(Trabajo presentado en el Panel "Política y Subjetividad" del VII Congreso Anual de la Asociación Escuela Argentina de Psicoterapia para Graduados, Noviembre 2014)
Buenas tardes. En
primer lugar, quiero agradecer a los organizadores del Congreso, y en
particular a Miguel Tollo, la invitación a participar de esta mesa. Y digo en
primer lugar, pues si ya solo con el término subjetividad podríamos enredarnos
de lo lindo, si le agregamos el entrecruzamiento con la política y la
perspectiva de la complejidad, dudo de seguir agradeciendo la invitación.
Complejidad es un
término que describe la dificultad de todo objeto de estudio y que en parte
resulta de la diversidad de variables en juego. Complejidad también es la categoría
que nos recuerda, como decía Freud, la imposibilidad de reducir las explicaciones
de cualquier problema a una construcción intelectual unitaria. Esto lo dijo
cuando fundamentó por qué el psicoanálisis no es una cosmovisión, aunque hallamos
otro buen ejemplo del paradigma de la complejidad en su teoría sobre las series
complementarias.
Ahora bien: rechazar
una explicación unitaria no supone la ilusión de tener todas las explicaciones.
No es “muchas” contra “una”. La idea de complejidad no debe llevarnos a la
pretensión omniabarcativa de cubrir todas las dimensiones de un problema. Si
creemos que recurriendo a disciplinas múltiples y heterogéneas recibiremos el
título de magíster en complejidad con un doctorado en holística, solo estaremos
reemplazando la omnipotencia del “yo tengo la posta” por la arrogancia del “yo
me las sé todas”.
Freud se interrogó
por el mundo psíquico y lo sustrajo de las explicaciones biológicas y
anatómicas, sin por eso descalificar a esas otras disciplinas ni, mucho menos,
desconocer, por ejemplo, la fuente química de la pulsión. Su logro fue demarcar
un territorio y los interrogantes específicos a los que puede responder el psicoanálisis.
Fue combatido no solo
por mostrar la pequeña porción que ocupa nuestra conciencia o por poner de
manifiesto la sexualidad infantil, sino precisamente por tomar distancia de la
cultura hegemónica en materia de psicopatología. Entonces, para pensar en subjetividad
y política, debemos delimitar desde qué perspectiva encaramos aquellos fenómenos
o, si se quiere, qué criterios tener en cuenta para no extraviar al psicoanálisis
en el campo de las ciencias sociales. El deslinde que Freud debió hacer de lo
psíquico respecto de las ciencias biológicas, también podemos hacerlo respecto
de las hipótesis sociológicas. De hecho, creo que el psicoanálisis restituye la
escala humana (y subjetiva) en la comprensión de los fenómenos sociales.
Tótem y tabú, por
ejemplo, no es un libro de antropología, sino en todo caso la contribución
psicoanalítica para pensar la evolución de la especie humana, así como el texto
sobre Moisés podría considerarse el aporte freudiano a los estudios sobre
historia, o bien su poco conocido libro sobre el Presidente Wilson será un
análisis de los fenómenos políticos. Si bien es una forma esquemática de
clasificar estos trabajos, es un modo de entender por qué Freud afirmó que la
sociología es psicología aplicada, en tanto trata de la conducta de los seres
humanos en la sociedad.
Abonar la idea de
complejidad, entonces, exige aceptar el carácter limitado y parcial de nuestras
conjeturas. Si la política consiste, como en parte expondré luego, en las prácticas
para encarar colectivamente nuestro desvalimiento, la complejidad, entonces, es
el nombre de nuestro desvalimiento científico.
Hemos estudiado
muchos discursos políticos pero ahora voy a presentar tres modalidades
subjetivas que encuentro en nosotros mismos como ciudadanos. De allí el título que
puse a esta presentación: “Tres tipos de carácter dilucidados por el psicoanálisis.
Acreedores, apocalípticos e inseguros”.
Comencemos con el “acreedor”. Luego de mostrar
que el sentimiento comunitario surge de una transformación de la envidia Freud
sostuvo: “La justicia social quiere decir que uno se deniega muchas cosas para
que también los otros deban renunciar a ellas”. Años más tarde agregó: “La libertad
individual no es un patrimonio de la cultura. Fue máxima antes de toda cultura;
es verdad que en esos tiempos las más de las veces carecía de valor, porque el
individuo difícilmente estaba en condiciones de preservarla”. Estas citas sintetizan la concepción de Freud sobre el
antagonismo entre las exigencias pulsionales (individuales) y las restricciones
impuestas por la cultura y, en ese marco, contrapone dos valores: libertad y
justicia. Para decirlo sencillamente, si la libertad corresponde a lo que deseo
hacer, la justicia será, sobre todo, lo que no debo hacer, aquello a lo que
debo renunciar. Es por ello que la esencia de la ley penal no se agota en su
capacidad para castigar (de hecho, si no hubiera leyes podríamos castigarnos
sin problema) sino en su función en la inhibición del sadismo vengativo. Así,
cuando soy agredido de algún modo, la ley me ampara para actuar en contra del
agresor pero, fundamentalmente, reemplaza mi afán vengativo.
Freud describió al derecho como poder de la comunidad, como
unión de muchos débiles y de potencia desigual para enfrentar el despotismo del
más fuerte (o bien la violencia individual). Si el poder de los débiles consiste en la denegación de la prevalencia
del más fuerte, no se trata simplemente de una lucha de muchos contra uno, sino
de la lucha contra el propio impulso de prevalecer. El desarrollo cultural y la cohesión comunitaria exigen de aquello que
Freud denominó renuncia pulsional y restricción del narcisismo.
El acreedor, entonces, consiste en una modalidad subjetiva (y vincular)
que podemos incluir en los estudios psicoanalíticos sobre el carácter. Freud analiza el sentido del
rasgo de carácter de los sujetos que exigen ser “excepciones”. Son personas que
no toleran renunciar a una satisfacción y pretenden justificar la pretensión de
privilegios. Llamo acreedor a un tipo particular de ejercicio del derecho que expresa una particularidad instituida por
la hegemonía de las reglas del mercado, reglas que disuelven el sentimiento
comunitario en el caldo de la envidia.
El reclamo de privilegios queda disfrazado con una argumentación sobre una
vivencia de injusticia que exige una indemnización. Dicha vivencia toma el
carácter de una reivindicación por cuanto el sujeto supone que carece de algo
que le es propio y le ha sido sustraído. El mercado nos dice “usted puede” (en
artificial apelación a la potencialidad), alimenta nuestro egoísmo y luego
reclamamos como acreedores de aquel privilegio que creíamos tener. La vivencia
de injusticia disfraza la impotencia del egoísmo y es la resultante de aquello
que creímos poder. Lo vivido como injusto es no haber podido satisfacer el
egoísmo que el mismo mercado alimentó.
Un breve ejemplo: Las estadísticas muestran que a partir de
la década del ’90 los juicios por mala praxis en salud tuvieron un incremento
notable. Podemos suponer que dicho aumento expresa, al menos en parte, una
mayor conciencia de los pacientes sobre los derechos que los asisten. Sin
embargo, ¿no hay una relación entre la mayor cantidad de juicios y los procesos
de privatización de la salud y la precarización de la salud pública? Es decir,
¿en qué medida los pacientes denuncian una mala práctica y en qué medida, más
bien, reclaman como clientes que siempre creen tener razón?
Hablemos ahora del
“apocalíptico”. En “El porvenir de una ilusión” Freud plantea qué ocurre cuando
dejamos de creer, cuando nuestras creencias se desmoronan. Es decir: el
porvenir de una ilusión es siempre una desilusión. Sin embargo, que las
creencias contengan algo de la ilusión no significa que desconfiar sea en todos
los casos un acto de lucidez. Sobre todo en estos tiempos en los que, para
decirlo con un juego de palabras casi paradojal, confiamos demasiado en la
desconfianza y desconfiamos de toda confianza. En todo caso, propondré que
nuestra capacidad de pensar, en la actualidad, tiene por función preservarnos
de una actitud apocalíptica.
Ya sea respecto de
problemas sociales, pero también en ciertos discursos sobre la clínica, parece
por momentos prevalecer una suerte de vivencia catastrófica, la percepción de
que nos hallamos al borde un abismo tal que hasta Winnicott pensaría que se quedó
corto con sus descripciones sobre el caer interminablemente. No faltan,
incluso, aquellos en quienes la mirada apocalíptica es una especie de
narcisismo de la tragedia, como quien siente el extraño privilegio de vivir en
la peor de las épocas posibles. Si Freud habló de los que fracasan al triunfar,
hoy podemos decir que hay quienes triunfan al fracasar. Es como la versión
extrema del “todo tiempo pasado fue mejor” que se exhibe hasta el absurdo
cuando, por ejemplo, al hablar del problema de la inseguridad, se afirma que
“antes los chorros tenían códigos”. O bien, y más cerca nuestro, cuando pensamos
que en nuestros consultorios hay pacientes cada vez más graves, al punto de
celebrar cuando nos derivan un neurótico, mientras creemos casi envidiosamente
que Freud solo atendía jovencitas que padecían de una cándida insatisfacción
sexual. Pues bien, bastaría con releer “Estudios sobre la histeria” y nos preguntemos
si a Anna O, Emmy, Katharina o Elisabeth, hoy las diagnosticaríamos como lo
hicieron Freud y Breuer.
Describamos la
realidad actual con frases como las siguientes: “la lucha por la vida exige del
individuo muy altos rendimientos”, “merced a redes telefónicas que envuelven al
mundo entero, las condiciones del comercio y del tráfico han experimentado una
alteración radical; todo se hace de prisa y en estado de agitación: la noche se
aprovecha para viajar, el día para los negocios, aun los ‘viajes de placer’ son
ocasiones de fatiga”, “la inquietud producida por las grandes crisis políticas,
industriales, financieras, se trasmite a círculos de población más amplios que
antes”, “luchas políticas, religiosas, sociales, las agitaciones electorales,
enervan la mente e imponen al espíritu un esfuerzo cada vez mayor, robando
tiempo al esparcimiento, al sueño y al descanso”, “la vida en las grandes
ciudades se vuelve cada vez más desapacible”, “los nervios embotados buscan
restaurarse mediante mayores estímulos, picantes goces, y así se fatigan aún
más”, “se fomentan el desprecio por todos los principios éticos y todos los
ideales”, “nuestro oído es acosado e hiperestimulado por una música que nos
administran en grandes dosis, estridente e insidiosa”. Si yo describiera el
presente con frases como las que acabo de mencionar, creo que hasta mi madre en
un rapto de indignación catártica afirmaría: “es la crisis de la posmodernidad,
ya no hay valores”. Pero resulta que esas frases las escribió un neurólogo en
1893 y Freud las citó en 1908 en el texto “La moral sexual cultural y la nerviosidad
moderna”.
No estoy diciendo que
no tenemos múltiples problemas que afrontar sino que solamente subrayo el
malestar resultante de autoconvencernos de la cosmovisión apocalíptica, otra de
cuyas manifestaciones se expresa bajo el lema de la “caída de las ideologías”,
que no es más que una desfiguración engañosa de la “ideología de la caída”.
Puedo decirlo también así: si el porvenir de una ilusión es siempre una
desilusión, la desilusión nos lleva retrospectivamente a crear un pasado
ilusorio.
Reitero, hay
numerosos problemas y conflictos, hoy como antes, y también cabe entonces
preguntarnos qué ha cambiado. Si volvemos a El porvenir de una ilusión, vemos
que allí como en otros textos Freud habla, por ejemplo, del hiperpoder de la
naturaleza, de esa naturaleza cuya fuerza nos hace sentir más nuestro desvalimiento
y a la cual el empeño del hombre procuraba dominar. Hoy, en cambio, cuando
hablamos de la naturaleza somos más ecologistas, y más que doblegarla debemos
preocuparnos por preservarla.
¿Qué conclusión
podemos extraer de ello sobre la subjetividad del Prometeo humano? ¿Qué podemos
conjeturar a partir de ese pasaje desde el afán de someter a la naturaleza al
registro de la necesidad de cuidarla? Creo que la conclusión es que hemos ido
tomando una progresiva conciencia de nuestro sadismo, con la consiguiente
exigencia de una mayor renuncia pulsional que, a su vez, nos impone buscar
caminos menos violentos como forma de sobreponernos a nuestro desvalimiento.
Por último, voy a
hablar del “inseguro”. Los
estudios sobre sentimiento de inseguridad relacionado con el delito intentan
responder a dos tipos de preguntas: cuál es la opinión pública acerca de la
inseguridad, es decir, qué creen, sienten y hacen las personas y, por otro
lado, analizan en qué medida el sentimiento de inseguridad está influido por
los medios de comunicación, esto es, cómo se crea aquella opinión pública.
El concepto de opinión pública no es una categoría que todos entiendan
igual. Mientras para algunos existe, otros consideran que no. Los hay que
llaman opinión pública a la percepción dominante sobre un tema, en tanto otros
rescatan la variedad, o bien están quienes sostienen que la opinión pública
debería llamarse, en rigor, opinión publicada. Freud, por su parte, aludió en
varias ocasiones al tema y en una de ellas dijo: “más oprimente que la censura de los gobiernos es la censura que la
opinión pública ejerce sobre nuestra labor espiritual”. También aludió a
este problema cuando se ocupó del contagio afectivo y señaló que ciertos
afectos e ideas se consolidan a partir de su frecuencia (o repetición) y sobre
todo su semejanza. Es decir, opinión pública no es solo “cuántos pensamos de
tal o cual modo”, sino cómo tendemos a asimilar nuestro pensamiento y nuestro
sentir al de los otros.
Respecto del sentimiento de inseguridad, también debemos estar
dispuestos a encontrarnos con una diversidad de opiniones, a no aspirar a
encontrar ni vivencias homogéneas ni, mucho menos, explicaciones unitarias. Así
ocurre cuando escuchamos lo que los ciudadanos piensan, sienten y/o proponen
hacer en materia de inseguridad pero también si procuramos reconstruir la
historia de la inseguridad y sus fuentes.
Sin embargo, no es esta heterogeneidad lo que llamó nuestra atención,
ya que la sociedad es compleja, múltiple, y la pluralidad de vivencias y
percepciones ni siquiera se ajusta a las denominadas variables
sociodemográficas como edad, género o clase social.
Lo que, en cambio, sí resulta sorprendente es la brecha que existe
entre lo que afirman los estudios académicos de investigaciones realizadas en
universidades públicas y privadas, nacionales e internacionales, y lo que
sostiene una cierta porción de aquella opinión pública. Incluso, diría, es
notable el rechazo que he encontrado a siquiera considerar –escuchar- algo de
lo que aquellas investigaciones plantean.
En efecto, con solo aludir al sintagma “sentimiento de inseguridad” rápidamente aparece algún interlocutor
que nos dirá algo así como “espero que a
vos nunca te pase lo que me pasó a mí” u otro que dé por supuesto que quien
habla está “negando” la existencia de
una determinada tasa de delitos.
Nos preguntamos, entonces, por qué tantas personas no quieren saber
nada acerca de los hallazgos de investigadores especializados en la materia.
Pensamos lo siguiente: cuando ocurre un delito, en la víctima o en los
allegados directos puede desarrollarse una neurosis traumática, y entre quienes
luego reciben información se despliega una identificación con la víctima. Uno
de los desenlaces frecuentes de los eventos traumáticos consiste en captar una
supuesta indiferencia de algún grupo social. Es cierto que dicha indiferencia
en ocasiones efectivamente ocurre, como cuando un grupo pretende desconocer
ciertos sucesos. Sin embargo, aquella captación no es azarosa. Por el
contrario, la indiferencia atribuida al mundo resulta de la proyección de la
propia tendencia desinvestir la realidad que sobreviene en el yo de quienes
padecieron el trauma. Tal es el germen anímico que pugna por hacer recordable
lo vivido en aquellos otros a quienes se les atribuye una desconexión de la
realidad. A su vez, la identificación con la víctima da lugar a lo que
conocemos como contagio afectivo.
Estas hipótesis, ampliamente desarrolladas por numerosos
psicoanalistas, tienen correlación con una percepción que hemos detectado al
estudiar el sentimiento de inseguridad: la vivencia de estar en manos de funcionarios
o jueces desconectados de la realidad. En ocasiones se afirma, por ejemplo, que
los jueces “no ven la realidad”, están
elucubrando teorías alejadas de los hechos concretos, “viven en otro país”, “creen
que esto es Suiza”, etc.
Todo ello permite comprender por qué quienes sufrieron un hecho
delictivo y/o quienes se sienten afectados por la sensación de inseguridad,
apelan a argumentos del tipo “a vos te
tendría que pasar lo que viví yo” o bien suponen, rápidamente, que quien
pretende explicar por vías diversas el sentimiento de inseguridad estaría “negando” la existencia de los delitos.
Mi propuesta, entonces, es que el esfuerzo debe estar también del lado
de quienes no son leídos o escuchados, ya que pese a realizar investigaciones
serias y arribar a conclusiones sumamente válidas, no parecen lograr una forma
de transmitir sus hallazgos de modo de establecer, por así decir, un puente
entre la teoría y el caso.
Para terminar. Si nos colocamos como acreedores, no entenderemos el
derecho como denegación de ciertos privilegios sino, únicamente, como un bien
privado. Pero cuando el acreedor advierte la amenaza a ese ilusorio poder,
queda preso de aquel sentir apocalíptico y, en sus cotidianeidad, no puede
vislumbrar más que inseguridades. En ese contexto, es frecuente que se expresen
frases tales como “tenemos que…”,
pero que lejos de configurar un compromiso concreto con un proyecto a futuro,
solo funcionan como soborno al superyó propio y/o ajeno. Freud dijo que el yo
responde a una triple fuente de exigencias, el ello, el superyó y la realidad
o, dicho con simplicidad, debemos intentar armonizar lo que deseamos, lo que
debemos y lo que podemos. Claro que si solo tomamos en cuenta lo que queremos
hacer, el riesgo será la omnipotencia; si solo tomamos en cuenta lo que debemos
hacer, el riesgo será el sometimiento; y si solo tomamos en cuenta lo que
podemos hacer, el riesgo será limitar nuestra imaginación y nuestra
creatividad.
Muchas gracias.
Sebastián Plut es Doctor en Psicología. Psicoanalista. Profesor Titular
del Doctorado en Psicología y de la
Maestría en Problemas y Patologías del Desvalimiento (UCES).
Es Miembro del Comité Editor de la Revista Subjetividad y procesos cognitivos. Autor de los
libros “Estrés laboral y trauma social de los empleados bancarios durante el
Corralito” y “Psicoanálisis del discurso político”, y del Blog “Demócratas
Freudianos”.