Sebastián Plut (Febrero, 2013)
“Un alfabeto convencional del oprobio
define también a los polemistas”
(Jorge Luis Borges, “Arte de injuriar”)
Recientemente fueron noticia los agravios e insultos dirigidos, unos, contra Cristina Fernández de Kirchner, y otros contra Axel Kicillof (1), los cuales me produjeron un inocultable desagrado, sensación que motiva este breve escrito. No me anima el propósito de defender al Gobierno Nacional ni tampoco de cuestionar a la oposición. En efecto, tiene en mí más fuerza e importancia la necesidad de encarar reflexivamente la violencia ya que es el modo en que, considero, puedo realizar alguna contribución y también, por qué no, neutralizar en mí mismo la hostilidad que este tipo de eventos despierta.
Inicialmente, y sin duda por el malestar que me generaron aquellas ofensas, procuré conversar con diferentes personas sobre estos episodios, en particular el padecido por la familia Kicillof. También leí y escuché las numerosas opiniones que mostraron los medios durante varios días seguidos.
El abanico de juicios expresados fue el esperable: hubo quienes manifestaron un repudio absoluto y otros que plantearon una adhesión acrítica con los atacantes. Algo más moderadamente, también estuvieron quienes rechazaron la forma (insultos) aunque entendían que esa reacción era fruto de las actitudes del propio Gobierno. En este sector de opiniones, encontré que algunos argumentaron así una explicación de la conducta hostil, mientras otros avanzaron hacia una justificación de la misma.
Me pregunté, entonces, sobre el origen y sentido de las agresiones. Reconocer la existencia, tan natural como esperable, de una gran cantidad de argentinos disconformes con la política del actual Gobierno, no me parece ni sorprendente ni una razón muy sólida para interpretar estos hechos. ¿Acaso no hay siempre un importante número de personas que no votó a quien gana las elecciones?
Paralelamente, consideré la dispersión que reina en los partidos opositores, los cuales, al menos por ahora, no parecen tener un vigor considerable. Siendo así, conjeturé que los ciudadanos que no se sienten representados por el Gobierno Nacional, al menos muchos de ellos, pueden estar padeciendo una vivencia particular, la de no suponerse representados por nadie. Dicha vivencia, sabemos, es habitualmente una fuente de sentimientos de desamparo y, en consecuencia, de furia.
Tampoco quiero pecar de candidez ya que, si las diferencias ideológicas son una realidad insoslayable, los pensamientos hostiles no me parecen una expresión del Apocalipsis. No me asombran ni me asustan, ni puedo decir que me sean ajenos, pues, por qué no, yo mismo puedo tener pensamientos descalificatorios sobre algún dirigente.
Lo que también creo es que este tipo de pensamientos corresponden al ámbito de la intimidad, de lo privado. Cuando uno se reserva el agravio para su terreno privado, y lo expresa, por ejemplo, al hablar con un amigo, ya no se trata de “insultar a una persona” sino de “contarle” al otro lo que uno piensa. No es una diferencia menor, más aun, de ese modo se transforma la esencia de lo dicho. Ya no insulto públicamente a Pedro, sino que le transmito a Juan lo que pienso de Pedro. Ya no es agravio desaforado, sino información contenida.
De lo contrario, el diálogo político deviene farándula en cuanto hacemos público lo que debe permanecer privado. En tal caso, se trastoca el sentido del término “público” que deja de referir al “espacio común”, a la “ciudadanía”, y tras ese despojo semántico el vocablo solo resta como sinónimo de espectáculo (tal como el público observa la intimidad de un famoso).
Suele decirse, al compás de la venta del paradigma de la crispación (inconfundible desfiguración de la percepción de la Cris-pasión), que actualmente hay viejos amigos que ya no se hablan entre sí, o familiares que ya no se reúnen como antes, porque las discusiones políticas alcanzan grados insoportables de violencia. Se sugiere también que los kirchneristas serían tan agresivos e intolerantes que resulta imposible todo diálogo.
No seré el primero en afirmar que, luego de los ’90, con el kirchnerismo se ha reinstalado el debate político, debate que, efectivamente, suele ser apasionado, incluso quizá más de lo que a mí mismo me gustaría.
Entonces, ¿es la intensidad de la pasión con que se expresan ciertas posturas y, sobre todo, el modo en que lo hacen quienes defienden las políticas “K”, la causa de este presunto imposible diálogo? ¿No será, más bien, que el resurgimiento del debate puso de manifiesto la sordera habitual que padecemos los seres humanos, sordera inadvertida en tiempos de apatía cívica?
Algunos señalaron que los insultos a Kicillof se trataron de un escrache. Si nos atenemos a la definición de este término debemos concluir que no fue tal o, al menos, no lo fue en su variante política: “Es un tipo de manifestación en la que un grupo de activistas se dirige al domicilio o lugar de trabajo de alguien a quien se quiere denunciar. Tiene como fin que los reclamos se hagan conocidos a la opinión pública, pero en ocasiones también es utilizado como una forma de intimidación y acoso público, para lo cual se realizan diversas actividades generalmente violentas”.
Contrastemos esta definición con los hechos: a) los que se manifestaron contra Kicillof no eran activistas; b) tampoco fueron a su domicilio o lugar de trabajo; c) el supuesto “denunciado” no tiene ninguna denuncia en su contra por delitos, corrupción, etc.; d) no se expresaron reclamos para que sean conocidos por la opinión pública; e) finalmente, entonces, queda solo la última parte de la definición: “forma de intimidación y acoso público, para lo cual se realizan diversas actividades generalmente violentas”.
La teoría según la cual las agresiones serían un “efecto” del estilo “kirchnerista” merece una reflexión detenida que incluya tanto el examen de su validez cuanto el alcance que tendrían sus consecuencias. En efecto: a) si abonamos esa explicación fundada en la lógica “te agredo porque vos lo hiciste antes”, ¿qué deberían hacer ahora CFK con Del Sel o Kicillof con los pasajeros del Buquebus?; b) no es ocioso tener en cuenta que muchos de los términos utilizados para atacar a Kicillof no fueron “técnicamente” (por así decir) insultos: judío, marxista, puto. Esta cualidad agrava el hecho, pues la transformación de estos términos en insultos ya requiere en sí misma de una operación violenta. Es decir, para usar el adjetivo “marxista”, por ejemplo, como si fuera un insulto, primero fue preciso haber descalificado a aquellos que tienen esa filiación ideológica; c) otra variable es que los insultos (o palabras utilizadas con esa función) fueron expresados en singular y no en plural. A Kicillof no le gritaban “ladrones, putos, marxistas”. O sea, lo estaban atacando a él en singular y no como representante de un gobierno, partido político, etc. En todo caso, como los marxistas, homosexuales o judíos –para los agresores- serían criticables per se, por lo tanto, Kicillof también lo sería; d) por último, creo que el otro argumento que deberían tener en cuenta los mismos opositores es que bajo la teoría de la “reacción” (según la cual Kicillof no habría sido víctima sino victimario) es que aquellos, de ese modo, solo quedan en la posición de objeto y no de sujetos y sus acciones solo resultarían ser una “respuesta” a lo bueno o malo que proviene desde afuera.
Dicho todo esto, afirmar que el episodio del Buquebus tiene algún sentido (origen o finalidad) democrático, es como creer que los norteamericanos que defienden la libre compra-venta de armas, de verdad lo hacen para defender la Primera Enmienda de su Constitución. Esto es, las ofensas prodigadas sobre la familia Kicillof o sobre CFK no pueden estimarse como resultantes de ciertas políticas o acciones del Gobierno, sino como pensamientos preexistentes al acecho, a la espera de una ocasión en que –impunemente- pudieran desplegarse.
(1) Un humorista devenido dirigente político (Miguel Del Sel) se refirió a la Presidenta de la Nación con términos como “yegua” e “hija de puta”. En el otro caso, Kicillof y su familia viajaban en un barco y fue insultado por un grupo de pasajeros que advirtieron su presencia.
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