de un cambio en nuestra propia capacidad de darle cabida, como ya
señalé, a la diferencia entre el propio pensar y la realidad.
Sobre la corrupción, de
hecho, tengo una consideración similar. Por grave que sea, no me parece que sea
un problema que vaya a resolverse solo por un cambio de gobierno porque no es
un problema de “los políticos” sino de los “ciudadanos”.
En ambos casos, coincida o
no con lo que digo, advertirá que se trate de la sordera o que se trate de la
corrupción, no logro considerarlo como un problema que solo pueda imputarse a
un “ellos” que se diferencie de un “nosotros”, un trastorno que solo comprenda
a un conjunto del cual me supongo –iluminadamente- afuera y exento.
Ciertamente, no estoy
aplanando responsabilidades al modo de “todos somos culpables” ni, mucho menos,
adhiero a una suerte de “roban pero hacen”, así como tampoco minimizo el
problema si de corrupción hablamos. Solo que me parece algo ingenuo acotar, si
se me permite, una patología a un número limitado y específico de casos. Para
decirlo de otro modo, no guardo ninguna expectativa ligada con resolver la
corrupción en las próximas elecciones.
Algunos ven en el actual
gobierno un agente de poder autoritario con afanes incontenibles de dominio
absoluto. Al partir de esa premisa, todo aquello que haga el gobierno queda
naturalmente condenado y lo que propone hacer queda bajo sospecha irrefutable. Puede
que me equivoque e, incluso, que yo mismo quede atrapado por la ingenuidad que,
previamente, intenté aventar. Igualmente, me sigue pareciendo notable pensar en
el supuesto autoritarismo de un gobierno que hace años logró aprobar en el
Congreso la ley de medios audiovisuales pero que quienes se oponen, hasta la
fecha hayan podido frenarla judicialmente. Del mismo modo, el mote de
despotismo se da de cara con aquella otra situación en que el gobierno perdió
en el mismo Congreso la votación por la llamada “125”.
Tampoco debería ser
desdeñado el hecho de que este gobierno ya ganó tres elecciones presidenciales,
dos de las cuales por amplia mayoría. He aquí, pues, otro punto que cabe
considerar, mi estimado opositor constructivo.
Efectivamente, una
democracia no se reduce al solo evento del acto electoral por medio del cual
cada cuatro años se elige al Presidente de la Nación. Claro que ese hecho
tampoco carece de importancia democrática. El argumento que solemos escuchar
reza: “Hitler también accedió al poder por elecciones”. En rigor, me parece
casi innecesario detenerse a analizar esta comparación. No merece ningún
centímetro de escritura ni ningún segundo de pensamiento mostrar que entre el
dictador nazi y el actual gobierno argentino no hay ninguna semejanza. En suma,
que Hitler haya ganado las elecciones no agrega nada ni a favor ni en contra
del valor intrínseco del acto de votar.
Si, como es obvio, el
haber sido elegido, aun por una mayoría significativa, no otorga ningún poder
absoluto y, más bien, debería imponer obligaciones (como cuando Ortega y Gasset
decía “nobleza obliga”) también es cierto que a los que no votaron a quien
salió electo, también les cabe la tarea de admitir decisiones con las que no
están de acuerdo.
En otra ocasión sostuve
que si el voto es una de las prácticas propias de la democracia, no lo es
porque el más votado sea, necesariamente, un personaje democrático. Lo que le
confiere un sentido democrático al voto es su mínima incidencia. Este rasgo
que, para algunos es causa de una vivencia de insignificancia (expresada como
apatía) para mí es, precisamente, el que determina su potencia democrática. Dicho
de otro modo, lo que para algunos será “mi voto no mueve la aguja”, para mí
significa que “mi poder como ciudadano no debe ser más que una medida
restringida”. De hecho, matemáticamente, a mayor cantidad de votos que obtiene
un candidato, menor es el porcentaje de incidencia del voto de cada uno de los
que lo eligió.
Estoy llegando al final de
esta carta abierta. Aunque parezca paradójico, debo decir que anhelo que surja
una oposición razonable, que por el momento no la encuentro. Una oposición que
no quede presa de esta misma denominación y que, por lo tanto, no crea que debe
estar todo el tiempo en oposición. Al escribir sobre la guerra, Freud consideró
que la tendencia a la unión –entendida como el encuentro de lo afín pero
diferente- es un modo de neutralizar la fuerza de la disgregación y de la
violencia. Así, de hecho, es cómo describió el origen del derecho, como poder
de la comunidad, como unión de muchos (débiles y de potencia desigual) para
enfrentar el despotismo del más fuerte (o bien la violencia individual). Claro
que dicha unión rápidamente debe encarar otro problema: ¿cómo logra ser
duradera? Freud anticipaba que “nada se
habría conseguido si se formara solo a fin de combatir a un hiperpoderoso y se
dispersara tras su doblegamiento”.
Algunos interrogantes que
pueden formularse los que se agrupan en algún proyecto podrán ser: ¿Cuál es la
meta de esa unión? ¿Qué grado de complejización anímica y societaria está
expresando? ¿Qué cabida tienen allí los diferentes intereses sectoriales?
Insisto, anhelo que surja
una oposición sana, capaz de mejorar lo que haya para mejorar y conservar las
iniciativas actuales que lo merezcan, una oposición que no se unifique en el
odio a este gobierno, sino en torno de un proyecto propio y que sea la ternura
lo que los ligue entre sí.
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