Sebastián Plut
“Primero me enseñasteis a mendigar,
y ahora me enseñáis cómo se responde a un mendigo”
(W. Shakespeare, El mercader de Venecia)
Introducción
Aquello que cada quien entiende por justo o injusto no se ciñe a las prescripciones del ordenamiento jurídico vigente, y no solo porque el universo de lo legal e ilegal en cada época es susceptible de interpretaciones divergentes que lo desalojan del altar de un procedimiento monolítico y homogéneo. Ejercer un derecho determinado es la manifestación de un conjunto de necesidades, elecciones y decisiones que expresan la serie de deseos e ideales que determinan, a su vez, una distribución posicional para el sujeto y los otros. Allí se entrecruzan, cuanto menos, cosmovisiones políticas y económicas que configuran eso que difusamente llamamos cultura y a la cual la subjetividad no se contenta con recepcionar y reproducir sino que, decididamente, también le imprime su sello.
El punto de partida en este texto está dado por mi registro de diferentes escenas en las que creo advertir un tipo específico de ejercicio del derecho que expresa una suerte de zeitgeist instituido por la hegemonía de las reglas del mercado.
No pretendo realizar una revisión de las leyes en uso sino un acotado análisis de la percepción que podemos tener sobre aquellas y de las expectativas que se generan en un contexto determinado. También intentaré mostrar que en una perspectiva miope del derecho su fracaso es inevitable, incluso anunciado. En suma, mi propósito es revelar que bajo la primacía del liberalismo económico, el derecho y la justicia –como práctica y valor respectivamente- quedan reducidos y simplificados. No resultan eficaces en la anticipación y la prevención, no logran evitar la repetición de ciertos sucesos y, en el mejor de los casos, solo operan como determinantes de un castigo pero con una función cuasi nula en la cohesión social.
Libertad y justicia
Combinemos dos afirmaciones de Freud. En Psicología de las masas y análisis del yo señaló:
“Lo que más tarde hallamos activo en la sociedad en calidad de espíritu comunitario, esprit de corps, no desmiente este linaje suyo, el de la envidia originaria. Ninguno debe querer destacarse, todos tienen que ser iguales y poseer lo mismo. La justicia social quiere decir que uno se deniega muchas cosas para que también los otros deban renunciar a ellas o, lo que es lo mismo, no puedan exigirlas. Esta exigencia de igualdad es la raíz de la conciencia moral social y del sentimiento del deber… El sentimiento social descansa, pues, en el cambio de un sentimiento primero hostil en una ligazón de cuño positivo, de la índole de una identificación. Hasta donde hoy podemos penetrar ese proceso, dicho cambio parece consumarse bajo el influjo de una ligazón tierna común con una persona situada fuera de la masa” (1921, págs. 114-5).
Años más tarde, en El malestar en la cultura sostuvo:
“La libertad individual no es un patrimonio de la cultura. Fue máxima antes de toda cultura; es verdad que en esos tiempos las más de las veces carecía de valor, porque el individuo difícilmente estaba en condiciones de preservarla. Por obra del desarrollo cultural experimenta limitaciones, y la justicia exige que nadie escape a ellas. Lo que en una comunidad humana se agita como esfuerzo libertario puede ser la rebelión contra una injusticia vigente, en cuyo caso favorecerá un ulterior desarrollo de la cultura, será conciliable con esta. Pero también puede provenir del resto de la personalidad originaria, un resto no domeñado por la cultura, y convertirse de ese modo en base para la hostilidad hacia esta última. El esfuerzo libertario se dirige entonces contra determinadas formas y exigencias de la cultura, o contra ella en general. No parece posible impulsar a los seres humanos, mediante algún tipo de influjo, a trasmudar su naturaleza en la de una termita: defenderá siempre su demanda de libertad individual en contra de la voluntad de la masa. Buena parte de la brega de la humanidad gira en torno de una tarea: hallar un equilibrio acorde a fines, vale decir, dispensador de felicidad, entre esas demandas individuales y las exigencias culturales de la masa; y uno de los problemas que atañen a su destino es saber si mediante determinada configuración cultural ese equilibrio puede alcanzarse o si el conflicto es insalvable” (1930, pág. 94).
Estas citas sintetizan la concepción de Freud sobre el antagonismo entre las exigencias pulsionales (individuales) y las restricciones impuestas por la cultura y, en ese marco, contrapone dos valores: libertad y justicia. Claro que la irreductibilidad de ambos antagonismos determina el carácter transitorio y frágil de las soluciones que podemos alcanzar y la experiencia histórica nos muestra el peligro de pretender eliminar alguno de los términos en disputa. El siguiente cuadro sintetiza las expresiones en conflicto:
Mercado vs. Comunidad
Contrato vs. Derecho
Libertad vs. Justicia
Consumidor vs. Ciudadano
Egoísmo vs. Restricción del narcisismo
Envidia vs. Ternura
Privado vs. Público
Mientras la libertad se caracteriza por la dimensión positiva del derecho (como cuando alguien dice “yo tengo derecho a…”) la justicia parece enfatizar su componente negativo (restricción) (1). Veamos un ejemplo de la actualidad correspondiente a la decisión por medio de la cual el Gobierno Nacional implementó el denominado Fútbol para todos (y no me anima al elegir este ejemplo una personal pasión por el fútbol). Desde el punto de vista de la libertad, aquella decisión política cobra relevancia en la medida en que permite que todos puedan ver por televisión los partidos de fútbol. Desde el punto de vista de la justicia, en cambio, su valor radica en que se suprime una posición (abusiva e innecesaria) de privilegio. Dicho de otro modo, la contribución social principal que se consuma de ese modo no deriva de que más gente ve fútbol sino de que ya no es solo poca gente la que puede hacerlo.
En un sentido similar entendemos que la esencia de la ley penal no se agota en su capacidad para castigar (de hecho, si no hubiera leyes podríamos castigarnos sin problema) sino en su función en la inhibición del sadismo vengativo. Por esa misma razón la aplicación de la ley siempre se nos presenta como insuficiente, no solo por sus fallas sino por su naturaleza misma. Así, cuando soy agredido de algún modo, la ley me ampara para actuar en contra del agresor pero, fundamentalmente, reemplaza mi afán vengativo (y en esa sustitución este último queda acotado, morigerado) (2).
Freud describió al derecho como poder de la comunidad, como unión de muchos débiles y de potencia desigual para enfrentar el despotismo del más fuerte (o bien la violencia individual) (3). Si el poder de los débiles consiste en la denegación de la prevalencia del más fuerte, no se trata simplemente de una lucha de muchos contra uno, sino de la lucha contra el propio impulso de prevalecer. La justicia, por lo tanto, tiene siempre un sedimento de hostilidad y es contra su resurgimiento que ha de dirigir sus esfuerzos.
Egoísmo y acreencia
Egoísmo. La expresión homo economicus designa al sujeto que el liberalismo económico supone que opera (o debería hacerlo) en el mundo. La sociedad, así, es una suma de agentes individuales racionales y egoístas cuyas características son:
- ordenan sus elecciones en términos de preferencias;
- tienden a maximizar el beneficio;
- compiten inevitablemente por los recursos finitos;
- el ámbito optimo es el mercado;
- el valor supremo es la libertad (de mercado) entendida como ausencia de coerción (estatal).
En otras ocasiones cuestioné la validez teórica de esta concepción del sujeto pues no refleja la realidad de los hechos concretos al desestimar un gran número de variables de la subjetividad. Sin perjuicio de esta crítica revisemos la eficacia de un paradigma que puede despuntar al momento de pensar y definir prácticas políticas, económicas, laborales, jurídicas, etc. Por ejemplo, el argumento que dice que para reducir el delito es conveniente endurecer las penas supone que quien delinque hace una suerte de cálculo de costos y beneficios a partir del cual decide si comete o no el ilícito. En síntesis, implícitamente, esta cosmovisión comprende un conjunto de presupuestos teóricos acerca del modo en que actuamos, pensamos y/o decidimos los seres humanos (4).
El problema inmediato que sigue a la defensa del egoísmo/individualismo es la medida de su compatibilidad con la justicia social. Según Dupuy (1998), aunque los teóricos liberales imaginan una sociedad sin sacrificio ni envidia, el mercado no puede armonizar los narcisismos individuales y egoístas.
Llamaré egoísmo, entonces, no tanto a ese sector de las pulsiones de autoconservación que posibilita el registro de las propias necesidades y que se combina con la investidura de interés, sino a la búsqueda de una satisfacción que, finalmente, pierde de vista la autopreservación individual y/o grupal.
Acreencia. Tomándome cierta licencia sobre las exigencias etimológicas, pero aprovechando la doble acepción del término crédito (que nos remite a la economía y a la credulidad) interpretaré el vocablo acreencia (que designa la posesión de un crédito) como una creencia precedida del alfa privativa (a), es decir, como si significara sin creencia. Bajo determinadas condiciones, entonces, nos figuramos al acreedor como un sujeto que confía en una mentira (propia o ajena), como el tenedor de un tipo de poder fundado en la ficción de que algo le corresponde porque otro se lo debe dar. El acreedor, pues, no es quien asume una obligación de pago, sino quien, en una escena intersubjetiva, ostenta la posición de ejercer un derecho al tiempo que atribuye al otro una deuda.
Hace más de medio siglo, en un programa radial Groucho Marx dramatizaba a un jefe que le dice a su empleado: “no se olvide que el cliente siempre tiene razón”. Su empleado, entonces, le pregunta: “¿eso quiere decir que yo siempre me tengo que equivocar?”. Esta breve escena humorística describe de manera absurda la posición de un cliente al que se le hará creer que tiene un poder o que merece algo y que, por lo tanto, podrá reclamar o quejarse. En suma, el sujeto del mercado (cliente) es quien en lugar de asumir una obligación, ilusoriamente se hace acreedor de un derecho (5).
Restricción del narcisismo
El desarrollo cultural y la cohesión comunitaria exigen de aquello que Freud denominó renuncia pulsional y restricción del narcisismo (1915, 1921). Estos procesos, que se consuman no sin dejar un resto de furia difícil de tramitar, se realizan a partir de las ligazones libidinales (ternura). También sostuvo que la comunidad de intereses –lo que hoy llamamos el mercado- no podría llevar por sí misma a la tolerancia y convivencia recíprocas por más tiempo que el que dura la ventaja inmediata que se obtiene de la colaboración del otro. Más aun, agregó que esperar que los intercambios económicos contribuyan al desarrollo ético es una expectativa falsa toda vez que los individuos ponen en primer plano sus propios intereses para satisfacer sus deseos (6). Así, la cooperación mutua da lugar a las ligazones amorosas en tanto se sostengan en una meta que vaya más allá de lo meramente ventajoso. La ternura referida, pues, consiste en aspiraciones sexuales de meta inhibida, no susceptibles de una satisfacción directa.
¿Qué lugares puede tener el mercado –o la comunidad de intereses- en el marco de una sociedad? En principio, entiendo que puede haber al menos tres alternativas: que sea hegemónico, que esté subordinado o contenido (7) o bien que no esté integrado. La primera opción supone su predominio tal como ocurre en una economía neoliberal con la entronización del ideal de la ganancia. En el segundo caso, estamos ante una sociedad que antepone la regulación de vínculos de semejanza por sobre la lógica de la competencia entre individuos aislados. Finalmente, si el mercado no está integrado puede ocurrir que se desarrolle de modo clandestino.
El vínculo con el semejante supone darle cabida a la afinidad en la diferencia como reaseguro contra dos riesgos extremos: la reducción de lo diverso a lo idéntico (por un arrasamiento nivelador de las diferencias) y la supresión de toda afinidad (exclusiones expulsivas). La tendencia a la unión –entendida como el encuentro de lo afín pero diferente- es un modo de neutralizar la fuerza de la disgregación y de la violencia.
Se comprende así que el ideal de la ganancia se corresponde con la aversión orgánica de lo diferente a menos que su enlace con otros deseos e ideales (verdad, orden, belleza) pueda dotar al dinero de un sentido psíquico y comunitario. Cuando el dinero deja de ser complementario de alguno de los otros proyectos solo conserva su empleo especulativo, que rápidamente se vuelve tóxico toda vez que carece de sustento en una labor productiva. Dice Maldavsky:
“El ideal de la ganancia solo es expresión del plus de placer inherente a los procesos pulsionales, y por sí mismo carece de significatividad si no es articulado con alguno de los antedichos (verdad, belleza). Por lo tanto, cuando la ganancia prima como ideal, entonces los procesos identificatorios quedan abolidos, o no se constituyen” (1991, pág. 284).
Podemos aventurar la hipótesis de que el mercado (como el espacio natural de individuos racionales y egoístas) no promueve sino identificaciones rudimentarias.
El reclamo de excepción
La expresión ejercicio del derecho, utilizada al comienzo de este trabajo, indaga en una modalidad subjetiva (y vincular) que podemos incluir en los estudios psicoanalíticos sobre el carácter, toda vez que Freud subrayó “la sugerente analogía entre la deformación del carácter tras un prolongado achaque en la infancia y la conducta de pueblos enteros que tienen un pasado de graves sufrimientos” (1916, págs. 320-1). Dicho de otro modo, los rasgos caracterológicos probablemente nos brinden algún material valioso para los estudios psicosociales.
En el texto citado, Freud desentraña el sentido del rasgo de carácter correspondiente a los sujetos que exigen ser “excepciones”. Son personas que no consienten fácilmente en renunciar a una satisfacción placentera y pretenden justificar tal pretensión de privilegios:
“Dicen que han sufrido y se han privado bastante, que tienen derecho a que se los excuse de ulteriores requerimientos, y que no se someten más a ninguna necesidad desagradable pues ellos son excepciones y piensan seguir siéndolo… Los privilegios que ellos se arrogaron por esa injusticia, y la rebeldía que de ahí resultó, habían contribuido no poco a agudizar los conflictos…” (op. cit., pág. 320).
Freud describe muy brevemente un par de casos clínicos y añade un comentario sobre el monólogo inicial de Ricardo III, de Shakespeare. Este agregado resulta interesante pues no solo confirma el nexo causal ya mencionado sino que incorpora un nuevo elemento de análisis: la simpatía que nos despierta el personaje revela, más allá de las virtudes literarias del autor, que dentro nuestro también habita un Ricardo III, un acreedor que espera ser resarcido por antiguos padecimientos:
“exigimos total resarcimiento por tempranas afrentas a nuestro narcisismo, a nuestro amor propio… ¿Por qué nacimos en un casa burguesa y no en el palacio del rey? Eso de ser hermosos y distinguidos lo haríamos tan bien como todos aquellos a quienes ahora tenemos que envidiar” (op. cit., pág. 322).
En síntesis, Freud describe un personaje específico y, además, las condiciones de identificación con aquél (8).
El reclamo de privilegios queda disfrazado en una argumentación que transformó una desventaja (diferencia) en una vivencia de injusticia que exige una indemnización. Dicha vivencia toma el carácter de una reivindicación por cuanto el sujeto supone que carece de algo que le es propio y le ha sido sustraído. Los ejemplos de Freud localizan la desventaja/injusticia en los achaques de la infancia (enfermedades, etc.) y acaso se nos pregunte dónde hallamos su equivalente en el egoísta/acreedor.
Pues bien, el mercado nos dice “usted puede” (en artificial apelación a la potencialidad), alimenta nuestro egoísmo y luego reclamamos como acreedores de aquello sobre lo cual creíamos tener una posibilidad o derecho. La vivencia de injusticia es la conclusión necesaria de aquello que creímos poder y que disfraza la impotencia del egoísmo. El derecho que reclama el mercado es el del egoísmo del mercader, se funda en él y lo ceba, con lo cual crea una sociedad de acreedores. Lo vivido como injusto es no haber podido satisfacer mi egoísmo cuando me hicieron creer en su potencia.
La sociedad entendida meramente como un conjunto de egoísmos ilusionados por el mercado deviene irremediablemente en muchedumbre de narcisismos dispersos y afrentados que reclaman como acreedores que, retroactivamente, construyen una escena de injusticia.
Observemos en unas breves viñetas organizacionales en qué consiste la ficción de poder, ese palacio del rey que nos promete el mercado (9).
1. Una persona me cuenta que donde trabaja leen un libro que se llama “Usted puede ser emprendedor”. Si bien el título parece invocar sus potencialidades, advierto que ella siente que “debe ser emprendedora”. Es decir, se le impone al individuo que quiera ser como la compañía le exige ser.
2. Otra persona, de alto cargo en una multinacional, se refirió a una encuesta de evaluación de desempeño que, año a año, reiteraba la misma pregunta: “¿En qué puedo ser mejor el año próximo?”. Con cierto agotamiento, comentó: “estoy cansado de tener que ser mejor todos los años”.
3. Un joven, deseoso de progresar en la empresa, se encontraba preocupado por la decisión del directorio de despedir a un tercio del personal. En una reunión, uno de los directivos explica que “al que agregue valor, no lo vamos a despedir”. Los hechos fueron mostrando que esa consigna ni estaba clara ni era un motivo para no perder el empleo.
4. En un banco sus empleados decían “yo soy el banco” mientras nunca decían “soy bancario”. Pienso que así desmentían la diferencia entre bancario y banquero. Sin embargo, en ocasión de una fuerte crisis del sistema financiero, un empleado afirmó: “yo antes decía ‘soy el banco’, ahora digo que soy el gerente de la sucursal” (10).
¿Por qué razones ciertas empresas se proponen insistentemente motivar a los empleados? Si tales empresas ofrecen trabajos modernos, con modos de gestión sofisticados y condiciones atractivas ¿por qué es necesario motivarlos crónicamente? Hallamos tres respuestas no excluyentes: porque el placer de tales trabajos es sólo una suerte de glamour superficial y vacío; porque el tipo e intensidad de exigencias diarias calcinan cualquier deseo; porque los cursos o programas más que motivar encubren un deber ser. En suma, si los movilizados del mayo francés exclamaban “la imaginación al poder”, el neoliberalismo reenvió “el poder a la imaginación” en un gran número de ciudadanos.
Las injusticias cotidianas y sus fracasos
Previamente sostuve que la aplicación de la ley siempre tiene un carácter insuficiente en tanto deja un resto no resuelto. Claramente, el funcionamiento legal no puede sino ser asintótico respecto de cualquier ideal ético o normativo. Por ejemplo, si hay un homicidio ningún castigo restablece el estado anterior o si vemos un juicio a algún represor de la dictadura, nos enteramos que es condenado por una cantidad limitada de crímenes y, probablemente, menor a los que cometió o, aun con la máxima pena que pueda aplicarse a una persona involucrada en un delito, nunca podrá quedar enteramente satisfecha nuestra hostilidad.
Igualmente, no es dicha insuficiencia el problema que incluyo bajo la idea de fracasos. Frecuentemente leemos o escuchamos en los medios las noticias sobre alguna tragedia y, en particular, a las víctimas (o sus familiares) reclamando justicia por el dolor padecido. Este dolor requiere rápidamente de un culpable y, en algunas ocasiones, ese mismo dolor se pretende como prueba suficiente o, también, conduce a (e intenta justificar) actos vengativos. Sin cuestionar ni desestimar las denuncias por situaciones abusivas o injustas, es preciso advertir que, por válidas que sean, solo corresponden a una práctica limitada de la justicia y son ineficaces para que se modifiquen las prácticas sociales.
Si intentamos echar alguna luz que ilumine algo más de cerca las raíces del árbol de causas de la injusticia, también allí encontraremos la fuerza de la entronización del mercado cuyo brillo encubre una desmentida del ordenamiento jurídico anterior a aquellos reclamos. Conviene citar aquí una observación de Dejours cuando describe la ineficacia de la protesta de los opositores al neoliberalismo:
“La acción directa de la denuncia es impotente, porque choca con la imposibilidad de movilizar a la parte de la población que sí adhiere al sistema. Sus acciones y manifestaciones pueden llegar a ser eficientes, pero de muy poco alcance en tanto no logren articularse con un proyecto político alternativo estructurado y creíble… Habría que reemplazar el objetivo de la lucha contra la injusticia y el mal por una lucha intermedia, que no está directamente dirigida contra el mal y la injusticia sino contra el proceso mismo de banalización” (2006, pág. 131).
Creo interpretar bien al autor si digo que la población que sí adhiere al sistema se caracteriza por un estado de apatía cívica del que solo puede salir al atravesar una circunstancia de alto nivel de dolor que la lleva al reclamo de justicia, tan justificado y necesario como tardío y empobrecido. La justicia así no se realiza según lo que observamos, por ejemplo, en las hipótesis de Freud, sino que se busca cuando su ausencia ya produjo algún estrago. Esto es, solemos operar como reclamadores tardíos ante la injusticia (o, mejor, ante sus consecuencias empíricas) en tanto el derecho no parece configurar un ordenamiento al que todos debemos ajustarnos. De ese modo, la eficacia del sistema legal queda reducida a la percepción (objetiva o no) de algún tipo de injusticia ya consumada. El complemento de ello es que la ley solo es el recurso para sancionar un castigo (o esquivarlo) y no tanto la prescripción de restricciones que contribuyan a mejorar las condiciones de vida del conjunto. Ante la ocurrencia de un daño, su secuela es la creación de un tipo de unidad, grupal o comunitaria, pero que nos permite también inferir que su precuela es la ausencia de dicha unidad.
Bajo esta concepción del derecho solemos quedar impotentes ante la irresponsabilidad ajena, sobre la cual avanzamos a posteriori cuando el perjuicio ya se consumó, y ciegos de nuestro propio masoquismo. El egoísmo de la autosatisfacción (y no autopreservativo) conduce a acciones en busca de un placer que no adviene y cuya ausencia se vivencia como estados de tristeza y resentimiento. Si el derecho queda reducido a la idea de un contrato, su valor práctico solo se advierte en las ocasiones en que se trata de un “contrato incumplido”.
Inseguridades
Una de las derivaciones que siguen al sentimiento extendido de inseguridad es la construcción de un personaje social, la víctima, a quien se llega a idealizar e, incluso, algunos hasta denominan héroes, aunque no por sus acciones pasadas sino por los abusos que padeció. Actualmente, pareciera que resulta insoportable (inadmisible) pensar en la posibilidad del azar y de los accidentes al tiempo que se difunde un estado de sospecha y desconfianza permanentes y las culpas no requieren ser demostradas sino solo confirmadas (y nunca refutadas) (11).
El problema de la inseguridad suele asociarse con los sucesos de violencia social y, en gran parte del imaginario popular, con los jóvenes de estratos más vulnerables. Aquello que queda representado por cada uno de estos términos (inseguridad, violencia y juventud vulnerable) pero, sobre todo, por su mutua imbricación, exhibe una complejidad cuyo análisis excede el marco de este trabajo y sobre lo cual escribí en otras ocasiones (2007, 2012a, 2012c) (12). De todos modos, el foco de lo que expongo ahora, si se quiere, la perspectiva desde la que estoy estudiando aquí la desocialización, no es la de los excluidos sino, más bien, la de aquellos que aspiran a una precaria identificación bajo el paraguas del ideal de la ganancia y que, aun de otro modo, también padecen formas del desamparo que, sin embargo, pueden hasta defender (13).
Como ha demostrado Castel (2004) la sensación de inseguridad en las sociedades modernas no es exactamente proporcional a los peligros que las amenazan. Más bien, cuanto mayor es el deslizamiento hacia una sociedad de individuos (¿sociedad anónima?) más se constituye en terreno fértil de la inseguridad por su incapacidad para asegurar su protección. Históricamente, las protecciones se han construido sobre la combinación entre la propiedad privada y el Estado social. La primera permite que el individuo pueda prescindir del prójimo ante las contingencias de la existencia (enfermedad, accidente, etc.) aunque si bien ello torna innecesario lo social no deja de instalar una paradoja:
“En estas sociedades de individuos, la demanda de protección es infinita porque el individuo en tanto tal está ubicado fuera de las protecciones de proximidad, y no podría encontrar su realización sino en el marco de un Estado absoluto. Pero esta misma sociedad desarrolla simultáneamente exigencias de respeto de la libertad y de la autonomía de los individuos que no pueden realizarse más que en un Estado de derecho” (op. cit., pág. 31).
La disociación social, inherente a los individuos que reclaman para sí la máxima libertad y autonomía sin un Estado social, es una fuente de intensos sentimientos de inseguridad que no son sino el retorno de lo desestimado por el imperio de la lógica del mercado (14). Esta última quiere creer que es posible una convivencia tolerante bajo la autorregulación de los egoísmos, como si todos fuéramos iguales, pero tal convivencia se revela inalcanzable ya que la hostilidad no encuentra un freno en la dispersión de los idénticos. El vínculo entre semejantes, por el contrario, da cabida a la diferenciación y la interdependencia (15).
Volvamos al inicio de este artículo cuando cité a Freud. Si pensamos la justicia exclusivamente desde la perspectiva restringida de un derecho individual, que no solo protege sino que alimenta el egoísmo, aquella justicia queda tullida para alcanzar el íntimo objetivo de neutralizar la envidia.
Conclusiones
Hacia fines del Siglo XX, la antigua tradición weberiana fundada en el espíritu de capitalismo parece haber decantado hacia un capitalismo del espíritu que expandió la lógica económica del mercado sobre los diferentes ámbitos de la vida y del intercambio social. Cuando aquella lógica rebasa sus propios límites nos hace creer que ejercemos ciertos derechos cuando solo nos dispara la ilusión de tener un poder que, a lo sumo, nos ofrece la ocasión de sentirnos acreedores. En este rol el ciudadano no entiende su derecho como denegación de ciertos privilegios sino, únicamente, como un bien privado. Claro que, finalmente, el sujeto queda privado de sus más genuinos derechos por lo que solo le resta reclamar por la injusticia padecida. El sujeto egoísta-acreedor solo posee la envidia resultante de haberse sacrificado, es decir, de haber entregado lo propio y luego reclamarlo como ajeno.
El acreedor, en el sentido que le he dado en este artículo, representa la superficialización del derecho y la simplificación de su sentido. Reducida la justicia a la forma de un contrato, el usuario-ya-no-ciudadano en el mejor de los casos se colocará en la posición de un merecedor, no obstante podrá devenir un mercader o, incluso, un mercenario.
A riesgo de exponer una visión algo empobrecida de lo desarrollado hasta aquí, podemos sintetizar los caminos por medio de los cuales el mercado no promueve la cohesión social sino una suma de sujetos colocados en la posición de excepción: 1) fortalece el egoísmo y el individualismo; 2) enfatiza el ideal de la ganancia (económica) y persuade en cuanto a que todos podríamos alcanzar los privilegios que satisfacen sin fin nuestro egoísmo; 3) al cabo, exhibe que solo unos pocos pueden acceder a aquellas posiciones privilegiadas; 4) finalmente, arroja una vivencia de injusticia (muchas veces muda).
Otra consecuencia es lo que podría llamar la práctica de la reconvención banalizante y que se hace manifiesta cuando en nuestra reflexión crítica de determinadas situaciones: 1) enfatizamos el lamento por lo ocurrido; 2) nos ponemos admonitorios desde lo que presuntamente debería ser; 3) nos implicamos solo como si fuéramos ajenos; 4) no nos ocupamos de comprender con mayor razonabilidad y profundidad cómo se llegó a tal estado de situación. En ese contexto, es frecuente que se expresen frases tales como “tenemos que…”, pero que lejos de configurar un compromiso concreto con un proyecto a futuro solo funcionan como soborno al superyó propio y/o ajeno. Esto es, como si el deber ser se agotara y satisficiera en su sola y misma proclama.
El reverso de la inverosimilitud de todo accidente o contingencia es la imposibilidad de imaginar, al menos en cuanto pensar el futuro según lo que podría ser (16). Es decir, el futuro únicamente opera como el momento en que se sancionará lo que debió haber sido o, lo que es lo mismo, solo resta como período de reivindicación.
En tanto el deseo de justicia quede reservado para el ámbito del egoísmo, parece no tornarse fácilmente disponible con excepción de las circunstancias dolorosas y traumáticas que convocan su despliegue. Claro que ya allí hace falta una víctima y aquel deseo solo se presenta en su versión disfórica. De este modo lo eficaz no es una concepción amplia y abarcativa de la justicia sino un sentimiento restringido de injusticia. Si Freud (1916) advirtió la eficacia del sentimiento de culpa en aquellos que fracasan al triunfar, el análisis que hemos hecho nos muestra la vigencia del egoísmo y la envidia de los que triunfan al fracasar.
Notas
(1) Utilizo aquí el término negativo en un sentido similar al que le dio Freud cuando afirmó que la neurosis es el negativo de la perversión.
(2) Quizá el juzgar sea un imposible que se suma a los restantes tres que mencionó Freud (gobernar, curar y educar).
(3) Tal vez pueda establecerse algún parentesco con la idea de Aristóteles según la cual no es justo tratar de modo desigual a los iguales ni de forma igual a los desiguales.
(4) De allí sostengo, también, que la ciencia de base de los intercambios económicos es el psicoanálisis. ¿Acaso no hallamos su evidencia en el uso habitual de expresiones tales como racionalidad y egoísmo, pánico, creencia, confianza, descrédito, depresión, entre otras?
(5) Las estadísticas muestran que a partir de la década del ’90 los juicios por mala praxis en salud tuvieron un incremento notable (Marquevich, 2012). Podemos suponer que dicho aumento expresa, al menos en parte, una mayor conciencia de los pacientes sobre los derechos que los asisten. Sin embargo, también podemos hacernos otras preguntas. Por ejemplo, ¿cuál es la relación entre la mayor cantidad de juicios y los procesos de privatización de la salud, por un lado, y de precarización de la salud pública por otro? Es decir, ¿en qué medida los pacientes denuncian una mala práctica y en qué medida, más bien, reclaman como clientes que siempre tienen razón?
(6) Como dicen los teóricos de la acción colectiva, la racionalidad individual conduce a la irracionalidad colectiva.
(7) En el doble sentido de incluido y acotado.
(8) Assoun (2001) entiende que la excepcionalidad consiste en la (auto)idealización del perjuicio. Se trata de sujetos que consideran haber ya dado e, incluso, más de lo que les correspondía.
(9) Una conocida publicidad anunciaba que “pertenecer tiene sus privilegios”, en cuyo caso el sentimiento de pertenencia es condicionado por la posesión de privilegios.
(10) La referencia “bancario” suponía una pertenencia gremial, mientras que “soy el banco” implica que es la propia empresa la que opera como soporte identitario. Esta alteración (de bancario a banco) sostenida en la desmentida es correlativa de un proceso regresivo de degradación del ideal del yo. Por un lado, pues la pertenencia a la “clase bancario” es más abarcativa que la pertenencia al banco (de hecho, en este último caso no se aplica la noción de clase o conjunto). Por otro lado, el proceso identificatorio en juego conduce –regresivamente- a una posición de ilusoria omnipotencia narcisista en la cual el sujeto “es” la empresa. Para decirlo de otro modo, cuanto menos el sujeto se supone miembro de un conjunto, más supone ser él mismo el conjunto o clase.
(11) Al estudiar la negación de la muerte Freud sostuvo que “por lo general, destacamos el ocasionamiento contingente de la muerte, el accidente, la contracción de una enfermedad, la infección, la edad avanzada, y así dejamos traslucir nuestro afán de rebajar la muerte de necesidad a contingencia” (1915, pág. 291). Si naturalmente nos negamos a admitir la inevitabilidad de la muerte, la lógica acreedora impone aun otra perturbación del pensar ya que no solo nos inclinamos a considerarla una contingencia sino a sospechar que tras ella siempre sobrevuela una injusticia.
(12) El debate sobre la sensación de inseguridad alterna entre quienes sostienen que su aumento se explica por el incremento de los delitos mientras otros afirman que es producida por los medios y no refleja el índice de criminalidad. Respecto de la primera perspectiva, es necesario definir cuáles son los delitos incluidos en la estadística, ya que no suelen mencionarse, por ejemplo, los económicos (estafas, quiebras fraudulentas, evasión, etc.) o las muertes por cierres de hospitales, entre otras alternativas. Igualmente, un mayor número de delitos no elimina la hipótesis de un clima social alimentado por los medios de comunicación. Por otro lado, y aun sobre los nexos entre violencia social e inseguridad, podemos también invertir la dirección del vector de enlace: es probable que el aumento de la inseguridad social también sea determinante de sucesos de violencia; la fragilidad de la cohesión social podrá colocarse razonablemente como un estado que dispone a una mayor violencia. Si como dice Freud, la culpa pide un delito, ¿por qué no estimar un nexo similar para el sentimiento de inseguridad? Asimismo, la inseguridad también tiene otros orígenes, ajenos a los delitos concretos o a su difusión periodística (problemas ambientales, económicos, etc.). A su vez, considero que el avance creciente en la conciencia sobre la diversidad también sustenta, en parte, la percepción transitoria de amenazas múltiples.
(13) Sobre este tipo de desamparo me ocupé en un trabajo anterior (Plut; 2012b). Véase también Dupuy (2005) y Sennett (1998).
(14) Imagino una caricatura que muestra un excluido reclamando por trabajo y, a su lado, un ejecutivo de cuentas de una gran corporación exigiendo la continuidad de los cursos de motivación.
(15) Castel concluye que “fue cierta domesticación del mercado lo que, en gran medida, permitió vencer la inseguridad social” (op. cit., pág. 118).
(16) Veamos el alcance de esta interferencia en un campo distante del que he considerado. En los filmes de espías, históricamente, veíamos que usaban instrumentos sofisticados y a la vez inexistentes que nos hacían fantasear con el futuro tecnológico. Hoy, en cambio, utilizan tecnologías de avanzada, pero que no solo ya existen sino que forman parte de la estrategia comercial de las empresas que las venden. En lugar de estimular la fantasía (y la creatividad) el cine hoy nos muestra lo que podríamos comprar.
Bibliografía
Assoun, P.L.; (2001) El perjuicio y el ideal, Ed. Nueva Visión.
Dejours, Ch.; (2006) La banalización de la injusticia social, Ed. Topía.
Dupuy, J.; (1998) El sacrificio y la envidia, Ed. Gedisa.
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