Sebastián Plut
Camilo no estaba seguro si la
extraña reflexión, que le sobrevino mientras conducía por la autopista, era
ciertamente tan extraña. Pensó que si sufría un accidente en la ruta, luego se
diría a sí mismo que “si hubiera tomado
por otro camino, no habría chocado”. En consecuencia, si ingresaba en la
ciudad sin haber tenido ningún siniestro, debería conjeturar que fue un acierto
el trayecto recorrido pues el accidente estaba en otro sitio.
Parecía, entonces, que la popular
teoría del «diario del lunes» solo se
aplica a los eventos desagradables. Es que el condicional de lo que podría
haber sucedido, tan irreflexivo como inevitable, únicamente tiene lugar cuando
pretendemos desalojar un dolor y preferimos una melosa sensación de injusticia…
* * *
Casi
todos los días pueden escucharse los ruidos que llegan desde el interior de la
precaria casa, ubicada poco antes de llegar a la esquina. Es una construcción
sencilla, probablemente de algo menos de medio siglo. Durante las mañanas y las
tardes entra gente que permanece allí unos treinta minutos. Por las noches, el
ingreso y egreso de personas disminuye bastante. La música, en cambio, suena
casi sin pausa. En general es cumbia, que alterna con boleros y alguno que otro
chamamé.
Los
vecinos del barrio, sobre todo los de la misma cuadra, se fueron inquietando de
manera creciente. Conversaban entre ellos y la histórica panadería, que lindaba
con aquella vivienda, se transformó en el ámbito privilegiado de debates o, más
bien, de ese tipo de conjeturas y comentarios que no se esfuerzan por
distinguir entre rumores e información.
Incluso,
fue consultado el policía de la otra esquina, quien se mostró interesado en el
tema pero carecía de todo halo detectivesco. Aun así, una tarde al volver a la
seccional optó por compartir unas pocas palabras sobre el asunto con el oficial
principal.
La noche
del lunes, tres ocasionales caminantes, vieron salir humo a través de una de
las ventanas del frente, se detuvieron, intentaron hallar algún espacio por donde
mirar hacia el interior pero, ante el fracaso de esta búsqueda, continuaron su
camino.
Lunes 2 AM. El oficial
principal no eludió su responsabilidad. Habló con el comisario y antes de que
llegara la orden judicial comenzaron a preparar el allanamiento. Tres móviles
con cuatro federales en cada uno se estacionaron en la puerta de la panadería.
La docena de agentes, con las armas de rigor, derribaron la puerta y
vociferaron frases que los asustados curiosos que andaban por allí no supieron
reconocer.
Desde
afuera se oían los gritos que llegaban desde la casa y que se superponían con
la música y algunos disparos. De todos modos, no hubo heridos. Además de la
policía, salieron un hombre y una mujer con un niño en brazos. La televisión
mostraba las imágenes y enfatizaba el desconcierto.
Los
detenidos declararon más tarde en la comisaría. Informaron que se dedican a la
elaboración de tortas caseras que, modestamente, venden por recomendación. Últimamente,
les está yendo un poco y mejor y, de hecho, cuentan con la habilitación
correspondiente.
Diarios,
radios y vecinos coincidían en el mismo interrogante: ¿cómo pudo la policía
irrumpir violentamente en la casa de una familia trabajadora?
* * *
En la
cuadra ya resultaba familiar que se oyeran ruidos provenientes desde el
interior de la humilde casa, ubicada entre la mitad de cuadra y la esquina.
Algo
precaria en su estructura y aun siendo vieja no se diría que fuera una
antigüedad. Desde las diez de la mañana hasta la caída del sol, entran personas
que, poco después, salen con alguna bolsa. Ya hacia la noche, la cantidad de
gente es bastante menor, pero el sonido de aquellas melodías porteñas o latinas
no disminuye.
Los
habitantes de las casas contiguas oscilaban entre la sospecha y la indiferencia.
Si tenían oportunidad, particularmente mientras permanecían esperando ser
atendidos en la panadería, charlaban sobre la “casa”. Unos preguntaban, otros
reconocían ignorancia y otros disfrazaban de saber a su imaginación.
Cierto
día hablaron con Aguirre, el vigilante que suele estar de pie en la otra
esquina, a quien le gustó ser consultado, más por la amigable plática que por
sentirse convocado en su oficio. De todas maneras, al dejar su turno y pasar
por la seccional, se acordó de transmitir los “hechos” al principal.
Serían
las nueve de la noche del lunes, cuando tres amigos advirtieron algo de humo
que salía por debajo de la puerta. Con más curiosidad que temor quisieron ver
qué sucedía pero no encontraron espacio alguno por donde mirar y cada uno se
fue a su casa.
Lunes 2 AM. En pocas horas el
fuego creció arrasando con gran parte de la construcción y dejando dos cuerpos
que a penas podía reconocerse que fueran seres humanos. Los bomberos no
pudieron hacer nada, al menos si de salvar vidas se trataba. La policía comenzó
a investigar sobre lo ocurrido y los medios emulaban a estos últimos aunque
según sus propios fines.
Se llegó
a saber que allí funcionaba un pequeño laboratorio de elaboración y comercialización
de drogas. Intervino un juzgado federal y aunque aun no se había podido identificar
a los responsables, los periodistas sugerían que allí operaba una banda local
en conexión con indocumentados de algún país latinoamericano.
Diarios,
radios y vecinos coincidían en el mismo interrogante: ¿cómo pudo suceder esto a
la vista de todos sin que las autoridades interviniesen?
* * *
Camilo
quiso caminar. Anduvo unas diez cuadras hasta que entró en un bar y leyó el
diario. Sin entender bien por qué, recordó que alguien, cuyo nombre no pudo
evocar, sostuvo que el azar solo es desconocimiento de las causas. Él estaba de
acuerdo con esa idea y, más aun, coleccionaba anécdotas propias y ajenas que
otorgaban solidez a ese aserto.
Volvió a
su casa, jugó a los dados con su mujer y sintió cierta nostalgia por lo difícil
que le resultaba pensar en esta época que los accidentes existen.
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