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Psicoanálisis y Economía

domingo, 2 de junio de 2013

Accidental


Sebastián Plut


Camilo no estaba seguro si la extraña reflexión, que le sobrevino mientras conducía por la autopista, era ciertamente tan extraña. Pensó que si sufría un accidente en la ruta, luego se diría a sí mismo que “si hubiera tomado por otro camino, no habría chocado”. En consecuencia, si ingresaba en la ciudad sin haber tenido ningún siniestro, debería conjeturar que fue un acierto el trayecto recorrido pues el accidente estaba en otro sitio.
Parecía, entonces, que la popular teoría del «diario del lunes» solo se aplica a los eventos desagradables. Es que el condicional de lo que podría haber sucedido, tan irreflexivo como inevitable, únicamente tiene lugar cuando pretendemos desalojar un dolor y preferimos una melosa sensación de injusticia…

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Casi todos los días pueden escucharse los ruidos que llegan desde el interior de la precaria casa, ubicada poco antes de llegar a la esquina. Es una construcción sencilla, probablemente de algo menos de medio siglo. Durante las mañanas y las tardes entra gente que permanece allí unos treinta minutos. Por las noches, el ingreso y egreso de personas disminuye bastante. La música, en cambio, suena casi sin pausa. En general es cumbia, que alterna con boleros y alguno que otro chamamé.
Los vecinos del barrio, sobre todo los de la misma cuadra, se fueron inquietando de manera creciente. Conversaban entre ellos y la histórica panadería, que lindaba con aquella vivienda, se transformó en el ámbito privilegiado de debates o, más bien, de ese tipo de conjeturas y comentarios que no se esfuerzan por distinguir entre rumores e información.
Incluso, fue consultado el policía de la otra esquina, quien se mostró interesado en el tema pero carecía de todo halo detectivesco. Aun así, una tarde al volver a la seccional optó por compartir unas pocas palabras sobre el asunto con el oficial principal.
La noche del lunes, tres ocasionales caminantes, vieron salir humo a través de una de las ventanas del frente, se detuvieron, intentaron hallar algún espacio por donde mirar hacia el interior pero, ante el fracaso de esta búsqueda, continuaron su camino.

Lunes 2 AM. El oficial principal no eludió su responsabilidad. Habló con el comisario y antes de que llegara la orden judicial comenzaron a preparar el allanamiento. Tres móviles con cuatro federales en cada uno se estacionaron en la puerta de la panadería. La docena de agentes, con las armas de rigor, derribaron la puerta y vociferaron frases que los asustados curiosos que andaban por allí no supieron reconocer.
Desde afuera se oían los gritos que llegaban desde la casa y que se superponían con la música y algunos disparos. De todos modos, no hubo heridos. Además de la policía, salieron un hombre y una mujer con un niño en brazos. La televisión mostraba las imágenes y enfatizaba el desconcierto.
Los detenidos declararon más tarde en la comisaría. Informaron que se dedican a la elaboración de tortas caseras que, modestamente, venden por recomendación. Últimamente, les está yendo un poco y mejor y, de hecho, cuentan con la habilitación correspondiente.
Diarios, radios y vecinos coincidían en el mismo interrogante: ¿cómo pudo la policía irrumpir violentamente en la casa de una familia trabajadora?

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En la cuadra ya resultaba familiar que se oyeran ruidos provenientes desde el interior de la humilde casa, ubicada entre la mitad de cuadra y la esquina.
Algo precaria en su estructura y aun siendo vieja no se diría que fuera una antigüedad. Desde las diez de la mañana hasta la caída del sol, entran personas que, poco después, salen con alguna bolsa. Ya hacia la noche, la cantidad de gente es bastante menor, pero el sonido de aquellas melodías porteñas o latinas no disminuye.
Los habitantes de las casas contiguas oscilaban entre la sospecha y la indiferencia. Si tenían oportunidad, particularmente mientras permanecían esperando ser atendidos en la panadería, charlaban sobre la “casa”. Unos preguntaban, otros reconocían ignorancia y otros disfrazaban de saber a su imaginación.
Cierto día hablaron con Aguirre, el vigilante que suele estar de pie en la otra esquina, a quien le gustó ser consultado, más por la amigable plática que por sentirse convocado en su oficio. De todas maneras, al dejar su turno y pasar por la seccional, se acordó de transmitir los “hechos” al principal.
Serían las nueve de la noche del lunes, cuando tres amigos advirtieron algo de humo que salía por debajo de la puerta. Con más curiosidad que temor quisieron ver qué sucedía pero no encontraron espacio alguno por donde mirar y cada uno se fue a su casa.

Lunes 2 AM. En pocas horas el fuego creció arrasando con gran parte de la construcción y dejando dos cuerpos que a penas podía reconocerse que fueran seres humanos. Los bomberos no pudieron hacer nada, al menos si de salvar vidas se trataba. La policía comenzó a investigar sobre lo ocurrido y los medios emulaban a estos últimos aunque según sus propios fines.
Se llegó a saber que allí funcionaba un pequeño laboratorio de elaboración y comercialización de drogas. Intervino un juzgado federal y aunque aun no se había podido identificar a los responsables, los periodistas sugerían que allí operaba una banda local en conexión con indocumentados de algún país latinoamericano.
Diarios, radios y vecinos coincidían en el mismo interrogante: ¿cómo pudo suceder esto a la vista de todos sin que las autoridades interviniesen?

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Camilo quiso caminar. Anduvo unas diez cuadras hasta que entró en un bar y leyó el diario. Sin entender bien por qué, recordó que alguien, cuyo nombre no pudo evocar, sostuvo que el azar solo es desconocimiento de las causas. Él estaba de acuerdo con esa idea y, más aun, coleccionaba anécdotas propias y ajenas que otorgaban solidez a ese aserto.
Volvió a su casa, jugó a los dados con su mujer y sintió cierta nostalgia por lo difícil que le resultaba pensar en esta época que los accidentes existen.



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